EL RESTAURANTE DEL FIN DEL MUNDO

Douglas Adams

Título original: The restaurant at the end of the universe

Traducción: Benito Gómez Ibáñez

© 1980 by Douglas Adams and Pan Books, Londres

© 1984 Editorial Anagrama S.A. P. de la Creu 58, Barcelona

Depósito Legal B.19948-1984

Escaneado por Sadrac, Diciembre 1999

A Jane y James, muchas gracias

a Geoffrey Perkins, por lograr lo improbable

a Paddy Kingsland, Lisa Braun y Alick Hale Munro, por ayudarle

a John Lloyd, por su ayuda en el guión original de Milliways

a Simon Brett, por iniciar todo el asunto.

Y muy especialmente, gracias a Jacqui Graham

por su paciencia infinita, afecto y comida en la adversidad

Hay una teoría que afirma que si alguien descubriera lo que es exactamente el Universo y el por qué de su existencia, desaparecería al instante y sería sustituido por algo aún más extraño e inexplicable.

Hay otra teoría que afirma que eso ya ha ocurrido

Resumen de lo publicado:

Al principio se creó el Universo.

Eso hizo que se enfadara mucha gente, y la mayoría lo consideró un error.

Muchas razas mantienen la creencia de que lo creó alguna especie de dios, aunque los jatravártidos de Viltvodle VI creen que todo el Universo surgió de un estornudo de la nariz de un ser llamado Gran Arklopoplético Verde.

Los jatravártidos, que viven en continuo miedo del momento que llaman «La llegada del gran pañuelo blanco», son pequeñas criaturas de color azul y, como poseen más de cincuenta brazos cada una, constituyen la única raza de la historia que ha intentado el pulverizador desodorante antes que la rueda.

Sin embargo, y prescindiendo de Viltvodle VI, la teoría del Gran Arklopoplético Verde no es generalmente aceptada, y como el Universo es un lugar tan incomprensible, constantemente se están buscando otras explicaciones.

Por ejemplo, una raza de seres hiperinteligentes y pandimensionales construyeron en una ocasión un gigantesco superordenador llamado Pensamiento Profundo para calcular de una vez por todos la Respuesta a la Pregunta Ultima de la Vida, del Universo y de Todo lo demás.

Durante siete millones y medio de años, Pensamiento Profundo ordenó y calculó, y al fin anunció que la respuesta definitiva era Cuarenta y dos; de manera que hubo de construirse otro ordenador, mucho mayor, para averiguar cuál era la pregunta verdadera.

Y tal ordenador, al que se le dio el nombre de Tierra, era tan enorme, que con frecuencia se le tomaba por un planeta, sobre todo por parte de los extraños seres simiescos que vagaban por su superficie, enteramente ignorantes de que no eran más que una parte del gigantesco programa del ordenador.

Cosa muy rara, porque sin esa información tan sencilla y evidente, ninguno de los acontecimientos producidos sobre la Tierra podría tener el más mínimo sentido.

Lamentablemente, sin embargo, poco antes de la lectura de datos, la Tierra fue inesperadamente demolida por los vogones con el fin, según afirmaron, de dar paso a una vía de circunvalación; y de ese modo se perdió para siempre toda esperanza de descubrir el sentido de la vida.

O eso parecía.

Sobrevivieron dos de aquellas criaturas extrañas, semejantes a los monos.

Arthur Dent se escapó en el último momento porque de pronto resultó que un viejo amigo suyo, Ford Prefect, procedía de un planeta pequeño situado en las cercanías de Betelgeuse y no de Guilford, tal como había manifestado hasta entonces; y además, conocía la manera de que le subieran en platillos volantes.

Tricia McMillan, o Trillian, se había fugado del planeta seis meses antes con Zaphod Beeblebrox, por entonces Presidente de la Galaxia.

Dos supervivientes.

Son todo lo que queda del mayor experimento jamás concebido: averiguar la Pregunta Ultima y la Respuesta Ultima de la Vida, del Universo y de Todo lo demás.

Y a menos de setecientos cincuenta mil kilómetros del punto donde su nave espacial deriva perezosamente por la impenetrable negrura del espacio, una nave vogona avanza despacio hacia ellos.

Como todas las naves vogonas, aquélla no parecía responder a un diseño, sino a una súbita coagulación. Los deformes edificios y protuberancias amarillas que sobresalían en ángulos desagradables, habrían desfigurado el aspecto de la mayoría de las naves, pero en este caso era lamentablemente imposible. Se han divisado cosas más feas en el firmamento, pero no por testigos de confianza.

En realidad, para ver algo mucho más feo que una nave vogona, habría que entrar en una y mirar a un vogón. No obstante, eso es precisamente lo que evitaría cualquier ser prudente, porque el vogón común no lo pensará dos veces para hacerle a uno algo tan increíblemente horrible, que se desearía no haber nacido; o, si se es un pensador más clarividente, que el vogón no hubiera nacido.

De hecho, el vogón común ni siquiera lo pensaría una sola vez, probablemente. Son criaturas estúpidas, obstinadas, de mentalidad deformada, y desde luego no tienen disposición para pensar. Un examen anatómico de los vogones revela que en un principio su cerebro era un hígado disóptico, muy amorfo y mal situado. Por tanto, lo mejor que puede decirse en su beneficio es que saben lo que les gusta; eso generalmente entraña el hacer daño a la gente y, siempre que sea posible, enfadarse mucho.

Algo que no les gusta es dejar un trabajo sin acabar, en especial a este vogón, y en particular - por varias razones - este trabajo.

Tal vogón era el capitán Prostetnic Vogon jeltz, del Consejo Galáctico de Planificación Hiperespacial y responsable de los trabajos de demolición del supuesto «planeta» Tierra.

Torció el cuerpo, monumental y abominable, en su asiento estrecho e inadecuado, y miró fijamente a la pantalla del monitor, que no dejaba de proyectar la imagen de la astronave Corazón de Oro.

Poco le importaba que el Corazón de Oro, propulsado por su Energía de la Improbabilidad Infinita, fuese la nave más bella y revolucionaria que jamás se hubiera construido. La estética y la tecnología eran libros cerrados para él y, de estar en sus manos, también serían libros quemados y enterrados.

Aún le importaba menos el que Zaphod Beeblebrox estuviera a bordo. Zaphod Beeblebrox ya era ex Presidente de la Galaxia, y aunque en aquellos momentos todo el cuerpo de la Policía galáctica le estuviera persiguiendo a él y a la nave que había robado, el vogón no tenía el menor interés en ello.

Tenía cosas más importantes que hacer.

Se ha dicho que los vogones no están por encima de los pequeños sobornos y de la corrupción, de la misma manera en que el mar no está por encima de las nubes, y esto resultaba particularmente cierto en el caso de Prostetnic, que cuando oía las palabras «integridad» o «rectitud moral» cogía el diccionario, y cuando oía el tintineo del dinero en grandes cantidades cogía el código legal y lo tiraba a la basura.

Al emprender de manera tan implacable la destrucción de la Tierra y de todo lo relacionado con ella, sobrepasó un poco las atribuciones de su deber profesional. Incluso existían ciertas dudas sobre si se construiría realmente la susodicha vía de circunvalación, pero ese asunto ya ha sido comentado.

Prostetnic soltó un repelente gruñido de satisfacción.

- Ordenador - graznó -, ponme con mi especialista cerebral.

Al cabo de unos segundos, el rostro de Gag Mediotroncho apareció en la pantalla con la sonrisa de aquel que se sabe a diez años luz de la cara del vogón a quien está mirando. En algún punto de la sonrisa había también un destello de ironía. Aunque Prostetnic se refería a él de manera invariable como «mi especialista cerebral particular», no había mucho cerebro que tratar, y en realidad era Mediotroncho quien contrataba al vogón. Le pagaba una enorme cantidad de dinero por realizar un trabajo verdaderamente sucio: Al ser uno de los psiquiatras más destacados y famosos de la Galaxia, Mediotroncho y un grupo de colegas se encontraban bien dispuestos a gastar muchísimo dinero en un momento en que todo el futuro de la psiquiatría podría verse amenazado.

- Bien - dijo -; hola, Prostetnic, mi capitán de los vogones, ¿qué tal nos encontramos hoy?

El capitán vogón le dijo que durante las últimas horas había flagelado a casi la mitad de su tripulación en un ejercicio disciplinario.

La sonrisa de Mediotroncho no tembló ni un instante.

- Bueno - repuso -, me parece que es un comportamiento absolutamente normal para un vogón, ¿sabes? Una canalización natural y saludable de los instintos agresivos en actos de violencia sin sentido.

- Eso es lo que dices siempre - rugió el vogón.

- Pues me sigue pareciendo que, para un psiquiatra, es un comportamiento enteramente normal - contestó Mediotroncho -. Bien. Es evidente que nuestras actitudes mentales están hoy perfectamente sincronizadas. Y dime, ¿qué noticias tienes de la misión?

- Hemos localizado la nave.

- ¡Maravilloso - exclamó Mediotroncho -, estupendo! ¿Y los ocupantes?

- Está el terráqueo.

- ¡Excelente! ¿Y...?

- Una hembra del mismo planeta. Son los únicos.

- Bien, bien - comentó Mediotroncho, rebosante de alegría -. ¿Quién más?

- Ese tal Prefect.

- ¿Sí?

- Y Zaphod Beeblebrox.

La sonrisa de Mediotroncho temblequeo por un instante.

- Ah, sí - dijo -. Ya me lo esperaba. Es muy lamentable.

- ¿Es un amigo personal? - inquirió el vogón, que una vez había oído esa expresión en alguna parte y decidió emplearla.

- Ah, no - replicó Mediotroncho -; ya sabes que en nuestra profesión no tenemos amigos personales.

- ¡Ah! - Gruño el vogón -. Distanciamiento profesional.

- No - dijo alegremente Mediotroncho -, es sólo que no tenemos gancho para eso.

Hizo una pausa. Sus labios continuaron sonriendo, pero sus ojos fruncieron levemente el ceño.

- Pero ya sabes que Beeblebrox es uno de mis clientes más provechosos. Tiene unos problemas de personalidad que superan los sueños de cualquier analista.

Jugueteó un poco con esa idea antes de desechara de mala gana.

- Pero ¿estás preparado para tu tarea? - preguntó.

- Sí.

- Bien. Destruye esa nave inmediatamente.

- ¿Qué hay de Beeblebrox?

- Pues Zaphod no es más que lo que te he dicho, ¿sabes? - dijo Mediotroncho en tono vivaz.

Desapareció de la pantalla.

El capitán vogón pulsó un interruptor que le comunicaba con los restos de su tripulación.

- Al ataque - dijo.

En aquel preciso momento, Zaphod Beeblebrox se encontraba en su cabina maldiciendo a voz en grito. Dos horas antes había anunciado que tomarían un bocado en el Restaurante del Fin del Mundo, a raíz de lo cual había tenido una tumultuosa discusión con el ordenador de la nave y salido como una tromba hacia su cámara gritando que averiguaría los factores de Improbabilidad con lápiz y papel.

La Energía de la Improbabilidad convertía al Corazón de Oro en la nave más potente e imprevisible de todas las existentes. Nada había que no pudiese hacer; con tal de que se conociese exactamente el grado de improbabilidad de lo que se pretendía realizar, tal cosa llegaría a producirse.

Zaphod la había robado cuando, en su calidad de Presidente, le fue encomendada su botadura. No sabía exactamente por qué la había robado; sólo que le gustaba.

Ignoraba por qué se había convertido en Presidente de la Galaxia; sólo que le parecía divertido.

Era consciente de que existían razones de más peso, pero se hallaban ocultas en una sección oscura y cerrada de sus dos cerebros. Beeblebrox deseaba que la sección oscura y cerrada de sus dos cerebros desapareciera, porque a veces emergía de manera momentánea y sacaba a la luz ideas extrañas, curiosos segmentos de su inteligencia que trataban de desviarle de lo que él entendía como la ocupación fundamental de su vida, que consistía en pasárselo maravillosamente bien.

En aquel momento no se lo pasaba maravillosamente bien. Se le habían acabado los lápices y la paciencia y tenía mucha hambre.

- ¡Malditas estrellas! - gritó.

En aquel preciso momento, Ford Prefect se encontraba en el aire. No se trataba de alguna irregularidad en el campo gravitatorio artificial de la nave, sino que bajó de un salto la escalera que conducía a las cabinas particulares de la nave. Había mucha altura para saltarla de un brinco, y aterrizó mal, tropezó, recobró el equilibrio, recorrió el pasillo a toda velocidad, mandando por los aires a un par de diminutos robots de servicio, patinó al doblar la esquina, irrumpió en la cabina de Zaphod y le explicó lo que pensaba.

- Vogones - dijo.

Poco antes, Arthur Dent había salido de su cabina en busca de una taza de té. No se trataba de una búsqueda que emprendiera con mucho optimismo, porque sabía que la única fuente de bebidas calientes de toda la nave era una oscura máquina producida por la Compañía Cibernética Sirius. Ostentaba el nombre de Sintetizador Nutrimático de Bebidas, y Arthur ya la conocía de antes.

Afirmaba producir la más amplia gama posible de bebidas, personalmente ajustadas a los gustos y metabolismo de quien se tomara la molestia de utilizarla. Sin embargo, cuando se la ponía a prueba, siempre facilitaba un vaso de plástico lleno de un líquido que era casi, pero no del todo, enteramente diferente del té.

Trató de razonar con aquella cosa.

- Té - dijo.

- Comparte y Disfruta - replicó la máquina, sirviéndole otro vaso del horrible líquido.

Arthur lo tiró.

- Comparte y Disfruta - repitió la máquina, volviéndole a suministrar otro vaso de lo mismo.

«Comparte y Disfruta» es el lema del departamento de quejas de la Compañía Cibernética Sirius, que en la actualidad ocupa los territorios más importantes de tres planetas de tamaño mediano; es el departamento de la compañía que más éxito tiene y el único que arroja un beneficio apreciable en los últimos años.

El lema se ve, o más bien se veía, en letras luminosas de cuatro kilómetros y medio de altura cerca del puerto espacial del Departamento de Quejas, en Eadrax. Lamentablemente, su peso era tal, que, poco después de que se erigieran, el suelo cedió bajo las letras y casi la mitad de su extensión cayó sobre los despachos de muchos directivos de quejas, jóvenes de talento que fallecieron en el acto.

La mitad superior de las letras que quedaron, parece que dicen en el idioma local: «Date la cabeza contra la pared», y ya no están iluminadas, salvo en ocasiones de conmemoración especial.

Por sexta vez, Arthur tiró un vaso de aquel líquido.

- Escucha, máquina - dijo -; afirmas que puedes sintetizar cualquier bebida que exista, ¿por qué sigues dándome, entonces el mismo brebaje imbebible?

- Datos de nutrición y sentido del gusto - farfulló la máquina -. Comparte y Disfruta.

- ¡Sabe muy mal!

- Si has disfrutado de la experiencia de tomar esta bebida - prosiguió la máquina -, ¿por qué no la compartes con tus amigos?

- Porque quiero conservarlos - replicó Arthur con aspereza -. ¿Quieres tratar de comprender lo que te estoy diciendo?

- Esa bebida...

- Esa bebida - dijo dulcemente la máquina - se ha hecho a medida de tus exigencias personales en cuanto a gustos y nutrición.

- Ya - dijo Arthur -. ¿Es que soy un masoquista a dieta?

- Comparte y Disfruta.

- ¡Cállate ya!

- ¿Es eso todo?

Arthur decidió rendirse.

- Sí - afirmó.

Luego pensó que no abandonaría por nada del mundo.

- No - dijo -. Mira, es muy, muy sencillo... lo único que quiero... es una taza de té. Y me vas a preparar una. Estate callada y escucha.

Se sentó. Le fue hablando a la Nutrimática de la India y de China; le habló de Ceilán. Le habló de unas hojas anchas secadas al sol. Le habló de teteras de plata. Le habló de tardes de verano, tumbado sobre la hierba. Le habló de poner la leche antes de echar el té para que no se escaldara. Y le contó (brevemente) la historia de la Compañía de las Indias Orientales.

- Así que es eso, ¿no? - dijo la Nutrimática cuando Arthur acabó.

- Sí - contestó éste -, eso es lo que quiero.

- ¿Quieres el sabor de hojas secas hervidas en agua?

- Humm..., sí. Con leche.

- ¿Sacada a chorros de una vaca?

- Bueno, supongo que puede decirse así...

- Voy a necesitar que me ayuden un poco - dijo sucintamente la máquina. El alegre parloteo había desaparecido de su voz, que ahora adoptaba un tono profesional.

- Pues si yo puedo servirte en algo... - se ofreció Arthur.

- Tú ya has hecho más que suficiente - le informó la Nutrimática.

Llamó al ordenador de la nave.

- ¡Qué hay! - saludó el ordenador de la nave.

La Nutrimática le explicó lo del té. El ordenador dio un respingo, conectó unos circuitos lógicos con la Nutrimática y ambos cayeron en un silencio siniestro.

Durante un rato, Arthur estuvo atento y esperó, pero no ocurrió nada más.

Dio un puñetazo a la máquina, pero siguió sin pasar nada.

Por fin abandonó y subió al puente dando un paseo.

El Corazón de Oro pendía inmóvil en la vacía desolación del espacio.

La Galaxia enviaba el brillo de un billón de alfilerazos en torno a la nave. Hacia ella avanzaba despacio el desagradable bulto amarillo de la nave vogona.

- ¿Tiene alguien una tetera? - preguntó Arthur, que nada más entrar en el puente empezó a preguntarse por qué gritaba Trillian al ordenador para que le contestase, por qué Ford le daba puñetazos y Zaphod patadas, y también por qué había un repugnante bulto amarillo en la pantalla.

Dejó el vaso vacío que llevaba y se acercó a ellos.

- ¿Eh? - preguntó,

En aquel momento, Zaphod se arrojó sobre las pulidas superficies de mármol que contenían los instrumentos de mando de la energía fotónica convencional. Se materializaron bajo sus manos y empezó a manipularlos. Empujó, tiró, presionó y se puso a maldecir. La energía fotónica dejó escapar un lánguido chirrido y volvió a desconectarse.

- ¿Pasa algo? - preguntó Arthur.

- Vaya, ¿habéis oído eso? - musitó Zaphod dando un salto hacia los controles manuales de la Energía de la Improbabilidad Infinita -. ¡El mono ha hablado!

La Energía de la Improbabilidad emitió dos quejidos débiles y también se desconectó.

- Eso es pura historia, hombre - dijo Zaphod, dando una patada a la Energía de la Improbabilidad -. ¡Un mono que habla!

- Si estás preocupado por algo... - dijo Arthur.

- ¡Vogones! - saltó Ford -. ¡Nos están atacando!

- ¿Y qué estás haciendo? ¡Vámonos de aquí! - dijo Arthur tras balbucear un poco.

- No podemos. El ordenador está atascado.

- ¿Atascado?

- Dice que tiene todos los circuitos ocupados. No hay energía en ningún sitio de la nave.

Ford se apartó de la terminal del ordenador, se secó la frente con la manga y apoyó la espalda contra la pared.

- No podemos hacer nada - dijo. Miró ferozmente a ningún sitio en particular y se mordió el labio.

De pequeño, cuando iba al colegio, mucho antes de la demolición de la Tierra, Arthur jugaba al fútbol. No era muy bueno, y su especialidad consistía en marcar goles en su propia meta en los partidos importantes. Siempre que ocurría eso, solía experimentar un extraño cosquilleo en el cogote que le subía por las mejillas y le calentaba la frente. En aquel momento, la imagen del barro, de la hierba y de montones de chicos burlones que se reían de él emergió vívidamente a su conciencia.

Un extraño cosquilleo en el cogote le subía por las mejillas y le calentaba la frente.

Empezó a hablar y se detuvo.

Empezó a hablar de nuevo y volvió a detenerse.

Al fin logró articular una palabra.

- Humm - dijo. Se aclaró la garganta -. Decidme - prosiguió con voz tan nerviosa que los demás se volvieron a mirarlo. Dirigió la vista a la pantalla: se acercaba un bulto amarillo -. Decidme - repitió -, ¿ha dicho el ordenador en qué está ocupado? Lo pregunto sólo por curiosidad...

Los ojos de los demás estaban clavados en él.

- Y, humm..., pues eso es todo. sólo lo preguntaba.

Zaphod alargó una mano y agarró a Arthur por el cogote.

- ¿Qué le has hecho, hombre mono? - jadeó.

- Pues nada, de verdad - dijo Arthur -. Sólo que me parece que hace poco trataba de averiguar cómo...

- ¿Sí?

- Hacerme un poco de té.

- Eso es, chicos - saltó el ordenador con voz cantarina -. En estos momentos estoy trabajando en ese problema, ¡y vaya si es difícil! Estaré con vosotros dentro de un rato.

Volvió a sumirse en un silencio tan intenso que sólo tenía parangón con el de las tres personas que miraban fijamente a Arthur Dent.

Como para aliviar la tensión, los vogones escogieron aquel momento para iniciar el fuego.

La nave se estremeció; se produjo un ruido atronador. El escudo protector de la parte exterior, de veintitrés milímetros de espesor, burbujeó, se agrietó y escupió ante la andanada de doce cañones Fotrazón Matafijo Megadaño-30, y pareció que no iba a durar mucho. Ford Prefect le dio cuatro minutos.

- Tres minutos y cincuenta segundos - dijo poco después -. Cuarenta y cinco segundos - anunció en el momento adecuado. Dio unos golpecitos ociosos a algunos interruptores inútiles y dirigió a Arthur una mirada de pocos amigos -. Vamos a morir por una taza de té, ¿eh? - le dijo -. Tres minutos y cuarenta segundos.

- ¡Deja ya de contar! - rezongó Zaphod.

- Sí - repuso Ford Prefect -, dentro de tres minutos y treinta y cinco segundos.

A bordo de la nave vogona, Prostetnic Vogon jeltz estaba perplejo. Esperaba una persecución, una emocionante lucha cuerpo a cuerpo con rayos tractores, ansiaba utilizar el Asertitrón de Normalidad Subcíclica, especialmente instalado para contrarrestar la Energía de la Improbabilidad Infinita del Corazón de Oro; pero el Asertitrón de Normalidad Subcíclica permanecía ocioso, porque el Corazón de Oro continuaba inmóvil encajando los disparos.

Una docena de cañones Fotrazón Matafijo Megadaño-30 siguieron disparando al Corazón de Oro, que continuaba inmóvil encajando el fuego.

Prostetnic comprobó todos los sensores que tenía al alcance para ver si se trataba de algún truco sutil, pero no encontró ninguno.

Desde luego, no sabía nada de lo del té.

Y también ignoraba cómo los ocupantes del Corazón de Oro estaban pasando los últimos tres minutos y treinta segundos que les quedaban de vida.

Y cómo se le ocurrió exactamente a Zaphod Beeblebrox la idea de celebrar una sesión espiritista en aquel momento, es algo que nunca estuvo claro para él.

Era evidente que el tema de la muerte estaba en el aire, pero más como algo a evitar que para insistir en ello.

Posiblemente, el horror que Zaphod experimentaba ante a perspectiva de reunirse con sus parientes fallecidos le dio la idea de que ellos podrían albergar el mismo sentimiento respecto a él, y que, además, tal vez fueran capaces de hacer algo que contribuyera a posponer tal reunión.

O tal vez se debiera a otro de esos impulsos extraños que de cuando en cuando emergían de aquella zona oscura de su cerebro que se le había cerrado de manera inexplicable antes de convertirse en Presidente de la Galaxia.

- ¿Quieres hablar con tu bisabuelo? - preguntó Ford, sobrecogido.

- Sí.

- ¿Y tiene que ser ahora?

La nave siguió estremeciéndose y resonando con estruendo. La temperatura aumentaba. La luz se debilitaba; toda la energía que el ordenador no precisaba para pensar en el té era bombeada al escudo protector, que desaparecía rápidamente.

- ¡Sí! - insistió Zaphod -. Escucha, Ford, creo que podrá ayudarnos.

- ¿Estás seguro de que quieres decir creo? Escoge las palabras con cuidado.

- ¿Sugieres otra cosa que podamos hacer?

- Humm, Pues...

- Muy bien, coloquémonos en torno a la consola central. Ya. ¡Vamos! Trillian, hombre mono, moveos.

Se apiñaron alrededor de la consola central, se sentaron y, con la sensación de ser unos estúpidos fenomenales, se cogieron de la mano. Con su tercer brazo, Zaphod apagó las luces.

La oscuridad se apoderó de la nave.

Afuera, el rugido estrepitoso de los cañones Matafijo continuó desgarrando el escudo protector.

- Concentraos en su nombre - siseó Zaphod.

- ¿Cuál es? - preguntó Arthur.

- Zaphod Beeblebrox Cuarto.

- ¿Cómo?

- Zaphod Beeblebrox Cuarto. ¡Concentraos!

- ¿Cuarto?

- Sí. Escucha, yo soy Zaphod Beeblebrox, mi padre era Zaphod Beeblebrox Segundo, mi abuelo Zaphod Beeblebrox Tercero...

- ¿Cómo?

- Ocurrió un accidente con un contraceptivo y una máquina del tiempo. ¡Concentraos ya!

- Tres minutos - anunció Ford Prefect.

- ¿Por qué hacemos esto? - preguntó Arthur Dent.

- Cierra el pico - le sugirió Zaphod Beeblebrox.

Trillian no dijo nada. ¿Qué había que decir?, pensó. La única luz que había en el puente procedía de dos tenues triángulos rojos en un rincón donde Marvin, el Androide Paranoide, se sentaba hecho un ovillo, ignorando a todos e ignorado por todos, en su mundo particular y bastante desagradable.

En torno a la consola central, cuatro figuras se encorvaban en profunda concentración tratando de borrar de sus mentes los terroríficos estremecimientos de la nave y el horrísono rugido que repercutía en su interior.

Se concentraron.

Siguieron concentrándose.

Y continuaron concentrándose.

Los segundos pasaban.

De las cejas de Zaphod brotaron gotas de sudor; primero de la concentración, luego de frustración y por último de desconcierto.

Al fin dejó escapar un grito de rabia, separó las manos de Trillian y de Ford, y apretó el interruptor de la luz.

- Ah empezaba a pensar que nunca encenderíais las luces - dijo una voz -. No, no tan fuerte, por favor; mis ojos ya no son lo que eran.

Cuatro figuras se enderezaron súbitamente en sus asientos. Poco a poco, volvieron la cabeza para mirar, aunque sus cráneos manifestaban una tendencia clara a quedarse en el mismo sitio.

- Bueno, ¿quién es el que me molesta esta vez? - dijo la figura pequeña, encorvada, baja y flaca que se destacaba junto a las ramas de helecho al otro extremo del puente. Sus dos pequeñas cabezas de cabellos espigados parecían tan ancianas que bien podrían albergar vagos recuerdos del nacimiento de las galaxias. Una colgaba dormida; la otra los miraba con ojos entrecerrados. Si sus ojos ya no eran lo que fueron, antaño debieron servir para tallar diamantes.

Zaphod tartamudeó nervioso durante un momento. Realizó una complicada reverencia doble: el tradicional gesto de respeto familiar que es costumbre en Betelgeuse.

- Ah..., humm..., hola, bisabuelito... - susurró.

La pequeña y anciana figura se acercó a ellos. Atisbó entre la débil luz. Alargó un dedo huesudo y señaló a su bisnieto.

- ¡Ah! - exclamó -. Zaphod Beeblebrox. El último de nuestra gran dinastía. Zaphod Beeblebrox Cero.

- Primero.

- Primero - repitió con desprecio el aparecido. Zaphod odiaba su voz. Siempre le parecía como uñas que chirriaran por la pizarra de lo que él creía su alma.

Se removió incómodo en el asiento.

- Humm... sí - musitó -. Mira, siento mucho lo de las flores, tenía intención de enviarlas, pero es que la tienda acababa de quedarse sin coronas y...

- ¡Se te olvidaron! - saltó Zaphod Beeblebrox Cuarto.

- Pues...

- Estás demasiado ocupado. Nunca piensas en los demás. Todos los vivos son iguales.

- Dos minutos, Zaphod - anunció Ford con un murmullo temeroso.

Zaphod se removía nervioso.

- Sí, pero tenía intención de enviarlas - dijo -. Y en cuanto salgamos de esto, escribiré a mi bisabuela...

- Tu bisabuela - repitió en tono meditativo el flaco y pequeño fantasma.

- Sí - dijo Zaphod -. Humm... ¿cómo está? Te diré una cosa; voy a ir a verla. Pero primero tenemos que...

- Tu difunta bisabuela y yo estamos muy bien - dijo con voz áspera Zaphod Beeblebrox Cuarto.

- ¡Ah! ¡Oh!

- Pero muy disgustados contigo, joven Zaphod...

- Sí, bueno... - Zaphod se sentía extrañamente incapaz de llevar la conversación, y por el sonoro jadeo de Ford supo que los segundos pasaban de prisa. El estruendo y los estremecimientos habían alcanzado proporciones terroríficas. Entre la penumbra vio los pálidos e impávidos rostros de Trillian y de Arthur.

- Humm, bisabuelo...

- Hemos seguido tu carrera con considerable abatimiento...

- Sí, mira, justo en este momento, ¿comprendes...?

- ¡Por no decir desdén!

- ¿Puedes escucharme un momento...?

- Lo que quiero decir es: ¿qué estás haciendo exactamente con tu vida?

- ¡Me está atacando una flota vogona! - gritó Zaphod. Era una exageración, pero se trataba de su única oportunidad de exponer el punto fundamental de la sesión.

- No me sorprende en lo más mínimo - dijo el pequeño y anciano espíritu, encogiéndose de hombros.

- Sólo que está pasando ahora mismo, ¿sabes? - insistió Zaphod en tono febril.

El espectro de su antepasado asintió con la cabeza, cogió el vaso que había llevado Arthur Dent y lo miró con interés.

- Humm..., bisabuelo...

- ¿Sabías - le interrumpió la fantasmal figura, lanzándole una mirada implacable - que Betelgeuse Cinco ha incurrido en una leve excentricidad en su órbita?

No, Zaphod no lo sabía y encontró algo difícil concentrarse en tal información debido a todo el ruido, a la inminencia de la muerte, etcétera.

- Pues no..., mira... - dijo.

- ¡Y yo revolviéndome en mi tumba! - gritó el ancestro. Tiró violentamente el vaso y señaló a Zaphod con un dedo tembloroso, largo y transparente,

- ¡Por tu culpa! - chilló.

- Un minuto y treinta segundos - murmuró Ford con la cabeza entre las manos.

- Sí, mira, bisabuelito, ¿puedes ayudarnos ahora? Porque...

- ¿Ayudaros? - repitió el anciano, como si le hubieran pedido un armiño de cola negra.

- Sí, ayudarnos y todo eso; ahora mismo, porque si no...

- ¡Ayudaros! - exclamó el anciano, como si le hubieran pedido un armiño de cola negra a la plancha, poco hecho, con patatas fritas y en bocadillo. Siguió en la misma postura, perplejo -. Vas por toda la Galaxia fanfarroneando con tus... - el ancestro hizo un gesto de desdén con la mano -, con tus vergonzantes amigos, demasiado ocupado para poner flores en mi tumba. Unas de plástico habrían servido, hubieran sido muy apropiadas viniendo de ti; pero no. Demasiado ocupado. Demasiado moderno. Demasiado escéptico..., hasta que de repente te ves en un pequeño apuro y te vuelves muy teósofo.

Meneó la cabeza; con cuidado, para no molestar el reposo de la otra, que ya daba muestras de inquietud.

- Pues no sé, joven Zaphod - prosiguió -. Creo que tendré que pensarlo un poco.

- Un minuto y diez segundos - anunció Ford con voz apagada.

Zaphod Beeblebrox Cuarto lo miró con curiosidad.

- ¿Por qué sigue diciendo números ese hombre? - preguntó.

- Esos números - contestó Zaphod con brevedad - indican el tiempo que nos queda de vida.

- Ah - dijo su bisabuelo, gruñendo para sus adentros -. Eso no es aplicable en mi caso, desde luego.

Se desplazó a un lugar más oscuro del puente para seguir fisgoneando.

Zaphod sintió que se tambaleaba al borde de la locura y se preguntó si no debería dejarse caer y terminar de una vez por todas.

- Bisabuelo - dijo -. ¡Es aplicable a nuestro caso! Estamos vivos y a punto de perder la vida.

- Me parece muy bien.

- ¿Cómo?

¿Qué utilidad tiene tu vida para nadie? Cuando pienso lo que has hecho con ella, la frase «vivir como un puerco» me viene a la cabeza de manera irresistible.

- ¡Pero hombre, he sido Presidente de la Galaxia!

- iJa! - murmuró su antepasado -. ¿Y qué clase de trabajo es ése para un Beeblebrox?

- ¡Eh, cómo! ¡Nada menos que Presidente, sabes! ¡De toda la Galaxia!

- ¡Valiente megafatuo!

Zaphod entornó los ojos, perplejo.

- Oye, humm..., ¿qué te propones, tío? Digo, abuelo.

La pequeña figura encorvada se acercó despacio a su bisnieto y le dio unos golpecitos fuertes en la rodilla. Eso tuvo la virtud de recordar a Zaphod que estaba hablando con un fantasma, porque no sintió nada en absoluto.

- Sabes tan bien como yo lo que significa ser Presidente, joven Zaphod. Tú lo sabes porque lo has sido, y yo lo sé porque estoy muerto, y eso le da a uno una perspectiva maravillosamente clara. Allá arriba tenemos un dicho: «La vida se desperdicia con los vivos.»

- Sí - dijo Zaphod con amargura -, muy bien. Muy profundo. En estos momentos necesito aforismos tanto como agujeros en las cabezas.

- Cincuenta segundos - gruñó Ford Prefect.

- ¿Dónde estaba? - dijo Zaphod Beeblebrox Cuarto.

- Pontificando - dijo Zaphod Beeblebrox.

- Ah, sí.

- ¿Puede ayudarnos realmente este individuo? - le preguntó Ford en voz baja a Zaphod.

- Nadie más puede hacerlo - musitó Zaphod.

Ford asintió con la cabeza, abatido.

- ¡Zaphod! - exclamó el espectro -. Te convertiste en Presidente por una razón. ¿Lo has olvidado?

- ¿No podemos hablar de eso más tarde?

- Lo has olvidado! - insistió el fantasma.

- ¡Sí! ¡Claro que lo he olvidado! Tenía que hacerlo. ¿Sabes que te miran el cerebro por una pantalla cuando te dan el trabajo? Si me hubieran encontrado la cabeza llena de ideas juguetonas, me habrían mandado otra vez a la calle sin otra cosa que una pensión abundante, secretarios, una flota de naves y un par de cortadores de cabezas.

- ¡Ah! - asintió contento el fantasma -. ¡Entonces, te acuerdas!

Hizo una pausa breve.

- Bien - añadió, y el ruido cesó.

- Cuarenta y ocho segundos - dijo Ford. Volvió a mirar al reloj y le dio unos golpecitos. Levantó la vista -. Oye, el ruido se ha parado - dijo.

Un destello malévolo brilló en los severos ojillos del espectro.

- He detenido un poco el tiempo - anunció -; sólo por un momento, ¿entendéis? Detestaría que os perdierais todo lo que tengo que decir.

- ¡No, escúchame tú a mí, viejo murciélago transparente! - exclamó Zaphod, levantándose de un salto -. A): gracias por parar el tiempo y todo eso, magnífico, estupendo, maravilloso; B): nada de gracias por el sermón, ¿vale? No sé qué es eso tan grandioso que tengo que hacer, y me parece que no tengo que saberlo. Y eso no me gusta nada, ¿entendido?

»Mi antigua personalidad lo sabía. A mi antigua personalidad le gustaba. Muy bien; hasta ahora, de perlas. Pero a mi antigua personalidad le gustaba tanto, que llegó a meterse en su propio cerebro, o sea, en mi cerebro, y bloqueó las cosas que conocía y que le gustaban, porque si yo las sabía y me gustaban, no sería capaz de realizarlas. No habría sido Presidente y no habría podido robar esta nave, que debe ser lo más importante.

»Pero mi antigua personalidad se suicidó al modificarme el cerebro, ¿no es cierto? Vale, ésa fue su decisión. Mi nueva personalidad tiene que tomar sus propias decisiones, y por una coincidencia extraña, tales decisiones llevan aparejado el que yo no conozca y no me preocupe de este numerazo, sea lo que sea. Eso es lo que quería, y eso es lo que he conseguido.

»Salvo que mi antigua personalidad trató de seguir teniendo la voz cantante, dejándome órdenes en el trozo de mi cerebro que después cerró. Bueno, pues no quiero conocerlas ni quiero oírlas. Esa es mi decisión. No voy a ser la marioneta de nadie, mucho menos, de mí mismo.

Zaphod golpeó la consola con furia, ignorante de las miradas perplejas que atraía.

- ¡Mi antigua personalidad ha muerto! - bramó -. ¡Se ha suicidado! ¡Y los muertos no deberían andar por ahí molestando a los vivos!

- Pero tú me llamas para que te ayude a salir de un lío - dijo el espectro.

- ¡Ah! - dijo Zaphod, volviéndose a sentar -. Pero eso es diferente, ¿no?

Sonrió a Trillian, débilmente.

- Zaphod - dijo con voz áspera la aparición -, creo que la única razón por la que gasto saliva contigo es que, como estoy muerto, no tengo otra manera de emplearla.

- Vale - repuso Zaphod -. ¿Por qué no me dices cuál es el gran secreto? Ten confianza en mí.

- Zaphod, cuando eras Presidente de la Galaxia sabías, igual que Yooden Vranx antes que tú, que el Presidente no es nada. Un número. Entre las sombras hay otro hombre, un ser, algo, que detenta el poder último. Debes encontrar al hombre, ser o algo... que rige esta Galaxia y, según sospechamos, otras más. Posiblemente, todo el Universo.

- ¿Por qué?

- ¡Por qué! - exclamó sorprendido el espectro -. ¿Por qué? Mira a tu alrededor, muchacho, ¿te parece que el mundo está en muy buenas manos?

- No está mal.

El viejo fantasma le lanzó una mirada colérica.

- No voy a discutir contigo. Te limitarás a llevar la nave, esta nave con Energía de la Improbabilidad, a donde sea necesario. Lo harás. No pienses que puedes escapar a tu destino. El Campo de la Improbabilidad te domina, estás en sus garras. ¿Qué es esto?

El fantasma estaba dando golpecitos a una de las terminales de Eddie, el ordenador de a bordo. Zaphod se lo explicó.

- ¿Qué está haciendo?

- Intenta hacer té - dijo Zaphod con maravillosa moderación.

- Bien, me gusta eso - dijo su bisabuelo que, volviéndose y amonestándole con el dedo, añadió -: Pero no estoy seguro de que seas capaz de tener éxito en tu tarea, Zaphod. Creo que no podrás evitarlo. Sin embargo, estoy muy cansado y llevo mucho tiempo muerto para preocuparme tanto como antes. La razón principal por la que te ayudo ahora es que no podía soportar la idea de que tú y tus actuales amigos anduvierais haraganeando por aquí. ¿Entendido?

- Sí, un montón de gracias.

- Otra cosa, Zaphod.

- Humm..., ¿sí?

- Si alguna vez vuelves a necesitar ayuda...; ya sabes, si te encuentras en un apuro, o necesitas que te echen una mano en una situación difícil...

- ¿Sí?

- No dudes en perderte, por favor.

Por espacio de un segundo, de las manos secas del viejo fantasma brotó un relámpago hacia el ordenador; el espectro desapareció, el puente se llenó de volutas de humo y el Corazón de Oro dio un salto de longitud desconocida entre las dimensiones del tiempo y del espacio.

A diez años luz de distancia, Gag Mediotroncho aumentó la sonrisa en varios grados. Mientras contemplaba la imagen en su pantalla, transmitida mediante el sub-éter desde el puente de la nave vogona, vio cómo se desprendían las últimas capas del escudo protector del Corazón de Oro mientras la nave misma desaparecía en un soplo de humo.

Bien, pensó.

Aquel era el fin de los últimos supervivientes perdidos de la demolición del planeta Tierra, ordenada por él, pensó.

El fin de aquel experimento peligroso (para la profesión de la psiquiatría) y subversivo (también para la profesión de la psiquiatría) que pretendía averiguar la Pregunta de la Cuestión Última de la Vida, del Universo y de Todo lo demás, pensó.

Aquella noche tenía que celebrarlo con sus compañeros, y por la mañana volverían a recibir a sus pacientes infelices, perplejos y altamente rentables, con la plena seguridad de que el Sentido de la Vida quedaba soslayado para siempre, pensó.

- La familia siempre es algo molesta, ¿no es cierto? - dijo Ford a Zaphod cuando el humo empezó a clarear. Hizo una pausa y miró en torno suyo -. ¿Dónde está Zaphod? - preguntó.

Arthur y Trillian miraron alrededor con los ojos en blanco. Estaban pálidos, temblaban y no sabían dónde estaba Zaphod.

- ¿Dónde está Zaphod, Marvin? - preguntó Ford. Un momento después añadió: - ¿Dónde está Marvin?

El rincón del robot estaba vacío.

La nave se encontraba en completo silencio. Pendía en la densa negrura del espacio. De vez en cuando se balanceaba y estremecía. Todos los instrumentos estaban desconectados; todas las pantallas, apagadas. Consultaron al ordenador, que dijo:

- Lamento hallarme temporalmente cerrado a toda comunicación. Mientras, ahí va un poco de música ligera.

Apagaron la música ligera.

Registraron todos los rincones de la nave con alarma y perplejidad crecientes. Todo estaba apagado y silencioso. En ninguna parte había rastro de Zaphod o de Marvin.

Una de las últimas zonas que registraron fue el pequeño espacio donde se encontraba la Nutrimática.

En la rampa de salida del Sintetizador Nutrimático de Bebidas había una bandeja pequeña que sostenía tres tazas de porcelana fina con sus platillos, una jarra de leche también de porcelana, una tetera de plata llena del mejor té que Arthur hubiera probado jamás, y una pequeña nota impresa que decía: «Esperad.»

 

Algunos dicen que Osa Menor Beta es uno de los lugares más sorprendentes del Universo conocido.

Aunque es extraordinariamente rico, tiene un clima tremendamente cálido y está más lleno de gente interesante y maravillosa que pipas tiene una granada, no puede menos de notarse el hecho de que cuando un número reciente de la revista Playbeing publicó un artículo titulado: «Si está cansado de Osa Menor Beta, es que está harto de la vida», el índice de suicidios se cuadruplicó de la noche a la mañana.

No es que haya noche en Osa Menor Beta.

Es un planeta de la zona occidental que por una rareza topográfica, inexplicable y un tanto dudosa, consiste casi por entero en una costa subtropical. Por una extravagancia igualmente sospechosa de la relastática temporal, casi siempre es sábado por la tarde justo antes de que cierren los bares de la playa.

Ninguna explicación adecuada de este hecho han presentado las formas de vida dominantes en Osa Menor Beta, que pasan la mayor parte del tiempo tratando de alcanzar la iluminación espiritual mediante carreras alrededor de las piscinas e invitaciones a investigadores del Consejo de Control Geotemporal de la Galaxia para que «experimenten una estupenda anomalía diurna».

En Osa Menor Beta sólo hay una ciudad, y se la considera ciudad porque hay más piscinas que en cualquier otra parte.

Si uno va a la Ciudad Luz volando - y no existe otra manera porque no hay carreteras ni instalaciones portuarias, y si uno no llega volando no quieren ni verlo por la Ciudad Luz -, comprenderá por qué se llama así. Brilla el sol más que en cualquier otra parte, centellea en las piscinas, resplandece en los blancos bulevares bordeados de palmeras, reluce sobre las manchitas tostadas que pasean por ellos de un lado para otro, y dora las villas, las acolchadas nubes, los bares de la playa, etcétera.

Y brilla de modo especial sobre un edificio, una construcción elevada y bella consistente en dos torres blancas de treinta pisos, comunicadas entre sí por un puente a media altura.

El edificio es el domicilio de un libro, y se construyó en tal lugar por causa de un extraordinario juicio acerca de los derechos de publicación entablado entre los editores del libro y una compañía de cereales para el desayuno.

Se trata de una guía, de un libro de viajes.

Es uno de los libros más notables, y sin duda el de más éxito, que salieron de las grandes compañías editoras de la Osa Menor; más famoso que La vida empieza a los ciento cincuenta años, más vendido que la Teoría de la gran explosión y que Mi opinión personal de Excéntrica Gallumbits (la puta de tres tetas de Eroticón Seis), y más polémico que el último e impresionante título de Oolon Colluphid Todo lo que jamás quiso saber sobre la sexualidad pero se ha visto obligado a descubrir.

(Y en muchas de las civilizaciones más tranquilas del Anillo Exterior de la Galaxia Oriental hace mucho que ha sustituido a la gran Enciclopedia Galáctica como el depósito reconocido de todos los conocimientos y de toda la sabiduría, porque si peca de muchas omisiones y contiene muchos datos de autenticidad dudosa, o al menos groseramente incorrectos, supera a la obra anterior, y más prosaica, en dos aspectos importantes. En primer lugar, es algo más barata, y después tiene en la portada las palabras NO SE ASUSTE impresas con letras grandes y agradables.)

Se trata, por supuesto, de ese compañero inestimable de todos aquellos que quieren ver las maravillas del Universo conocido por menos de treinta dólares altairianos al día: la Guía del autoestopista galáctico.

Si uno se coloca de espaldas al vestíbulo de la entrada principal de las oficinas de la Guía (en el supuesto de que ya haya aterrizado y se haya refrescado con un baño rápido y una ducha) y luego camina hacia el Este, pasará por la sombra frondosa del Bulevar de la Vida, se sorprenderá del pálido color dorado de las playas que se extienden a la izquierda, se asombrará de los patinadores mentales que flotan con indiferencia a sesenta centímetros por encima del agua como si no fuese nada especial, se extrañará y quizá se irritará un poco ante las palmeras gigantes que tararean melodías discordantes durante las horas diurnas, es decir, de manera continua.

Sí después camina uno hasta el final del Bulevar de la Vida, entrará en el distrito comercial de Lalamatine, con nogales y terrazas de cafés a donde van a descansar los ombetanos tras una dura tarde de relajación en la playa. El distrito de Lalamatine es una de las pocas zonas que no gozan de un eterno sábado por la tarde; en cambio, disfruta del fresco perpetuo de las tempranas horas de la noche del sábado. Detrás de él están los clubs nocturnos.

Sí en este día en concreto, o tarde, o primeras horas de la noche, llámese como se quiera, uno se acerca a la terraza del segundo café a la derecha, verá a la multitud habitual de ombetanos charlando y bebiendo, con aspecto de estar muy relajados, y mirando con naturalidad a los relojes de los demás para comprobar lo caros que son.

También verá a un par de autoestopistas muy desaliñados que acaban de llegar de Algol a bordo de un megavión arturiano donde han pasado calamidades durante unos días. Se han asombrado y enfadado al descubrir que allí, a la vista del mismísimo edificio de la Guía del autoestopista galáctico, un simple vaso de zumo de frutas cuesta el equivalente de más de sesenta dólares altairianos.

- Traición - dice amargamente uno de ellos.

Si en ese momento mira uno a la segunda mesa que está junto a ellos, verá sentado a ella a Zaphod Beeblebrox con aspecto muy perplejo y confundido.

La razón de tal confusión es que cinco segundos antes se encontraba sentado en el puente de la nave espacial Corazón de Oro.

- Una absoluta traición - repitió la voz.

Zaphod miró nerviosamente con el rabillo del ojo a los dos autoestopistas sentados a la mesa de al lado. ¿Donde demonios se encontraba? ¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Dónde estaba su nave? Tanteó con la mano el brazo de la silla en que se sentaba y luego la mesa que tenía delante. Parecían bastante sólidas. Estaba muy erguido en su asiento.

- ¿Cómo pueden sentarse a escribir una guía para autoestopistas en un sitio como éste? - prosiguió la voz -. Pero míralo. ¡Fíjate!

Zaphod lo estaba mirando. Bonito lugar, pensó. Pero ¿dónde? ¿Y por qué?

Buscó en el bolsillo sus dos pares de gafas de sol. En el mismo bolsillo encontró un trozo de metal pulido, duro y muy pesado que no pudo identificar. Lo sacó y lo miró. La sorpresa le hizo guiñar los ojos. ¿De dónde lo había sacado? Volvió a guardárselo y se puso las gafas; le molestó descubrir que el objeto de metal había arañado uno de los cristales. Sin embargo, se sintió mucho más cómodo con ellas puestas. Eran dos pares de Gafas de Sol sensibles al Peligro joo janta Supercromáticas 200, especialmente pensadas para que los usuarios adoptaran una actitud tranquila ante el peligro. Al primer indicio de apuro se volvían completamente negras y de ese modo evitaban que el portador viera algo que pudiese alarmarle.

Aparte del arañazo, las gafas estaban claras. Se tranquilizó, pero sólo un poco.

El autoestopista enfadado siguió mirando fijamente a su zumo de frutas monstruosamente caro.

- Lo peor que le ha pasado nunca a la Guía ha sido mudarse a Osa Menor Beta - rezongó -; se han vuelto bobos. ¿Sabes una cosa? Me han dicho que han creado un Universo sintético por vía electrónica en uno de los despachos, de manera que puedan investigar sus cosas durante el día y asistir a fiestas por la noche. Aunque el día y la noche no significan mucho en este sitio.

Osa Menor Beta, pensó Zaphod. Al menos ya sabía dónde estaba. Supuso que se trataba de alguna ocurrencia de su bisabuelo, pero ¿por qué?

Muy a su pesar, una idea le vino a la cabeza. Era muy clara y evidente, y ya alcanzaba a reconocer la esencia de tales ideas. Se resistía a ellas por instinto. Se trataba de los impulsos prescritos en las partes oscuras y cerradas de su mente.

Permaneció inmóvil erguido en la silla, e ignoró furiosamente tal idea. Le importunó. La ignoró. Le importunó. La ignoró. Le importunó. Se rindió.

Qué demonios, pensó, déjate llevar. Estaba demasiado cansado, confuso y hambriento para resistir. Ni siquiera sabía lo que significaba aquel pensamiento.

- ¿Dígame? ¿Sí? Ediciones Megadodo, domicilio de la Guía del autoestopista galáctico, el libro más absolutamente notable de todo el Universo conocido, ¿puedo servirle en algo? - dijo el voluminoso insecto de alas rosadas por uno de los setenta teléfonos instalados a lo largo de la vasta extensión del cromado mostrador de recepción del vestíbulo de las oficinas de la Guía del autoestopista galáctico. Agitó las alas y volvió los ojos. Lanzó una mirada feroz a las mugrientas personas que se apiñaban en el vestíbulo, ensuciando las alfombras y manchando la tapicería con las manos. El insecto adoraba trabajar para la Guía del autoestopista galáctico, y sólo deseaba que hubiera algún medio de mantener alejados a los autoestopistas. ¿No tenían que estar rondando por sucios puertos espaciales o algo así? Estaba seguro de que en alguna parte del libro había leído algo acerca de la importancia de vagar por sucios puertos espaciales. Por desgracia, parecía que la mayoría iba a zascandilear por aquel bonito vestíbulo, limpio y reluciente, inmediatamente después de rondar por puertos espaciales sumamente sucios. Y lo único que hacían era quejarse. Sintió un escalofrío en las alas.

- ¿Cómo? - dijo por el teléfono -. Sí, le he comunicado su recado a mister Zarniwoop, pero me temo que está demasiado ocupado para verle en seguida. Está haciendo un crucero intergaláctico.

Hizo un gesto petulante con un tentáculo a una de aquellas personas mugrientas que trataban airadamente de llamar su atención. El gesto petulante del tentáculo dirigió a la persona enfadada a consultar el aviso que había en la pared de la izquierda, advirtiéndole que no interrumpiera una importante llamada telefónica.

- Sí - dijo el insecto -, está en su despacho, pero está haciendo un crucero intergaláctico. Muchas gracias por llamar.

Colgó bruscamente.

- Lea el aviso - dijo al enfadado visitante que trataba de quejarse de uno de los errores más absurdos y peligrosos contenidos en el libro.

La Guía del autoestopista galáctico es un compañero indispensable para todos aquellos que se sientan inclinados a encontrar un sentido a la vida en un Universo infinitamente confuso y complejo, porque si bien no espera ser útil o instructiva en todos los aspectos, al menos sostiene de manera tranquilizadora que si hay una inexactitud, se trata de un error definitivo. En casos de discrepancias importantes, siempre es la realidad quien se equivoca.

Esa era la esencia del aviso. Decía: «La Guía es definitiva. La realidad es con frecuencia errónea.»

Eso había traído unas consecuencias interesantes. Por ejemplo, cuando se entabló juicio contra los editores de la Guía por las familias de aquellos que habían muerto como resultado de considerar en sentido literal el artículo sobre el planeta Traal (que decía: «Las Voraces Bestias Bugblatter suelen preparar una comida buenísima para los turistas visitantes», en vez de decir: «Las Voraces Bestias Bugblatter suelen preparar una comida buenísima con los turistas visitantes»), los editores sostuvieron que la primera versión de la frase era más agradable desde el punto de vista estético, convocando a un poeta capacitado para que diera testimonio bajo juramento de que la belleza era verdad, evidencia perfecta, con intención de demostrar, por consiguiente, que el culpable en este caso era la Vida misma por no ser ni bella ni verdadera. Los jueces se pusieron de acuerdo y en un discurso emocionante concluyeron que la Vida misma había cometido desacato al tribunal y se la confiscaron a todos los presentes antes de ir a disfrutar de una agradable tarde de golf.

Zaphod Beeblebrox entró en el vestíbulo. A grandes zancadas se dirigió hacia el insecto recepcionista.

- Bueno - dijo -. ¿Dónde está Zarniwoop? Búscame a Zarniwoop.

- ¿Perdón, señor? - dijo el insecto en tono seco. No le gustaba que se dirigieran a él de aquella manera.

- Zarniwoop. Localízalo, ¿eh? Ahora mismo.

- Mire, señor - saltó la frágil criaturita -, si pudiera tomárselo con un poco de calma.

- Escucha - dijo Zaphod -, he venido aquí bien tranquilo, ¿vale? Soy tan asombrosamente frío, que podrías guardar en mi interior un trozo de carne durante un mes. Estoy tan pasado, que no veo más allá de mis narices. Y ahora, ¿quieres moverte antes de que estalle?

- Pues si deja que me explique, señor - dijo el insecto, dando golpecitos con el tentáculo más petulante que tenía a mano -, me temo que en estos momentos sea imposible, porque el señor Zarniwoop está haciendo un crucero intergaláctico.

Demonios, pensó Zaphod.

- ¿Cuándo volverá? - preguntó Zaphod.

- ¿Volver, señor? Está en su despacho.

Zaphod hizo una pausa mientras trataba de apartar de su mente aquella idea particular. No lo consiguió.

- ¿Que ese hortera está haciendo un crucero intergaláctico... en su despacho? - se inclinó hacia delante y agarró el tentáculo que daba golpecitos -. Escucha, tres ojos - dijo -, no intentes pasarte de misterioso, a mí me ocurren cosas más raras que a ti sólo con los cereales que tomo en el desayuno.

- Pero bueno, ¿quién te crees que eres, incauto? - dijo airadamente el insecto, agitando las alas de rabia -. ¿Zaphod Beeblebrox o algo parecido?

- Cuenta mis cabezas - dijo Zaphod en voz baja y áspera.

El insecto lo miró con los ojos entornados. Parpadeó.

- ¿Es usted Zaphod Beeblebrox? - preguntó con voz chillona.

- Sí - dijo Zaphod -, pero no lo pregones en voz alta o todos querrán uno.

- ¿El Zaphod Beeblebrox...?

- No, sólo un Zaphod Beeblebrox; ¿no te han dicho que vienen en cajas de seis?

El insecto se frotó los tentáculos, confuso.

- Pero, señor - protestó -, lo acabo de oír en el diario hablado de la radio sub-éter. Han dicho que usted había muerto...

- Sí, muy bien - dijo Zaphod -, pero aún sigo coleando. Bueno, ¿dónde puedo encontrar a Zarniwoop?

- Pues, señor, su despacho está en el piso decimoquinto, pero...

- Pero está haciendo un crucero intergaláctico, sí, sí; ¿cómo puedo dar con él?

- Los Transportadores Verticales de Personas de la Compañía Cibernética Sirius, recién instalados, están al otro extremo, señor. Pero, señor...

Zaphod ya se marchaba. Se dio la vuelta.

- ¿Sí? - dijo.

- ¿Puedo preguntarle por qué quiere ver a mister Zarniwoop?

- Sí - contestó Zaphod, que sin embargo no tenía clara esa cuestión -, me he dicho a mí mismo que tenía que verle.

- ¿Podría repetirlo, señor?

Zaphod se inclinó hacia delante y adoptó una actitud confidencial.

- Acabo de materializarme de la nada en uno de vuestros cafés - explicó - a consecuencia de una discusión con el espectro de mi bisabuelo. En cuanto llegué aquí, mi antigua personalidad, la que actuaba en mi cerebro, surgió en mi cabeza y me dijo: «Ve a ver a Zarniwoop.» Nunca he oído hablar de ese hortera. Eso es todo lo que sé. Eso, y el hecho de que debo encontrar al hombre que rige el Universo.

Guiñó un ojo.

- Mister Beeblebrox - dijo el insecto, respetuoso y maravillado -, es usted tan fantástico que debería salir en las películas señor.

- Sí - repuso Zaphod, palmeando al bicho en un ala rosada y centelleante -, y tú en la vida real, muchacho.

El insecto hizo una breve pausa para recobrarse de su agitación y luego alargó un tentáculo para coger un teléfono que sonaba.

Una mano metálica lo detuvo.

- Disculpe - dijo el propietario de la mano metálica, con una voz que podría haberle saltado las lágrimas a un insecto de disposición más sentimental.

Este no era uno de esa clase, y no podía soportar a los robots.

- Sí, señor - dijo con brusquedad -. ¿Puedo ayudarle?

- Lo dudo - repuso Marvin.

- Pues en ese caso, si quiere disculparme...

En aquel momento sonaban seis teléfonos. Un millón de cosas esperaban la atención del insecto.

- Nadie puede ayudarme - entonó Marvin.

- Sí, señor, bueno...

- Aunque nadie lo ha intentado, por supuesto.

La mano metálica que sujetaba al insecto cayó inerte al costado de Marvin. Su cabeza se inclinó un poquito hacia delante.

- ¿De veras? - dijo agriamente el insecto.

- A nadie le vale la pena ayudar a un robot doméstico, ¿no es cierto?

- Lo siento, señor, si...

- ¿Qué beneficio se saca ayudando o siendo amable con un robot, que no tiene circuitos de gratitud? A eso me refiero.

- ¿Y usted no tiene ninguno? - preguntó el insecto, que no parecía capaz de sustraerse a la conversación.

- Nunca he tenido ocasión de averiguarlo - le informó Marvin.

- Escucha, miserable montón de hierro mal ajustado...

- ¿No va a preguntarme qué es lo que quiero?

El insecto hizo una pausa. Disparó su larga y delgada lengua, se lamió los ojos y volvió a guardarla.

- ¿Vale la pena? - inquirió.

- ¿Acaso lo vale algo? - repuso Marvin de inmediato.

- ¿Qué... es... lo... que... quiere... usted?

- Estoy buscando a alguien.

- ¿A quién? - siseó el insecto.

- A Zaphod Beeblebrox - dijo Marvin -. Está allí.

El insecto se estremeció de rabia. Apenas podía hablar.

- Entonces, ¿por qué me lo pregunta? - gritó.

- Sólo quería hablar de algo - dijo Marvin.

- iQué!

- Patético, ¿verdad?

Con un chirrido de engranajes, Marvin se dio la vuelta y echó a andar pesadamente. Alcanzó a Zaphod cuando éste llegaba a los ascensores. Zaphod giró en redondo, pasmado.

- ¡Eh...! ¿Marvin? - dijo -. ¡Marvin...! ¿Cómo has llegado hasta aquí?

Marvin se vio obligado a decir algo que le resultaba muy difícil.

- No lo sé - respondió.

- Pero...

- Estaba sentado en tu nave sintiéndome muy deprimido, y en un momento me encontré aquí de pie sintiéndome enteramente desgraciado. El Campo de Improbabilidad, supongo.

- Sí - dijo Zaphod -, me figuro que mi bisabuelo te trajo para hacerme compañía. Un montón de gracias, bisabuelito - añadió entre dientes, y luego continuó en voz alta -: Bueno, ¿y qué tal estás?

- Pues muy bien - contestó Marvin -, si diera la casualidad de que te gustara ser yo, cosa que a mí personalmente no me gusta.

- Claro, claro - dijo Zaphod mientras se abrían las puertas del ascensor.

- Hola - dijo el ascensor con voz dulce -. Soy vuestro ascensor en este viaje y os subiré al piso que elijáis. La Compañía Cibernética Sirius me proyectó para llevaros, visitantes de la Guía del autoestopista galáctico, a estas sus oficinas. Si disfrutáis del viaje, que será rápido y placentero, podréis probar luego algunos de los demás ascensores que se han instalado recientemente en las oficinas del departamento de impuestos galácticos, de los Alimentos infantiles Boobiloo y del Hospital Mental del Estado de Sirius, donde muchos ex directivos de la Compañía Cibernética Sirius estarán encantados de recibir vuestra visita y simpatía, y de escuchar alegres historias del mundo exterior.

- Sí - dijo Zaphod, entrando en el ascensor -. ¿Qué más haces, aparte de hablar?

- Subo o bajo - contestó el ascensor.

- Bien - dijo Zaphod -. Vamos a subir.

- O a bajar - le recordó el ascensor.

- Sí, claro; arriba, por favor.

Hubo un momento de silencio.

- Abajo es muy bonito - sugirió esperanzado el ascensor.

- ¿Ah, sí?

- Mucho.

- Bien - dijo Zaphod -. ¿Querrás subimos ahora?

- ¿Puedo preguntarle - inquirió el ascensor con su voz más dulce y razonable - si ha considerado todas las posibilidades que le ofrece la parte de abajo?

Zaphod golpeó una de sus cabezas contra la pared interior. No necesitaba aquello, pensó; entre todas las cosas, aquello no le hacía falta. El no había pedido que lo llevaran allí. Si en aquel momento le hubieran preguntado dónde preferiría estar, probablemente habría dicho que le gustaría encontrarse en la playa con por lo menos cincuenta mujeres hermosas y un pequeño grupo de especialistas que descubrieran nuevos modos de que las mujeres fueran amables con él, lo que constituía su respuesta habitual. Y es posible que hubiera añadido unas palabras apasionadas sobre el tema de la comida.

Lo que no quería hacer era buscar al hombre que regía el Universo, que se limitaba a realizar un trabajo al que bien podía dedicarse, porque si no lo hacía él, lo haría cualquier otro. Y por encima de todo, no quería estar en un edificio de oficinas discutiendo con un ascensor.

- ¿Cómo cuáles otras posibilidades? - preguntó cansadamente.

- Pues - dijo el ascensor con una voz chorreante como la miel en las galletas - está el sótano, los microarchivos, las instalaciones de calefacción..., hum...

Hizo una pausa.

- Nada especialmente emocionante - advirtió, pero son otras posibilidades.

- ¡Santo Zarquon! - masculló Zaphod -. ¿Es que he pedido un ascensor existencialista?

Empezó a dar puñetazos a la pared.

- ¿Qué le pasa a esta cosa? - preguntó con desprecio.

- No quiere subir - dijo simplemente Marvin -. Creo que tiene miedo.

- ¿Miedo? - gritó Zaphod -. ¿De qué? ¿De la altura? ¿Un ascensor que tiene miedo de la altura?

- No, del futuro - dijo el ascensor con voz apenada.

- ¿Del futuro? - exclamó Zaphod -. ¿Qué pretende esta dichosa cosa, arreglar su jubilación?

En aquel momento estalló un alboroto en el vestíbulo de recepción, a sus espaldas. En torno a ellos, las paredes empezaron a emitir un ruido súbito de mecanismos en acción.

- Todos nosotros podemos ver el futuro - musitó el ascensor con una voz que parecía aterrorizada -; es parte de nuestra programación.

Zaphod miró fuera del vehículo: una multitud inquieta se había reunido en torno a la zona de ascensores, señalando y gritando.

Todos los ascensores del edificio estaban bajando, muy de prisa.

Volvió a meterse.

- Marvin - dijo -. ¿Quieres hacer que suba este ascensor? Tenemos que ver a Zarniwoop.

- ¿Por qué? - preguntó el robot con voz triste.

- No sé - dijo Zaphod -, pero cuando lo encuentre, será mejor que ese hortera tenga una razón muy buena para que yo quiera verlo.

Los ascensores modernos son entes complejos y extraños. Los antiguos montacargas eléctricos de «ocho personas de capacidad máxima» tienen tanta relación con un Alegre Transportador Vertical de Personas de la Compañía Cibernética Sirius, como un paquete de nueces variadas con toda el ala oeste del Hospital Mental del Estado de Sirius.

Y ello porque actúan según el curioso principio de «percepción temporal desenfocada». En otras palabras, tienen la capacidad de ver vagamente el futuro inmediato, lo que permite al ascensor estar en el piso exacto para recoger al usuario incluso antes de que éste sepa que va a necesitarlo, eliminando de esa manera toda la aburrida cháchara, la relajación y las consiguientes amistades nuevas que antiguamente la gente se veía obligada a hacer mientras esperaba el ascensor.

No es de extrañar que muchos ascensores provistos de inteligencia y precognición se sintieran horriblemente frustrados con el absurdo trabajo de subir y bajar una y otra vez, realizaran breves experimentos con la idea de desplazarse de costado como una especie de protesta existencial, exigieran participar en la toma de decisiones, y que, resentidos, les diera por quedarse acurrucados en el sótano.

En la actualidad, un autoestopista depauperado que visite cualquier planeta del sistema estelar de Sirius puede ganar un dinero fácil trabajando como consejero de ascensores neuróticos.

En la planta decimoquinta las puertas del ascensor se abrieron de golpe.

- Quince - dijo el ascensor -. Y recuerde, sólo hago esto porque me gusta su robot.

Zaphod y Marvin salieron rápidamente del vehículo, que al instante cerró sus puertas y bajó tan deprisa como se lo permitía su mecanismo.

Zaphod miró con cautela a su alrededor. El pasillo estaba desierto y silencioso, y no había indicio alguno de dónde podría encontrar a Zarniwoop. Todas las puertas que daban al pasillo estaban cerradas y no tenían identificación alguna.

Se hallaban muy cerca del puente que comunicaba las dos torres del edificio. A través de un amplio ventanal, el brillante sol de Osa Menor Beta lanzaba cuadrados de luz sobre los que danzaban pequeñas partículas de polvo. Revoloteó una sombra y al momento desapareció.

- Dejado en la estacada por un ascensor - masculló Zaphod, que se sentía poco desenvuelto.

Los dos permanecieron inmóviles, mirando en ambas direcciones.

- ¿Sabes una cosa? - dijo Zaphod a Marvin.

- Más de las que puedas imaginarte.

- Estoy absolutamente seguro de que este edificio no debería estremecerse.

No era más que una leve vibración que sentía bajo las suelas de los zapatos... y otra más. Entre los rayos de sol, las partículas de polvo bailoteaban con mayor vigor. Pasó otra sombra. Zaphod miró al suelo.

- O tienen un dispositivo vibratorio - dijo, sin mucha confianza - para tonificar los músculos mientras se trabaja, o...

Se acercó a la ventana y de pronto vaciló, porque en aquel momento sus gafas de sol Sensibles al Peligro Supercromáticas joo janta 200 se volvieron completamente negras. Una sombra grande pasó por la ventana emitiendo un zumbido agudo.

Zaphod se quitó violentamente las gafas y entonces el edificio se estremeció con horrísimo estruendo. Se acercó de un salto a la ventana.

- ¡O están bombardeando el edificio! - concluyó.

Otro rugido sacudió la torre.

- ¿Quién querría en la Galaxia bombardear una empresa editorial? - preguntó Zaphod, que no oyó la respuesta de Marvin porque en aquel momento el edificio retembló bajo los efectos de otro bombardeo. Trató de volver tambaleándose al ascensor: era una maniobra inútil, pero no se le ocurrió otra.

De pronto, al final de un pasillo que salía a la derecha, vislumbró la figura de un hombre. El desconocido le vio.

- ¡Por aquí, Beeblebrox! - gritó.

Zaphod lo miró con desconfianza mientras otra bomba conmovía el inmueble.

- ¡No - gritó Zaphod, a su vez -, Beeblebrox, por aquí! ¿Quién eres?

- ¡Un amigo! - respondió el desconocido. Echó a correr hacia Zaphod.

- ¿Ah, sí? - dijo Zaphod -. ¿Amigo de alguien en particular, o simplemente bien dispuesto hacia la gente en general?

El hombre corrió por el pasillo mientras el suelo se agitaba bajo sus pies como una manta excitada. Era de corta estatura, robusto, curtido por el aire y el sol, y vestía como sí hubiera dado dos veces la vuelta a la Galaxia con la misma ropa.

- ¿Sabes que están bombardeando el edificio? - le preguntó Zaphod al oído cuando el desconocido llegó a su altura.

El recién llegado asintió.

Súbitamente cesó la luz. Al mirar a la ventana para saber por qué, Zaphod jadeó a la vista de una enorme nave espacial en forma de bala y de color gris metálico que surcaba el aire junto al edificio. La siguieron dos más.

- El gobierno del que has desertado ha salido a buscarte, Zaphod - siseó el desconocido -. Han enviado una escuadrilla de Cazas Ranestelares.

- ¡Cazas Ranestelares! - masculló Zaphod -. ¡Por Zarquon!

- ¿Te haces idea?

- ¿Qué son los Cazas Ranestelares? - Zaphod estaba seguro de que había oído a alguien hablar de ellos cuando era Presidente, pero nunca prestó mucha atención a los asuntos oficiales.

El desconocido tiró de él hacia una puerta. Le siguió. Con un zumbido chamuscante, un objeto pequeño, semejante a una araña, pasó por el aire como una bala y desapareció por el corredor.

- ¿Qué era eso? - musitó Zaphod.

- Un robot Explorador Ranestelar de clase A que te buscaba - dijo el desconocido.

- ¿Ah, sí?

- ¡Agáchate!

Por la dirección opuesta venía un objeto negro, más grande y semejante a una araña. Los pasó zumbando.

- ¿Y eso...?

- Un robot Explorador Ranestelar de clase B, que te buscaba.

- ¿Y eso? - preguntó Zaphod cuando pasó un tercero quemando el aire.

- Un robot Explorador Ranestelar de clase C, que te buscaba.

- ¡Vaya! - dijo Zaphod, sonriendo para sus adentros -. Son unos robots bastante estúpidos, ¿no?

Por el puente llegaba un enorme murmullo retumbante. Una forma gigantesca de color negro avanzaba desde la otra torre; tenía las dimensiones y configuración de un tanque.

- ¡Santo fotón! - susurró Zaphod -. ¿Qué es eso?

- Un tanque - dijo el desconocido -. Un robot Explorador Ranestelar de clase D, que viene por ti.

- ¿Nos vamos?

- Me parece lo más conveniente.

- ¡Marvin! - llamó Zaphod.

Marvin se incorporó entre un montón de escombros que había a cierta distancia en el pasillo, y los miró.

- ¿Ves ese robot que viene hacia nosotros?

Marvin contempló el avance de la gigantesca forma negra, que se acercaba hacia ellos por el puente. Bajó la cabeza y miró su pequeño cuerpo de metal. Volvió a mirar al tanque.

- Me imagino que querrás que lo detenga - dijo.

- Sí.

- Mientras vosotros salváis el pellejo.

- Sí - dijo Zaphod -. ¡quédate ahí!

- Entonces, adiós, ya sé el terreno que piso - dijo Marvin. El desconocido tiró del brazo de Zaphod, que le siguió por el pasillo.

A Zaphod se le ocurrió una cosa sobre la marcha. - ¿Adónde vamos?

- Al despacho de Zarniwoop.

- ¿Es éste un momento para acudir a una cita?

- Vamos.

Marvin estaba al final del pasillo del puente. En realidad, no era un robot especialmente pequeño. Su cuerpo plateado espejeaba entre el polvo de los rayos de sol y se estremecía con el continuo bombardeo que seguía soportando el edificio.

Sin embargo, cuando el gigantesco tanque negro se detuvo frente a él, parecía lamentablemente pequeño. El tanque lo examinó con una sonda. La sonda se retiró.

Marvin se mantuvo en su sitio.

- Apártate de mi camino, pequeño robot - gruñó el tanque.

- Me temo que me han dejado aquí para detenerte - dijo Marvin.

La sonda volvió a alargarse y le examinó de nuevo. Se retiró otra vez.

- ¿Tú? ¿Detenerme? - bramó el tanque -. ¡Vamos!

- No, tengo que hacerlo, de veras - dijo simplemente Marvin.

- ¿Con qué estás armado? - rugió el tanque, incrédulo.

- Adivínalo - repuso Marvin.

Los motores del tanque retumbaron, sus engranajes rechinaron. Los relés electrónicos de tamaño molecular albergados profundamente en su microcerebro se sacudieron de consternación hacia delante y hacia atrás.

- ¿Que lo adivine? - dijo el tanque.

Con pasos vacilantes, Zaphod y el aún desconocido recorrieron un pasillo, luego otro y después un tercero. El edificio seguía vibrando y estremeciéndose, lo que tenía perplejo a Zaphod. Si querían volar las torres, ¿por qué tardaban tanto?

Con dificultad, llegaron a una serie de puertas sin identificar, enteramente anónimas, y cargaron contra una de ellas. Se abrió de golpe y cayeron dentro.

Todo este camino, pensó Zaphod, todas estas dificultades, todo este tiempo sin estar en la playa pasándomelo bien, ¿y para qué? Una silla, un escritorio, y un cenicero sucio en un despacho sin decorar. El escritorio, aparte de un poco de polvo danzante y una nueva y revolucionaria especie de clip de papeles, estaba vacío.

- ¿Dónde está Zarniwoop? - preguntó Zaphod, con la impresión de que empezaba a escapársele su ya débil comprensión de toda aquella actividad.

- Está haciendo un crucero intergaláctico - contestó el desconocido.

Zaphod trató de catalogarlo. Era un tipo serio, no el saco de la risa. Probablemente dedicaba buena parte de su tiempo a correr de un lado para otro por pasillos que se alzaban a su paso, rompiendo puertas y haciendo comentarios misteriosos en despachos vacíos.

- Permíteme que me presente - dijo el desconocido -. Me llamo Roosta, y ésta es mi toalla.

- Hola, Roosta - dijo Zaphod -. Hola, toalla - añadió, cuando Roosta le tendió una vieja toalla de flores bastante desagradable. Sin saber qué hacer con ella, la estrechó por una esquina.

Cerca de la ventana, pasó retumbando una de las naves espaciales en forma de bala de color verde metálico.

- Sí, adelante - dijo Marvin a la enorme máquina de batalla -; jamás lo adivinarás.

- Hummm... - dijo la máquina, vibrando por el desacostumbrado ejercicio de pensar -, ¿rayos láser?

Marvin meneó solemnemente la cabeza.

- No - murmuró la máquina con su hondo rugido gutural -. Demasiado evidente. ¿Rayos antimateria? - aventuró.

- Más elemental todavía - le reprendió Marvin.

- ¿Qué me dices de un ariete electrónico?

Eso era nuevo para Marvin.

- ¿Qué es eso? - preguntó.

- Uno de estos - dijo la máquina con entusiasmo.

De su torreta emergió un diente afilado que escupió un mortífero rayo de luz. A espaldas de Marvin, rugió una pared que se derrumbó como un montón de polvo. El polvo se elevó brevemente y luego se asentó.

- No; uno de esos, no - dijo Marvin.

- Buena idea, ¿eh? Bien pensado, ¿verdad?

- Muy bien - convino Marvin.

- Lo sé - afirmó la máquina de guerra, tras considerarlo otro poco -; ¡debes tener uno de esos nuevos Emisores Restructurón Inestable Zenón Jántico!

- Bonitos, ¿verdad? - dijo Marvin.

- ¿Es eso lo que tienes? - preguntó la máquina con apreciable respeto.

- No - contestó Marvin.

- Vaya - dijo la máquina, decepcionada -. Entonces, debe de ser...

- Sigues un razonamiento equivocado - le advirtió Marvin -. No tomas en cuenta un hecho bastante fundamental en las relaciones entre hombres y robots.

- Humm, ya sé; es... - dijo el blindado antes de interrumpirse para volver a pensar.

- Piensa un poco - le urgió Marvin -. Me han dejado a mí, un robot doméstico ordinario, para que te detenga a ti, una gigantesca máquina de guerra para tareas pesadas, mientras ellos salen corriendo para salvarse. ¿Con qué crees que me dejarían?

- Pues, huummm... - murmuró la máquina, alarmada -, supongo que con algo tremendamente devastador.

- ¡Supones! - exclamó Marvin -. Claro, lo supones. ¿Quieres que te diga lo que me han dejado para protegerme?

- Vale, muy bien - dijo el carro de combate, preparándose para la respuesta.

Hubo una pausa peligrosa.

- Nada - dijo Marvin.

- ¿Nada? - bramó el tanque.

- Nada en absoluto - entonó Marvin, desconsolado -. Ni una salchicha electrónica.

La máquina se hinchó de furia.

- ¡Vaya, y además se llevan todos los honores! - rugió. - Nada, ¿eh? ¿Es que no piensan, o qué?

- Y yo con estos dolores horribles en todos los diodos del costado izquierdo - dijo Marvin en voz baja y suave.

- Que te las hace pasar canutas, ¿verdad?

- Sí - convino Marvin con emoción.

- ¡Vaya, eso me pone furioso! - aulló la máquina -. ¡Me parece que voy a aplastar esa pared!

El ariete electrónico lanzó otra llamarada y quitó la pared más próxima a la máquina.

- ¿Cómo crees que me siento yo? - dijo Marvin con amargura.

- Así que se han largado y te han dejado a ti, ¿no es cierto? - tronó la máquina.

- Sí - confirmó Marvin.

- ¡Creo que también les voy a dejar sin su maldito techo! - tronó el tanque.

Quitó el techo del puente.

- Sí - gruñó la máquina, un tanto humillada -. Humm...

- ¡Qué impresionante! - murmuró Marvin.

- Todavía no has visto nada - Prometió la máquina ¡También puedo quitar este suelo, sin problemas!

Quitó también el suelo.

- ¡Caracoles! - bramó la máquina mientras caía a plomo quince pisos y se hacía pedazos en la planta baja.

- ¡Qué máquina tan estúpida y deprimente! - dijo Marvin, y echó a andar pesadamente.

 

- Bueno, ¿nos vamos a quedar aquí sentados, o qué? - dijo Zaphod, enfadado -. ¿Qué es lo que quieren esos tipos de ahí fuera?

- A ti, Beeblebrox - dijo Roosta -. Van a llevarte a la Ranestrella, el mundo más enteramente diabólico de la Galaxia.

- ¿Ah, sí? - repuso Zaphod -. Primero tendrán que venir y cogerme.

- Ya han venido y te han cogido - advirtió Roosta -. Mira por la ventana.

Zaphod miró y quedó boquiabierto.

- ¡El suelo se va! - jadeó. ¿Adónde se llevan el suelo?

- Se están llevando el edificio, estamos volando - le informó Roosta.

Las nubes pasaban velozmente por la ventana del despacho.

Zaphod volvió a ver en el aire el anillo verde oscuro de los Cazas Ranestelares en torno a la torre desarraigada del edificio. Una red de haces de energía irradiaban de ellos y tenían firmemente sujeto el inmueble.

Zaphod meneó las cabezas, perplejo.

- ¿Qué he hecho yo para merecer esto? - se lamentó -. Me meto en un edificio, y se lo llevan.

- No les preocupa lo que has hecho - dijo Roosta -, sino lo que vas a hacer.

- ¿Y yo no tengo nada que decir al respecto?

- Ya lo hiciste, hace años. Será mejor que te agarres, vamos a hacer un viaje rápido y agitado.

- Si alguna vez me encuentro conmigo mismo - dijo Zaphod -, me sacudiré tan fuerte, que no sabré con qué me han golpeado.

Marvin entró pesadamente por la puerta, lanzó a Zaphod una mirada acusadora, se dejó caer en un rincón y se desconectó.

En el puente del Corazón de Oro todo estaba en silencio. Arthur miró al pequeño atril que tenía delante y se puso a meditar. Se cruzó con la mirada inquisitivo de Trillian. Desvió la vista y volvió a mirar al atril.

Por fin lo vio.

Cogió cinco cuadraditos de plástico y los dispuso en el tablero que estaba justo delante de la rejilla.

Los cinco cuadrados tenían las letras E, X, Q, U e I. Los puso junto a las letras S, I, T, O.

- Exquisito - dijo -, y completo tres palabras. Me parece que va a sumar un montón.

La nave se balanceó y algunas letras se desperdigaron por enésima vez.

Trillian suspiró y empezó a colocarlas de nuevo.

Por los pasillos silenciosos resonaban los pasos de Ford Prefect, que acechaba los enormes instrumentos inactivos de la nave.

¿Por qué seguía estremeciéndose la nave?, pensó.

¿Por qué se balanceaba y sacudía?

¿Por qué no podía averiguar dónde estaban? Y sobre todo,

¿dónde estaban?

La torre izquierda de las oficinas de la Guía del autoestopista galáctico surcaba el espacio interestelar a una velocidad jamás igualada, antes o después, por ningún otro edificio de oficinas del Universo.

A media altura de la torre, Zaphod Beeblebrox paseaba colérico por un despacho.

Roosta estaba sentado en el borde del escritorio haciendo unos remiendos rutinarios en la toalla.

- Oye, ¿adonde dijiste que llevaban este edificio? - preguntó Zaphod.

- A la Ranestrella - dijo Roosta -, el lugar más enteramente diabólico del Universo.

- ¿Hay comida aquí? - preguntó Zaphod.

- ¿Comida? ¿Vas a la Ranestrella y te preocupa si hay comida?

- Sin comida quizá no llegue a la Ranestrella.

Por la ventana no podían ver nada, aparte de la luz parpadeante del haz de energía y de vagas manchas grises que presumiblemente eran las formas distorsionadas de los Cazas Ranestelares. A aquella velocidad el espacio mismo era invisible, y desde luego irreal.

- Toma, chupa esto - dijo Roosta, ofreciendo su toalla a Zaphod.

Zaphod lo miró con fijeza, como si esperara que un cuco saliera de un muellecito por su frente.

- Está empapada en sustancias nutritivas - explicó Roosta.

- ¿Es que eres de esos que comen porquerías, o algo así? - inquirió Zaphod.

- Las franjas amarillas son ricas en proteínas, las verdes tienen complejos de vitamina B y C, las florecitas rosas contienen extracto de germen de trigo.

Zaphod la cogió y la miró estupefacto.

- ¿Qué son las manchas marrones? - preguntó.

- Salsa Bar-B-Coa - dijo Roosta -, para cuando me harto de germen de trigo.

Zaphod lo olió con aire de duda.

Con más dudas aún, chupó una esquina. Escupió.

- ¡Uf! - declaró.

- Sí - admitió Roosta -. Cuando tengo que chupar ese extremo, también necesito sorber un poco el otro.

- ¿Por qué? ¿Qué tiene? - inquirió Zaphod, receloso.

- Antidepresivos - dijo Roosta.

- Mira, ya he tenido bastante de esta toalla - dijo Zaphod, devolviéndosela.

Roosta la cogió, bajó del escritorio, lo rodeó, se sentó en el sillón y puso los pies encima de la mesa.

- Beeblebrox - dijo, poniéndose las manos en la nuca -, ¿tienes idea de lo que va a pasarte en la Ranestrella?

- ¿Van a darme de comer? - aventuró Zaphod, esperanzado.

- Van a darte de comer - dijo Roosta - en el Vórtice de la Perspectiva Total.

Zaphod nunca había oído hablar de eso. Creía conocer todas las cosas divertidas de la Galaxia, de manera que supuso que el Vórtice de la Perspectiva Total no era agradable. Preguntó a Roosta qué era.

- No es sino la tortura más cruel que puede soportar un ser consciente - explicó Roosta.

Zaphod asintió resignadamente con las cabezas.

- De modo que no hay comida, ¿eh? - dijo.

- ¡Escucha - exclamó Roosta en tono apremiante -, se puede matar a un hombre, destruir su cuerpo, doblegar su espíritu, pero el Vórtice de la Perspectiva Total puede aniquilar su alma ¡El tratamiento es cuestión de segundos, pero sus efectos duran toda la vida!

- ¿Has tomado alguna vez un detonador gargárico pangaláctico? - preguntó bruscamente Zaphod.

- Eso es aún peor.

- ¡Vaya! - admitió Zaphod, muy impresionado.

- ¿Tienes alguna idea de por qué quieren esos tipos hacerme eso? - añadió un momento después.

- Creen que es la mejor manera de aniquilarte para siempre. Saben lo que te propones.

- ¿Podrías pasarme una nota para que yo lo supiera también?

- Lo sabes, Beeblebrox - dijo Roosta -, lo sabes. Quieres ver al hombre que rige el Universo.

- ¿Sabe guisar? - inquirió Zaphod.

Tras un momento de reflexión, añadió como para sí mismo:

- Lo dudo. Si supiera preparar una buena comida, no se preocuparía del resto del Universo. ¡Quiero ver a un cocinero!

Roosta respiró fuerte.

- De todos modos, ¿qué estás haciendo tú aquí? - preguntó Zaphod -. ¿Qué tiene que ver contigo todo esto?

- Yo soy uno de los que planearon este asunto, junto con Zarniwoop, Yooden Vranx, tu bisabuelo y tú mismo, Beeblebrox.

- ¿Yo?

- Sí, tú. Me dijeron que habías cambiado, pero no me imaginaba cuánto...

- Pero...

- Estoy aquí para cumplir una misión. La llevaré a cabo antes de separarme de ti.

- ¿Qué misión, hombre, de qué estás hablando?

- La cumpliré antes de separarme de ti.

Roosta se sumió en un silencio impenetrable. Zaphod se sentía tremendamente contento.

 

En el segundo planeta del sistema de la Ranestrella, el aire era rancio e insalubre.

El viento húmedo que barría continuamente la superficie, pasaba sobre bancos de sal, marismas secas, marañas de vegetación corrompida y ruinas desmoronadas de ciudades demolidas. Ni rastro de vida se movía por el territorio. El suelo, como el de muchos planetas de esa parte de la Galaxia, hacía tiempo que era desértico.

El aullido del viento era bastante desolado cuando sus ráfagas entraban en las viejas casas destruidas de las ciudades; y más triste aún cuando soplaba por la parte baja de las altas torres negras que oscilaban precariamente en algunos puntos de la superficie de aquel mundo. En la cima de tales torres habitaban colonias de pájaros descarnados, grandes y malolientes; eran los únicos supervivientes de una civilización que antiguamente vivía allí.

Sin embargo, el gemido del viento era más penoso cuando pasaba por un lugar semejante a un grano, situado en medio de una amplia llanura gris en las afueras de la más grande de las ciudades abandonadas.

El sitio semejante a un grano era lo que le había ganado a aquel mundo la fama de ser el lugar más enteramente diabólico de la Galaxia. Desde fuera, era simplemente una cúpula de acero de unos diez metros de diámetro. Desde dentro, era algo mucho más monstruoso de lo que la mente es capaz de imaginar.

A unos cien metros de distancia, y separada por una franja de tierra agujereada, marchita y enteramente yerma, había lo que podría describirse como una especie de pista de aterrizaje. Es decir, en una zona más bien extensa se veían dispersas las ruinas desgarbadas de dos o tres docenas de edificios sobre los que se realizaban aterrizajes de emergencia.

Por encima y en torno de aquellos edificios, revoloteaba una mente, un espíritu que estaba esperando algo.

La mente dirigió su atención al espacio, y al poco tiempo apareció una mancha rodeada de un anillo de manchas más pequeñas.

La mancha grande era la torre izquierda del edificio de oficinas de la Guía del autoestopista galáctico, que descendía por la estratosfera del Mundo Ranestelar B.

Mientras perdía altura, Roosta rompió súbitamente el largo e incómodo silencio que se había alzado entre ambos hombres.

Se puso en pie y guardó la toalla en una bolsa.

- Beeblebrox - dijo -, voy a cumplir la misión para la cual me enviaron.

Zaphod lo miró desde el rincón donde estaba sentado, compartiendo pensamientos silenciosos con Marvin.

- ¿Sí? - dijo.

- Dentro de poco aterrizará el edificio. Cuando salgas, no lo hagas por la puerta; sal por la ventana - le dijo Roosta, y añadió: ¡Buena suerte!

Salió por la puerta y desapareció de la vida de Zaphod de manera tan misteriosa como había entrado en ella.

Zaphod se incorporó de un salto y trató de abrir la puerta, pero Roosta ya la había cerrado. Se encogió de hombros y volvió al rincón.

Dos minutos después, el edificio realizó un aterrizaje de emergencia entre las demás ruinas. La escolta de Cazas Ranestelares desactivó los haces de energía y volvió a elevarse en el aire con rumbo al Mundo Ranestelar A, un sitio definitivamente más agradable. Jamás aterrizaban en el Mundo Ranestelar B. Nadie lo hacía. Nadie andaba nunca por su superficie, salvo las futuras víctimas del Vórtice de la Perspectiva Total.

Zaphod quedó bastante conmocionado por el aterrizaje. Se tumbó durante un rato sobre los escombros silenciosos y polvorientos a que había quedado reducida la mayor parte de la habitación. Pensó que se encontraba en el punto más bajo que había alcanzado en su vida. Se sentía aturdido, solo y despreciado. Finalmente, juzgó que debería enfrentarse con lo que le esperaba.

Examinó la habitación, resquebrajada y derruida. La pared había caído en torno al marco de la puerta, que estaba abierta de par en par. Por un milagro, la ventana estaba cerrada e intacta. Vaciló durante un rato, luego pensó que si su extraño y reciente compañero había pasado por todo lo que había pasado sólo para decirle lo que le había dicho, debía existir una buena razón para ello. Con ayuda de Marvin abrió la ventana. Afuera, la nube de polvo levantada por el aterrizaje y las ruinas de los demás edificios que rodeaban al suyo, impidieron efectivamente que Zaphod viera nada del mundo exterior.

No es que aquello le inquietara excesivamente. Su preocupación fundamental era lo que vio al mirar hacia abajo. El despacho de Zarniwoop estaba en el piso quince. El edificio había aterrizado con una inclinación de cuarenta y cinco grados, pero de todos modos la idea del descenso quitaba el aliento.

Por fin, acuciado por la continua serie de miradas desdeñosas que Marvin parecía lanzarle, respiró hondo y gateó por el costado del edificio, bastante empinado. Marvin le siguió, y juntos empezaron a bajar reptando, lenta y penosamente, los quince pisos que los separaban del suelo.

Al arrastrarse, el polvo y el aire húmedo le sofocaban los pulmones; le escocían los ojos y la aterradora distancia hasta abajo hacía que las cabezas le dieran vueltas.

Los ocasionales comentarios de Marvin del tipo de: «¿Es ésta la clase de cosas que os gustan a las formas vivientes? Lo pregunto sólo para saberlo», hacían poco por mejorar su estado de ánimo.

Hacia la mitad de la bajada del edificio resquebrajado hicieron una pausa para descansar. Mientras permanecía allí tumbado, jadeando de miedo y agotamiento, pensó Zaphod que Marvin parecía una pizca más alegre que de costumbre. Luego se dio cuenta de que no era así. El robot sólo parecía animado en comparación con su propio estado de ánimo.

Un pájaro negro, grande y huesudo, apareció aleteando entre las nubes de polvo que iban asentándose lentamente, y, estirando las patas larguiruchas, se posó en el saliente de una ventana inclinada, a un par de metros de Zaphod. Recogió las desgarbadas alas y se tambaleó torpemente en su percha.

Sus alas debían tener una envergadura de unos dos metros, y su cabeza y cuello parecían curiosamente alargados para un ave. Tenía la cara plana, el pico sin desarrollar y, hacia la mitad de la parte interior de las alas, se veían claramente los vestigios de algo parecido a una mano.

En realidad, tenía un aspecto casi humano.

Dirigió a Zaphod sus ojos tristes e hizo sonar el pico de forma esporádica.

- Lárgate - dijo Zaphod.

- Vale - murmuró el pájaro de mal talante, remontando de nuevo el vuelo entre el polvo.

Zaphod le vio marcharse, estupefacto.

- ¿Acaba de hablarme ese pájaro? - preguntó nerviosamente a Marvin. Estaba perfectamente preparado para creer la explicación alternativa: que en realidad tenía alucinaciones.

- Sí - confirmó Marvin.

- Pobrecitos - dijo al oído de Zaphod una voz etérea y profunda.

Al volverse bruscamente para buscar el origen de la voz, Zaphod estuvo a punto de caerse del edificio. Se agarró furiosamente al saliente de una ventana y se cortó la mano. Siguió agarrado, jadeando pesadamente.

La voz no tenía origen alguno; allí no había nadie. Sin embargo, volvió a hablar.

- Tienen una historia trágica, ¿sabes? Una desgracia terrible.

Zaphod miró desatinadamente a todos lados. La voz era profunda y tranquila. En otras circunstancias la habría descrito como tranquilizadora. Sin embargo, no hay nada tranquilizador en que le hable a uno una voz sin cuerpo, en especial cuando uno no está, como Zaphod Beeblebrox, en su mejor momento y agarrado a un saliente del octavo piso de un edificio estrellado.

- Eh, hummm... - tartamudeó.

- ¿Quieres que te cuente su historia? - preguntó la voz en tono sosegado.

- Oye, ¿quién eres? - jadeó Zaphod -. ¿Dónde estás?

- Tal vez después, entonces - murmuró la voz -. Me llamo Gargrabar. Soy el Guardián del Vórtice de la Perspectiva Total.

- ¿Por qué no puedo ver...?

- Encontrarás mucho más fácil el descenso del edificio - dijo la voz, elevándose, si te desplazas unos dos metros a tu izquierda. ¿Por qué no lo intentas?

Zaphod miró y vio una serie de breves ranuras horizontales que iban hasta el suelo a todo lo largo del costado del edificio.

Agradecido, se dirigió hacia ellas.

- ¿Por qué no volvemos a vernos abajo? - le dijo la voz al oído, y desapareció en cuanto terminó de hablar.

- ¡Eh! - llamó Zaphod -. ¿Dónde estás...?

- Sólo tardarás un par de minutos... - dijo la voz, que se oyó muy débil.

- Marvin - dijo Zaphod gravemente al robot, que iba en cuclillas y abatido a su lado -, ¿acaba... una... voz... de...?

- Sí - replicó secamente Marvin.

Zaphod asintió con las cabezas. Volvió a sacar sus gafas de sol Sensibles al Peligro. Estaban completamente negras y ya muy arañadas por el inesperado objeto de metal que guardaba en el bolsillo. Se las puso. Bajaría el edificio con mayor comodidad si no tenía que mirar lo que estaba haciendo.

Minutos después apareció entre los resquebrajados y deformados cimientos del edificio; se quitó las gafas de nuevo y saltó al suelo.

Marvin se reunió con él un momento después y quedó tumbado de cara al polvo y a los escombros, posición que no parecía inclinado a abandonar.

- Ah, estás ahí - dijo de pronto la voz, al oído de Zaphod -. Disculpa por haberte dejado así, es que tengo mala cabeza para las alturas - y añadió, añorante -: Al menos tenía mala cabeza para las alturas.

Zaphod miró alrededor lenta y cuidadosamente, sólo para ver si se le había escapado algo que pudiera ser el origen de la voz. Pero todo lo que vio fue polvo, escombros y las altas ruinas de los edificios circundantes.

- Oye, humm, ¿por qué no puedo verte? - preguntó -. ¿Por qué no estás aquí?

- Estoy aquí - dijo la voz, despacio -. Mi cuerpo quería venir, pero está algo ocupado en este momento. Cosas que hacer, gente que ver. - Tras de lo que pareció ser una especie de suspiro etéreo, añadió -: Ya sabes lo que pasa con los cuerpos.

Zaphod no estaba seguro.

Creía que sí.

- Sólo espero que haga una cura de reposo - prosiguió la voz -. Por la vida que lleva últimamente, debe estar en las primeras.

- ¿En las primeras? - dijo Zaphod -. ¿No querrás decir en las últimas?

La voz no dijo nada durante un rato. Zaphod miró intranquilo a su alrededor. No sabía si se había marchado, si aún estaba allí o qué estaba haciendo. Luego, la voz volvió a hablar.

- De modo que tú eres el que hay que meter en el Vórtice, ¿no?

- Pues, humm - dijo Zaphod en una tentativa muy pobre por parecer indiferente -, eso no tiene prisa, ¿sabes? Podía dar un paseo por aquí y contemplar el paisaje, ¿te parece?

- ¿Has echado una mirada al paisaje? - le preguntó la voz de Gargrabar.

- Pues no.

Zaphod subió a un montón de escombros y dio la vuelta a la esquina de uno de los edificios en ruinas que le impedían la visión.

Miró el paisaje del Mundo Ranestelar B.

- Bueno, vale - dijo -. Entonces sólo daré un paseo por aquí.

- No - dijo Gargrabar -, el Vórtice te está esperando. Debes venir. Sígueme.

- ¿Ah, sí? - dijo Zaphod -. ¿Y cómo lo haré?

- Yo murmuraré - dijo Gargrabar -. Sigue el murmullo.

Un sonido suave y lastimero vagó por el aire; un susurro triste que parecía carecer de centro. Sólo si escuchaba con mucha atención podía Zaphod detectar la dirección de donde venía. Despacio, aturdido, lo siguió tambaleándose. ¿Qué otra cosa podía hacer?

El Universo, como ya hemos observado antes, es un lugar inabarcablemente grande, hecho que la mayoría de la gente tiende a ignorar en beneficio de una vida tranquila.

Mucha gente se mudaría contenta a otro sitio bastante más pequeño de su propia invención, cosa que realmente hace la mayoría de los individuos.

Por ejemplo, en un rincón del extremo oriental de la Galaxia está el planeta Oglarún, un enorme bosque cuya población «inteligente» vive siempre en un nogal bastante pequeño y lleno hasta los topes. En ese árbol nacen, viven, se enamoran, tallan en la corteza diminutos artículos especulativos sobre el sentido de la vida, la inutilidad de la muerte y la importancia del control de natalidad, libran unas cuantas guerras sumamente insignificantes y al fin mueren atados a la parte oculta de las ramas exteriores menos accesibles.

En realidad, los únicos oglarunianos que salen del árbol son aquellos expulsados por el nefando delito de preguntarse si existe otro árbol que contenga algo más que las ilusiones producidas por comer demasiadas oglanueces.

Por extraña que pueda parecer dicha conducta, en la Galaxia no existen formas de vida que no sean en cierto modo culpables de lo mismo, y por eso es tan terrible el Vórtice de la Perspectiva Total.

Porque cuando introducen a alguien en el Vórtice, le ofrecen un atisbo momentáneo de toda la inimaginable infinitud de la creación, y en alguna parte de ella hay una notita diminuta, una mancha microscópica sobre una mancha microscópica, que dice: «Estás aquí.»

La gran llanura gris se extendía ante Zaphod: en ruinas, destrozada. El viento la azotaba con violencia.

En medio se veía el grano acerado de la cúpula. Allí era adonde iba, pensó Zaphod. Aquello era el Vórtice de la Perspectiva Total.

Mientras estaba mirándola con aire sombrío, súbitamente salió de ella un aullido inhumano de terror, como de un hombre a quien separasen a fuego el alma del cuerpo. El grito se elevó por encima del viento y fue apagándose.

Zaphod sintió un sobresalto de miedo y le pareció que la sangre se le hacía helio líquido.

- ¡Eh! ¿Qué ha sido eso? - masculló sordamente.

- Una grabación del último que metieron en el Vórtice - explicó Gargrabar -. Siempre se le pone a la víctima siguiente. Es una especie de preludio.

- Pues sonaba francamente mal... - tartamudeó Zaphod -. ¿No podríamos largarnos un rato a una fiesta o algo así, para pensarlo?

- Por lo que me figuro - dijo la voz etérea de Gargrabar - es posible que yo esté en una. Es decir, mi cuerpo. Va a muchas fiestas sin mí. Dice que lo único que hago es estorbar. Ya ves.

- ¿Qué es todo eso de tu cuerpo? - preguntó Zaphod - deseoso de aplazar lo que fuese a ocurrirle.

- Pues se trata... de que está muy ocupado, ¿sabes? - contestó Gargrabar, titubeando.

- ¿Quieres decir que tiene una mente propia? - dijo Zaphod.

Hubo un silencio largo y un tanto glacial.

- Tengo que decir - repuso al fin Gargrabar - que esa observación me parece de muy mal gusto.

Zaphod masculló una disculpa confusa y avergonzada.

- No importa - dijo Gargrabar -, no tenías por qué saberlo.

La voz revoloteó insatisfecha.

- Lo cierto es - prosiguió en un tono que sugería que intentaba dominarla con todas sus fuerzas -, lo cierto es que en estos momentos pasamos por un período de separación legal. Sospecho que terminará en divorcio.

La voz volvió a apagarse, y Zaphod quedó sin saber qué decir. Emitió un murmullo confuso.

- Creo que no estamos hechos el uno para el otro - continuó al cabo Gargrabar -; nunca hemos sido felices haciendo las mismas cosas. Siempre hemos tenido unas discusiones formidables sobre la pesca y la sexualidad. Al fin tratamos de combinar las dos cosas, pero como puedes imaginarte, no fue más que un desastre. Y ahora mi cuerpo se niega a dejarme entrar. Ni siquiera quiere verme...

Volvió a hacer otra pausa dramática. El viento azotaba la llanura.

- Dice que sólo le produzco inhibiciones. Le señalé que yo sólo quería habitarlo, y contestó que eso era exactamente la clase de observación sabihonda que le sale a un cuerpo por la aleta izquierda de la nariz, de modo que lo dejamos. Probablemente le concederán la custodia de mi nombre.

- Vaya... - dijo Zaphod, débilmente -; ¿y cuál es?

- Pispote - dijo la voz -. Me llamo Pispote Gargrabar. Lo dice todo, ¿no es cierto?

- Hummm... - dijo Zaphod en tono comprensivo.

- Y por eso es por lo que, al ser una mente sin cuerpo, me han encomendado el trabajo de Guardián del Vórtice de la Perspectiva Total. Nadie pisará nunca el suelo de este planeta. Salvo las víctimas del Vórtice, que en realidad no cuentan, según me temo.

- Ah...

- Te contaré la historia. ¿Te gustaría oírla?

- Pues...

- Hace muchos años, éste era un planeta próspero y feliz; era un mundo normal en el que había gente, ciudades y tiendas. Pero en las calles elegantes de las ciudades había más zapaterías de las estrictamente necesarias. Y poco a poco, de manera insidiosa, fue aumentando el número de tales comercios. Es un fenómeno económico bien conocido pero trágico de ver en la práctica, porque cuantas más zapaterías había, más zapatos tenían que fabricar y más incómodos de llevar resultaban. Y cuanto más se gastaban, más calzado compraba la gente y más tiendas proliferaban, hasta que toda la economía del planeta traspasó lo que, según creo, se denomina Horizonte de la Competencia de Zapatos, y ya no fue económicamente posible fabricar algo que no fuesen zapatos. Consecuencia: fracaso, ruina y hambre. Murió la mayor parte de la población. Los pocos que tenían el tipo adecuado de inestabilidad genética se transformaron en pájaros, de los que ya has visto algunos, que maldijeron sus pies, renegaron del suelo y juraron no volver a pisarlo. Pobrecillos. Pero, vamos, tengo que conducirte al Vórtice.

Zaphod meneó estupefacto una cabeza y avanzó tambaleante por la llanura.

- Y tú procedes de este agujero repugnante, ¿verdad? - preguntó.

- No, no - contestó Gargrabar, desconcertado -. Soy del Mundo Ranestelar C. Un sitio precioso. Con una pesca fantástica. Al atardecer, revoloteo hacia allá. Aunque lo único que puedo hacer ahora es mirar. El Vórtice de la Perspectiva Total es lo único que tiene alguna función en este planeta. Se construyó aquí porque nadie lo quería tener a la puerta de casa.

En aquel momento, otro grito deprimente rasgó el aire y Zaphod se estremeció.

- ¿Qué daño puede hacer eso a un individuo? - masculló.

- El Universo - dijo simplemente Gargrabar -, todo el Universo infinito. Los soles infinitos, las distancias infinitas que los separan, mientras que tú eres un punto invisible dentro de un punto invisible, infinitamente pequeño.

- Pero, hombre, ¿sabes que soy Zaphod Beeblebrox? - murmuró Zaphod, tratando de airear los últimos restos de su amor propio.

Gargrabar no replicó, limitándose a proseguir su lúgubre murmullo hasta que llegaron a la descolorida cúpula de acero en medio de la llanura.

Cuando llegaron, se abrió a un costado una puerta susurrante, revelando una pequeña cámara en sombras.

- Entra - dijo Gargrabar.

Zaphod sintió un sobresalto de terror.

- Pero, cómo, ¿ahora? - dijo.

- Ahora.

Zaphod atisbó nervioso al interior. La cámara era muy pequeña. Estaba forrada de acero y apenas tenía espacio para más de una persona.

- Pues... humm..., no me parece ninguna clase de Vórtice - dijo Zaphod.

- No lo es; es el ascensor - informó Gargrabar -. Entra.

Con ansiedad infinita, Zaphod entró. Era consciente de que Gargrabar estaba con él en el vehículo, aunque el hombre sin cuerpo no hablaba.

El ascensor empezó a bajar.

- Tengo que ponerme en el estado de ánimo apropiado para esto - murmuró Zaphod.

- No existe estado de ánimo apropiado - dijo severamente Gargrabar.

- Verdaderamente, sabes cómo hacer que un individuo se sienta mal.

- Yo no. Es el Vórtice.

Al final del pozo, se abrió la parte de atrás del ascensor y Zaphod se encontró en una cámara más bien pequeña, funcional y forrada de acero.

En un extremo se levantaba un cajón de acero colocado en sentido vertical, con el tamaño suficiente para que un hombre cupiera de pie.

Era así de sencillo.

Estaba conectado a un pequeño montón de elementos y de instrumentos mediante un cable grueso.

- ¿Es esto? - preguntó Zaphod, sorprendido.

- Eso es.

No tiene tan mal aspecto, pensó Zaphod.

- ¿Y tengo que entrar ahí? - preguntó Zaphod.

- Tienes que entrar ahí - confirmó Gargrabar -. Y me temo que debes hacerlo ahora mismo.

- Vale, vale - dijo Zaphod.

Abrió la puerta del cajón y entró.

Una vez dentro, esperó.

Al cabo de cinco segundos hubo un ruidito y todo el Universo estaba con él en el cajón.

El Vórtice de la Perspectiva Total obtiene la imagen de la totalidad del Universo mediante el principio de análisis de la extrapolación de la materia.

En otras palabras, como toda partícula de materia del Universo recibe cierta influencia de los demás fragmentos de materia del Universo, en teoría es posible extrapolar el conjunto de la creación: todos los soles, todos los planetas, sus órbitas, su composición, su economía y su historia social de, digamos, una pequeña porción de tarta.

El inventor del Vórtice de la Perspectiva Total ideó la máquina con la intención fundamental de molestar a su mujer.

Trin Trágula, que así se llamaba, era un soñador, un pensador, un filósofo especulativo o, tal como le definía su mujer, un idiota.

Su esposa le importunaba de continuo por la cantidad de tiempo absolutamente disparatada que dedicaba a mirar las estrellas, a meditar sobre el mecanismo de los imperdibles o a realizar análisis espectrográficos de porciones de tarta.

- ¡Ten un poco de sentido de la proporción! - solía decirle, en ocasiones con una frecuencia de treinta y ocho veces al día.

Y por eso construyó el Vórtice de la Perspectiva Total, para darle una lección.

En un extremo conectó toda la realidad extrapolada de una porción de tarta, y en el otro conectó a su mujer. De manera que, cuando lo puso en funcionamiento, su mujer vio en un instante toda la creación infinita y a ella misma en relación con el Universo.

Para horror de Trin Trágula, la conmoción aniquiló totalmente el cerebro de su mujer; pero para su satisfacción, comprobó que había demostrado de manera concluyente que si la vida existe en un Universo de tales dimensiones, en ella no puede caber el sentido de la proporción.

La puerta del Vórtice se abrió de par en par.

Con su mente desprovista de cuerpo, Gargrabar observaba sombríamente. En cierta extraña manera, Zaphod le había gustado bastante. Estaba claro que se trataba de un hombre de cualidades, aunque en su mayor parte fueran malas.

Esperaba que se desplomase al salir del cajón, como solían hacer todos.

Sin embargo, salió andando.

- ¡Qué hay! - dijo.

- ¡Beeblebrox...! - jadeó estupefacta la mente de Gargrabar.

¿Podría beber algo, por favor? - preguntó Zaphod.

- Tú..., tú..., ¿has estado en el Vórtice? - tartamudeó Gargrabar.

- Ya me has visto, muchacho.

- ¿Y funcionaba?

- Claro que sí.

- ¿Y has visto toda la creación infinita?

- Pues claro. ¿Sabes que es verdaderamente muy bonita?

La mente de Gargrabar daba vueltas de asombro. Si le hubiera acompañado su cuerpo, se habría sentado pesadamente con la boca abierta.

- ¿Y te has visto en relación con ella? - inquirió Gargrabar.

- Ah, sí, sí.

- Pero... ¿qué has experimentado?

Zaphod se encogió de hombros con aire de presunción.

- No me ha dicho cosas que no supiera de siempre. Soy un tipo verdaderamente magnífico y formidable. ¿Es que no te he dicho, hombre, que soy Zaphod Beeblebrox?

Su mirada recorrió las máquinas que suministraban energía al Vórtice y se detuvo de repente, pasmada.

Respiró fuerte.

- Oye - dijo -, ¿es esto una verdadera porción de tarta?

Se precipitó sobre el pequeño trozo de pastel y lo apartó de los sensores que lo rodeaban.

- Si te contara cuánto lo necesito - dijo hambriento -, no tendría tiempo de comérmelo.

Se lo comió.

Poco tiempo después corría por la llanura en dirección a la ciudad en ruinas.

El aire húmedo le hacía resollar con dificultad, y daba frecuentes tropezones por el agotamiento que aún sentía. Empezaba a caer la noche, y el áspero terreno era traicionero.

Pero todavía le inundaba el júbilo de su reciente experiencia. Todo el Universo. Había visto cómo el Universo entero se extendía hasta el infinito delante de él: todo lo existente. Y la visión le reveló el nítido y extraordinario conocimiento de que él era lo más importante de su contenido. El tener una personalidad engreída es una cosa. Y que lo dijera una máquina es otra.

No tuvo tiempo de meditar sobre ello.

Gargrabar le había dicho que tenía que poner lo sucedido en conocimiento de sus jefes, pero que estaba dispuesto a dejar pasar un tiempo razonable antes de hacerlo. El suficiente para dar oportunidad a Zaphod de encontrar un sitio donde ocultarse.

No tenía idea de lo que iba a hacer, pero el saber que era la persona más importante del Universo le daba confianza para creer que encontraría algo.

En aquel planeta marchito no había más razones para sentirse optimista.

Siguió corriendo y pronto llegó a las afueras de la ciudad abandonada.

Avanzó por carreteras llenas de socavones y salpicada de largos hierbajos, con hoyos repletos de zapatos podridos. Los edificios por los que pasaba estaban tan desmoronados y decrépitos, que consideró poco seguro entrar en alguno. ¿Donde podría esconderse? Siguió de prisa.

Al cabo del rato, los restos de una ancha carretera general arrancaban de la que él recorría, y a su extremo había un edificio bajo rodeado de otros más pequeños y variados, cercados todos por las ruinas de una valla circular. El edificio principal parecía medianamente sólido, y Zaphod se desvió para ver si podía proporcionarle..., bueno, nada.

Se acercó al edificio. A un costado, que parecía ser la entrada principal pues tenía delante una gran zona de cemento, había tres puertas gigantescas de unos veinte metros de altura. Estaba abierta la del extremo, y hacia ella corrió Zaphod.

Dentro todo era confusión, polvo y tinieblas. Enormes telas de araña lo cubrían todo. Parte de la infraestructura del edificio estaba derruida, había un boquete en la pared trasera y centímetros de polvo, denso y asfixiante, cubrían el suelo.

Entre las sombras espesas se vislumbraban formas vagas, cubiertas de escombros.

Unas formas eran cilíndricas, otras bulbosas y otras parecían huevos; más precisamente, huevos rotos. La mayoría estaban abiertas o desgarradas, otras eran simples esqueletos.

Todas eran astronaves, abandonadas.

Zaphod avanzó, frustrado, entre aquellos armatostes. Nada había que pudiera ser remotamente útil. Hasta la simple vibración de sus pasos causaba que los precarios restos se desmoronaran más sobre sí mismos.

Hacia la parte de atrás del edificio yacía una vieja nave, algo mayor que las demás y enterrada bajo más espesos montones de polvo y de telas de araña. Sin embargo, sus contornos parecían intactos. Zaphod se acercó a ella con interés, y en el camino tropezó con un cable.

Trató de apartarlo y descubrió con sorpresa que seguía conectado a la nave.

Para su entera satisfacción, oyó que el cable emitía un murmullo ligero.

Incrédulo, miró fijamente a la nave y luego al cable que tenía entre las manos.

Se quitó la chaqueta y la tiró a un lado. Se puso a gatas y empezó a seguir el cable hasta el punto donde se juntaba con la nave. La conexión era firme y la leve vibración del murmullo se hacía más nítida.

Su corazón latía deprisa. Limpió unos tiznones y aplicó una oreja al costado de la nave. Sólo oyó un ruido débil e indeterminado.

Revolvió febrilmente los escombros que ocultaban el suelo y encontró un trozo de tubo y una taza de plástico no biodegradable. Con ello fabricó una especie de estetoscopio rudimentario y lo colocó contra el costado de la nave.

Lo que oyó le trastornó las cabezas.

La voz dijo:

- Las Líneas de Cruceros Interestelares piden disculpas a los viajeros por el continuo retraso de este vuelo. En estos momentos esperamos que embarquen nuestra dotación de servilletas de papel empapadas en limón, para su comodidad, refrescamiento e higiene durante el viaje. Entretanto, les agradecemos su paciencia. La tripulación volverá a servir en breve café y galletas.

Zaphod dio unos pasos vacilantes hacia atrás, mirando perplejo a la nave.

Paseó durante unos minutos, aturdido. De pronto vio un gigantesco cartel de salidas que aún colgaba del techo, de un solo soporte. Estaba cubierto de mugre, pero todavía se distinguían algunos números.

Los ojos de Zaphod buscaron entre las cifras y luego hizo unos cálculos rápidos. Sus ojos se abrieron como platos.

- Novecientos años... - jadeó para sí. Era el retraso que llevaba la nave.

Dos minutos después subía a bordo.

Al salir de la esclusa neumática, sintió un aire fresco y sano: aún funcionaba el aire acondicionado.

Las luces seguían encendidas.

De la pequeña cámara de entrada salió a un pasillo corto y estrecho que empezó a recorrer con nerviosismo.

De repente se abrió una puerta y una figura se plantó frente a él.

- Por favor, señor, vuelva a su asiento - le dijo la azafata androide, que le dio la espalda y echó a andar por el pasillo, delante de él.

Cuando su corazón empezó a latir de nuevo, la siguió. La azafata abrió una puerta al final del pasillo y pasó por ella.

Zaphod entró después.

Estaban en el compartimiento de pasajeros y el corazón de Zaphod volvió a pararse por un momento.

En cada asiento había un pasajero, con el cinturón abrochado.

Los viajeros tenían el cabello largo y despeinado y las uñas largas. Los hombres llevaban barba.

Saltaba a la vista que todos estaban vivos, pero dormidos.

Zaphod sintió que le atenazaba el terror.

Avanzó por el pasillo como en un sueño. Cuando llegó a la mitad, la azafata ya había llegado al final. Se volvió y habló:

- Buenas tardes, señoras y caballeros - dijo con voz dulce -. Gracias por soportar con nosotros este pequeño retraso. Despegaremos en cuanto nos sea posible. Si gustan despertarse, les serviré café y galletas.

Hubo un murmullo leve.

En aquel momento, todos los pasajeros despertaron.

Lo hicieron gritando y tirando de los cinturones y de los dispositivos de mantenimiento vital que los tenían firmemente sujetos a las butacas. Gritaron, chillaron y aullaron hasta que Zaphod pensó que le iban a reventar los oídos.

Forcejearon y se retorcieron mientras la azafata avanzaba con paciencia por el pasillo colocando frente a cada uno una tacita de café y un paquete de galletas.

Entonces, uno de ellos se levantó del asiento. Se volvió y miró a Zaphod.

A Zaphod se le erizó la piel por entero, como si tratara de desprenderse de su cuerpo. Se dio la vuelta y salió a escape de aquella jaula de grillos.

Se precipitó por la puerta y llegó al pasillo de antes.

El hombre lo persiguió.

Corrió frenéticamente hasta el final del pasillo y rebasó la cámara de entrada. Llegó al compartimiento de pilotaje, cerró la puerta de golpe y la aseguró. Se apoyó contra ella, jadeando.

Al cabo de unos segundos, una mano empezó a golpear la puerta.

Desde algún sitio del compartimiento de pilotaje, una voz metálica se dirigió a él.

- No se permite la entrada de pasajeros al compartimiento de pilotaje. Por favor, vuelva a su asiento y espere a que despegue la nave. Están sirviendo café y galletas. Le habla el piloto automático. Vuelva a su butaca, por favor.

Zaphod no dijo nada. Respiraba con dificultad; a sus espaldas, la mano seguía llamando a la puerta.

- Vuelva a su asiento, por favor - repitió el piloto automático -. No se permite la entrada de pasajeros al compartimiento de pilotaje.

- Yo no soy un pasajero - jadeó Zaphod.

- Vuelva a su butaca, por favor.

- ¡Yo no soy un pasajero! - repitió Zaphod, gritando.

- Vuelva a su asiento, por favor.

- Yo no soy un... Oye, ¿puedes oírme?

- Vuelva a su butaca, por favor.

- ¿Eres el piloto automático? - preguntó Zaphod.

- Sí - dijo la voz desde el cuadro de mandos.

- ¿Estás al cargo de esta nave?

- Sí - volvió a decir la voz -; ha habido un retraso. Para su comodidad y conveniencia, se mantiene temporalmente a los pasajeros en animación suspendida. Cada año se sirve café y galletas, tras de lo cual se vuelve a los pasajeros a la animación suspendida para que prosiga su comodidad y conveniencia. Se efectuará el despegue cuando se haya completado el avituallamiento de la nave. Pedimos disculpas por el retraso.

Zaphod se retiró de la puerta, que ya habían dejado de golpear. Se acercó al cuadro de mandos.

- ¿Retraso? - gritó. - ¿Has visto el mundo en que está la nave? Es un yermo, un desierto. Su civilización ha perecido. ¡De ninguna parte traen servilletas de papel empapadas en limón, hombre!

- Existen probabilidades estadísticas - prosiguió el piloto, automático en tono severo - de que surjan otras civilizaciones. Algún día habrá servilletas de papel empapadas en limón. Hasta entonces tendremos un breve retraso. Vuelva a su asiento, por favor.

- Pero...

Pero en aquel momento se abrió la puerta. Zaphod dio media vuelta y delante de él vio al hombre que le había perseguido. Llevaba una cartera grande. Vestía con elegancia y llevaba el cabello corto. No tenía barba ni las uñas largas.

- Zaphod Beeblebrox - dijo -, soy Zarniwoop. Creo que querías verme.

Zaphod Beeblebrox se quedó atónito. De sus bocas salieron palabras inconexas. Se derrumbó en una silla.

- Vaya, hombre, vaya. ¿De dónde sales? - preguntó.

- Te he estado esperando aquí - dijo Zarniwoop con indiferencia.

Dejó la cartera en el suelo y se sentó en otra silla.

- Me alegro de que hayas seguido las instrucciones - prosiguió -. Estaba un poco nervioso por si salías de mi despacho por la puerta en vez de por la ventana. Entonces habrías tenido problemas.

Zaphod lo miró, meneó las cabezas y farfulló algo.

- Cuando entraste por la puerta de mi despacho, te introdujiste en mi Universo sintetizado por medios electrónicos - le explicó; de haber salido por la puerta, habrías vuelto al Universo real. El artificial funciona desde aquí.

Con aire relamido, dio unos golpecitos a la cartera.

Zaphod le lanzó una mirada de odio y rencor.

- ¿Qué diferencia hay? - murmuró.

- Ninguna - dijo Zarniwoop -; son idénticos. Pero creo que en el Universo real los Cazas Ranestelares son grises.

- ¿Qué es lo que pasa? - preguntó Zaphod.

- Algo muy simple - repuso Zarniwoop.

Su aplomo y presunción inflamaron de ira a Zaphod.

- Sencillamente - continuó Zarniwoop, - descubrí las coordenadas en que podría encontrarse a ese hombre, el que rige el Universo, y averigüé que su mundo estaba guardado por un Campo de Improbabilidad. Para proteger mi secreto, y a mí mismo, me retiré al refugio de este Universo enteramente artificial, ocultándome en una olvidada astronave de línea. Estaba seguro. Entretanto, tú y yo...

- ¿Tú y yo? - repitió airadamente Zaphod -. ¿Quieres decir que te conozco?

- Sí - respondió Zarniwoop -; nos conocemos bien.

- Carezco del gusto - sentenció Zaphod, volviendo a caer en un silencio malhumorado.

- Entretanto, tú y yo convinimos en que tú robaras la nave de la Energía de la Improbabilidad, la única que podía llegar al mundo del dirigente, y me la trajeras aquí. Creo que ya lo has hecho y te felicito.

Lanzó una sonrisita con los labios apretados y Zaphod sintió deseos de darle con un ladrillo en la boca.

- Ah, en caso de que tengas curiosidad, este Universo se creó especialmente para que tú vinieras. Por consiguiente, eres la persona más importante de este Universo - añadió Zarniwoop con una sonrisa aún más ladrillable -. En el real no habrías sobrevivido al Vórtice de la Perspectiva Total. ¿Nos vamos?

- ¿A dónde? - preguntó Zaphod en tono agrio. Se sentía fatal.

- A tu nave. Al Corazón de Oro. Confío en que la habrás traído.

- No.

- ¿Dónde está tu chaqueta?

Zaphod le miró con expresión confundida.

- ¿Mi chaqueta? Me la he quitado. Está ahí afuera. - Bueno, vamos a buscarla.

Zarniwoop se puso en pie y le hizo un gesto a Zaphod para que le siguiera.

En la cámara de entrada volvieron a oír los gritos de los pasajeros, a quienes se daba café y galletas.

- El esperarte no ha sido una experiencia agradable para mí - comentó Zarniwoop.

- ¡Que no ha sido una experiencia agradable para ti! - gritó Zaphod -. ¿Qué te has creído...?

Zarniwoop levantó un dedo para imponerle silencio mientras la escotilla se abría de par en par. A pocos metros de distancia vio entre los escombros la chaqueta de Zaphod.

- Una nave muy potente y notable - dijo Zarniwoop -. Fíjate.

Mientras miraban, el bolsillo de la chaqueta empezó a aumentar de tamaño de forma imprevista. Se desgarró, haciéndose jirones. El pequeño modelo metálico del Corazón de Oro, que tanto sorprendió a Zaphod al encontrarlo en el bolsillo, estaba creciendo.

Se alargó y ensanchó. Al cabo de dos minutos, alcanzó su volumen normal.

- A una Escala de Improbabilidad de - dijo Zarniwoop -, de... pues no sé, pero muy amplia.

Zaphod se tambaleó.

- ¿Es que la he llevado conmigo encima todo el tiempo?

Zarniwoop sonrió. Alzó la cartera y la abrió.

Pulsó un interruptor que había dentro.

- ¡Adiós, Universo artificial - exclamó -; bienvenido sea el verdadero!

La escena resplandeció débilmente ante sus ojos y volvió a aparecer exactamente como antes.

- ¿Ves? - dijo Zarniwoop -. Es exactamente igual.

- ¿Es que la he llevado encima todo el tiempo? - repitió Zaphod con voz tensa.

- Pues claro - contestó Zarniwoop -. De eso se trataba precisamente.

- Ya está bien - dijo Zaphod -, puedes dejar de contar conmigo; de ahora en adelante no cuentes conmigo. Ya estoy harto de todo esto. juega a tus propios juegos.

- Me temo que no puedes abandonar - le advirtió Zarniwoop -, estás sujeto al Campo de Improbabilidad. No puedes escapar.

Sonrió de la forma que a Zaphod le producía ganas de darle un golpe en la boca, y esta vez lo hizo.

Ford Prefect irrumpió a saltos en el puente del Corazón de Oro.

- ¡Trillian! ¡Arthur! - gritó -. ¡Ya funciona! ¡La nave se ha reactivado!

Trillian y Arthur estaban dormidos en el suelo.

- Venga, muchachos, que nos vamos; estamos en marcha - dijo, dándoles con el pie para que despertaran.

- ¡Hola, chicos! - gorjeó el ordenador -. Os aseguro que es verdaderamente magnífico estar de nuevo con vosotros, y solo quiero decir que...

- Cierra el pico - dijo Ford -. Dinos dónde demonios estamos.

- ¡En el Mundo Ranestelar B, menudo basurero! - exclamó Zaphod, que entraba en el puente a la carrera -. Hola, muchachos, debéis estar tan asombrosamente contentos de verme, que ni siquiera encontráis palabras para decirme lo estupendo que soy.

- ¿Para decirte qué? - dijo Arthur confusamente mientras se levantaba del suelo sin entender nada de lo que pasaba.

- Sé cómo te sientes - dijo Zaphod -. Soy tan estupendo que me quedo sin habla cuando charlo conmigo mismo. Cómo me alegro de veros: Trillian, Ford, Hombre mono. Oye, hummm, ¿ordenador...?

- Hola, mister Beeblebrox. Señor, es un gran honor...

- Cierra la boca y sácanos de aquí, deprisa, deprisa y deprisa.

- Eso está hecho, compadre. ¿A dónde queréis ir?

- A cualquier parte, no importa - gritó Zaphod; pero se corrigió -: ¡Claro que importa! ¡Queremos ir a comer al sitio más cercano!

- En seguida - dijo alegremente el ordenador, y una explosión enorme sacudió el puente.

Un minuto después, cuando Zarniwoop entró con un ojo a la funerala, contempló con interés los cuatro jirones de humo.

Cuatro cuerpos inertes se sumieron en una oscuridad vertiginosa. La conciencia se apagó, el olvido arrojó los cuerpos al abismo del no ser. El rugido del silencio resonó lúgubremente en torno a ellos hasta que por fin se hundieron en un mar profundo y amargo de rojo inflamado que fue tragándoselos poco a poco y, al parecer, para siempre.

Después de lo que pareció una eternidad, el mar retrocedió y los dejó tendidos en una playa dura y fría, como desechos flotantes de la Vida, del Universo y de Todo lo demás.

Sufrieron espasmos fríos; ante sus ojos bailaron luces repugnantes. La playa dura y fría se inclinó, empezó a dar vueltas y luego quedó quieta. Emitió un brillo oscuro: era una playa dura y fría, bien pulimentada.

Una mancha verde los miró con desaprobación.

Tosió.

- Buenas tardes, señora, caballeros - dijo -. ¿Tienen ustedes reserva?

Ford Prefect recobró la conciencia de golpe, como si fuese una goma elástica; le dejó un escozor en el cerebro. Aturdido, alzó los ojos hacia la mancha verde.

- ¿Reserva? - dijo débilmente.

- Sí, señor - dijo la mancha verde.

- ¿Es que se necesita reserva para después de la muerte?

La mancha verde enarcó las cejas con aire desdeñoso, en la medida en que eso es posible para una mancha verde.

- ¿Después de la muerte, señor? - dijo.

Arthur Dent luchaba cuerpo a cuerpo con su conciencia de la misma forma en que uno batalla en el baño con una pastilla de jabón perdida.

- ¿Es ésta la vida futura? - tartamudeó.

- Pues me parece que sí - dijo Ford Prefect, tratando de averiguar por dónde estaba la vertical. Probó la teoría de que debía estar en dirección opuesta a la playa fría y dura en que se hallaba tendido, y se tambaleó por donde esperaba encontrar los pies.

- Quiero decir - dijo, balanceándose suavemente -, que de ninguna manera pudimos escapar a aquella explosión, ¿no es cierto?

- No - murmuró Arthur. Se había incorporado sobre los codos, pero aquello no pareció mejorar las cosas. Volvió a derrumbarse.

- No - dijo Trillian, poniéndose en pie -. De ninguna manera, en absoluto.

Del suelo se elevó un sonido gutural, ronco y débil. Era Zaphod Beeblebrox, que intentaba decir algo.

- Desde luego, yo no he sobrevivido - gorgoteó -. Me esfumé completamente. ¡Pum, zas!, y eso fue todo.

- Sí - dijo Ford -. Gracias a ti, no tuvimos ninguna oportunidad. Debemos haber saltado en pedazos. Brazos y piernas por todas partes.

- Sí - convino Zaphod, tratando ruidosamente de ponerse en pie.

- Si la señora y los caballeros gustan de pedir algo de beber... - dijo la mancha verde, revoloteando impaciente por delante de ellos.

- La mancha - prosiguió Zaphod -, se ajumó al instante con nuestros componentes moleculares. Oye, Ford - añadió al identificar una de las manchas que poco a poco iban solidificándose frente a él -, ¿tienes esa cosa de toda tu vida destellando delante de ti?

- ¿También lo tienes tú? - dijo Ford -. ¿Toda tu vida?

- Sí - dijo Zaphod -, al menos me pareció que era la mía. Ya sabes que me paso mucho tiempo fuera de mis cráneos.

Desvió la vista y miró a las diversas formas que por fin se convertían en formas verdaderas en lugar de ser formas informes, vagas y fluctuantes.

- De manera que... - dijo.

- ¿Qué? - dijo Ford.

- Que aquí estamos - dijo Zaphod, vacilante -, cadáveres yacientes...

- Erguidos - le corrigió Trillian.

- Pues cadáveres erguidos - prosiguió Zaphod - en este desolado...

- Restaurante - terció Arthur Dent, que se había puesto de pie y, para su sorpresa, veía con claridad. Es decir, lo que le sorprendió no fue que pudiera ver, sino las cosas que veía.

- Aquí estamos - prosiguió Zaphod con obstinación -, cadáveres erguidos en este desolado...

- Cinco tenedores - dijo Trillian.

- Restaurante - concluyó Zaphod.

- Qué raro, ¿no? - dijo Ford.

- Pues sí.

- Qué arañas tan bonitas - dijo Trillian.

Miraron estupefactos en derredor.

- Esto no se parece a la vida después de la muerte - dijo Arthur -, es más una especie de «aprés vie».

En realidad, las arañas eran un tanto chillonas, y en un universo ideal al bajo techo abovedado del que colgaban no lo habrían pintado con aquel matiz particular de turquesa oscuro, aunque lo hubieran pintado así, no lo habrían realzado con luz ambiental oculta. Sin embargo, éste no era un Universo ideal, tal como ponían de manifiesto los dibujos taraceados en el suelo de mármol, que hacían daño a la vista, y el modo en que estaba hecha la delantera de la barra de ochenta metros de largo con el mostrador de mármol. La delantera de la barra de ochenta metros de largo con el mostrador de mármol se había hecho cosiendo casi veinte mil pieles de Lagarto Mosaico antareano, a pesar del hecho de que los veinte mil lagartos aludidos las necesitaban para albergar sus cuerpos.

Unas cuantas criaturas elegantemente vestidas estaban junto a la barra con aire perezoso, y otras sentadas cómodamente en los sillones de ricos colores que envolvían sus cuerpos, desperdigados por la zona del bar. Un joven oficial vilhurgo y su joven dama, verde y vaporosa, entraron por las enormes puertas de cristal esmerilado que había al otro extremo del bar y avanzaron hacia la cegadora luz de la parte principal del restaurante.

Detrás de Arthur había un amplio ventanal con cortinas. Retiró el extremo de las cortinas y vio un paisaje yermo y sombrío, gris, deprimente y agujereado, un panorama que en circunstancias normales le hubiera puesto los pelos de punta. Sin embargo, aquéllas no eran circunstancias normales, porque lo que le heló la sangre y le hizo sentir un hormigueo en la espalda, cuya piel trataba de salírsele por encima de la cabeza, fue el cielo. El cielo era...

Un camarero cortés y adulador volvió a colocar las cortinas en su sitio.

- Todo a su debido tiempo, señor - dijo.

Los ojos de Zaphod destellaron.

- ¡Eh, cadáveres, estad atentos! - dijo -. Creo que nos hemos perdido algo ultraimportante que está pasando aquí. Algo que ha dicho alguien y que se nos ha escapado.

Arthur se sintió profundamente aliviado de desviar la atención de lo que acababa de ver.

- Yo dije que era una especie de aprés...

- Sí, ¿y no te arrepientes de haberío dicho? - replicó Zaphod -. ¿Ford?

- Yo dije que era raro,

- Sí, agudo pero aburrido, quizá fue...

- Quizá - le interrumpir la mancha verde, que para entonces se había resuelto en la forma de un camarero acartonado, de pequeña estatura, color verde y vestido con traje oscuro -, quizá les gustaría discutir el asunto mientras beben una copa.

- ¡Una copa! - gritó Zaphod -. ¡Eso era! Ya veis lo que se pierde uno si no está alerta.

- Ya lo creo, señor - dijo pacientemente el camarero -. Sí la dama y los caballeros quieren beber algo antes de comer...

- ¡Comer! - exclamó Zaphod con voz apasionada -. Escucha, hombrecillo verde, mi estómago te llevaría a casa y te mimaría durante toda la noche sólo por esa idea.

- Y el Universo - prosiguió el camarero, resuelto a que no lo desviaran en la recta final - estallará más tarde para complacerles.

Ford volvió despacio la cabeza hacia él.

- ¡Vaya! - exclamó emocionado -. ¿Qué clase de bebidas servís en este local?

El camarero rió con una risita cortés de camarero.

- ¡Ah! - dijo -. Creo que tal vez no me haya entendido bien el señor.

- Espero que no - jadeó Ford.

El camarero tosió con una tosecita cortés de camarero.

- No es inhabitual que nuestros clientes se sientan un tanto desorientados por el viaje en el tiempo - dijo -, de modo que si pudiera sugerir...

- ¿Un viaje en el tiempo? - dijo Zaphod.

- ¿Un viaje en el tiempo? - dijo Ford.

- ¿Un viaje en el tiempo? - dijo Trillian.

- ¿Quiere decir que esto no es la vida después de la muerte? - dijo Arthur.

El camarero sonrió con una sonrisita cortés de camarero. Casi había agotado su repertorio de cortesías de pequeño camarero, y pronto pasaría a su papel de pequeño camarero altivo y sarcástico.

- ¿Vida después de la muerte, señor? - dijo -. No, señor.

- ¿Y no estamos muertos? - inquirió Arthur.

El camarero apretó los labios.

- ¡Ajajá! - dijo -. Es muy evidente que el señor está vivo, de otro modo no trataría de servirle, señor.

Con un gesto extraordinario que es inútil tratar de describir, Zaphod Beeblebrox se golpeó las dos frentes con dos de sus brazos y un muslo con el otro.

- ¡Eh, chicos! - dijo -. Esto es la locura. Lo hemos conseguido. Finalmente hemos llegado a nuestro destino. ¡Esto es Milliways!

- ¡Milliways! - exclamó Ford.

- Sí, señor - afirmó el camarero, asentando la paciencia con una paleta de albañil -. Esto es Milliways, el restaurante del fin del mundo.

- ¿El fin de qué? - dijo Arthur.

- El fin del mundo - repitió el camarero, con mucha claridad y una nitidez innecesaria.

- ¿Y cuándo será eso? - preguntó Arthur.

- Dentro de unos minutos, señor - respondió el camarero.

Respiró hondo. No era estrictamente necesario, porque su cuerpo estaba provisto de un surtido especial de los gases necesarios para la supervivencia mediante un pequeño dispositivo intravenoso atado a su pierna. Sin embargo, hay ocasiones en que, cualquiera que sea el metabolismo que se tenga, se debe respirar hondo.

- Y ahora - dijo -, si por fin quieren pedir las bebidas, les acompañaré a su mesa.

Zaphod sonrió con dos muecas enloquecidas, se paseó por la barra y bebió todo lo que encontró a su paso.

El Restaurante del Fin del Mundo es una de las empresas más extraordinarias en la historia de la hostelería. Se construyó con los restos fragmentarios de..., se construirá con los restos fragmentarios de..., es decir, se habrá construido para esta época, y así ha sido en realidad...

Uno de los problemas fundamentales en los viajes a través del tiempo no consiste en que uno se convierta por accidente en su padre o en su madre. En el hecho de convertirse en su propio padre o en su propia madre no existen problemas que una familia bien ajustada y de mentalidad abierta no pueda solucionar. Tampoco hay problema alguno en cuanto a modificar el curso de la historia; el devenir de la historia no cambia porque toda ella encaja como un rompecabezas. Todos los cambios importantes se producen antes de las cosas que supuestamente debían cambiar, y al final todo se arregla.

Sencillamente, el problema fundamental es de gramática, y para este tema la principal obra de consulta es la del doctor Dan Callejero, Manual del viajero del tiempo, con 1.001 formaciones verbales. Ese libro enseña, por ejemplo, a describir algo que está a punto de ocurrirle a uno en el pasado antes de que se salte dos días con el fin de evitarlo. El suceso se describirá de manera diferente según con quién esté hablando uno desde el punto de vista del tiempo natural, desde un momento en el futuro lejano o en el pasado remoto, y se hace más complejo por la posibilidad de mantener conversaciones mientras que en realidad uno se dedica a viajar de un tiempo a otro con intención de convertirse en su propia madre o en su propio padre.

Antes de dejarlo, la mayoría llega hasta el Futuro Semicondicionalmente Modificado del Subjuntivo Intencional Subinvertido Pasado Plagal; y en realidad, en ediciones posteriores del libro, todas las páginas que siguen a ese punto se han dejado en blanco para ahorrar costes de impresión.

La Guía del autoestopista galáctico pasa por alto ese laberinto de abstracción académica, observando únicamente de pasada que el término «Futuro Perfecto» se abandonó desde que se descubrió que no lo era.

Pero sigamos.

El Restaurante del Fin del Mundo es una de las empresas más extraordinarias de la historia de la hostelería.

Está construido con los restos fragmentarios de un planeta destruido que está (habrá estado) encerrado en una enorme burbuja de tiempo y proyectado hacia el tiempo futuro en el preciso momento del fin del mundo.

Muchos dirán que esto es imposible.

Los clientes ocupan (tendrán encupo) su sitio en las mesas y disfrutan (enyantarán) de comidas fastuosas mientras ven (vierorán) el estallido de toda la creación.

Muchos dirán que esto es igualmente imposible.

Se puede ir (haber ido ya) al sitio que se prefiera sin necesidad de reservarlo con anterioridad (posterioridad previa), porque puede hacerse la reserva en forma retrospectiva cuando uno llegue a su tiempo actual. (Se puede pedir mesa cuando antes de ir se haya uno vuelto a casa.)

Muchos insistirán en que esto es absolutamente imposible.

En el restaurante puede uno conocer y cenar con (se podía conocer con y cenar a) una muestra representativa y fascinante de toda la población del espacio y del tiempo.

Esto también es imposible, según podría explicarse con paciencia.

Se le puede hacer tantas visitas como se quiera (se podía envisitar y renvisitar... etcétera; para más correcciones del pasado consúltese el libro del doctor Callejero), con la seguridad de que uno jamás se encontrará consigo mismo debido al desconcierto que ello suele producir.

Dicen los incrédulos que, aunque el resto fuera verdad, que no lo es, esto es claramente imposible.

Lo único que hay que hacer, es depositar un penique en una cuenta de ahorro en la era de cada cual, y cuando se llegue al Final del Tiempo sólo la operación de interés compuesto significará que el precio fabuloso de la comida ya está pagado.

Muchos afirman que esto no es sólo imposible, sino claramente demencial, y es por lo que los directivos de publicidad del sistema estelar de Bastablon idearon este lema: «Si usted ha hecho seis cosas imposibles esta mañana, ¿por qué no redondearlas con un desayuno en Milliways, el Restaurante del Fin del Mundo?»

En el bar, Zaphod empezaba a sentirse tan cansado como una salamandra de agua. Sus cabezas chocaban y sus sonrisas perdían sincronización. Se sentía desgraciadamente feliz.

- Zaphod - dijo Ford -, ¿querrías decirme, mientras aún puedes hablar, qué fotones pasó? ¿Dónde has estado? ¿Dónde hemos estado nosotros? No es algo muy importante, pero me gustaría aclararlo.

La cabeza izquierda de Zaphod se serenó, dejando que la derecha siguiera sumiéndose en la oscuridad del alcohol.

- Sí - dijo -, he andado por ahí. Quieren que encuentre al hombre que rige el Universo, pero yo no tengo ganas de conocerlo. Creo que no sabe guisar.

Su cabeza izquierda observó cómo la derecha decía estas palabras, y luego asintió.

- Cierto - dijo -, toma otra copa.

Ford tomó otro detonador gargárico pangaláctico, la bebida que se ha descrito como el equivalente alcohólico de un atraco callejero: caro y malo para la cabeza. Ford llegó a la conclusión de que, sea lo que fuere lo que hubiese pasado, en realidad no le importaba mucho.

- Escucha, Ford - dijo Zaphod -; todo va a pedir de boca.

- ¿Quieres decir que todo va perfectamente?

- No - dijo Zaphod -, no quiero decir que todo vaya a la perfección. Eso no sería de un tipo estupendo. Si quieres saber lo que ha pasado, digamos simplemente que tengo toda la situación en el bolsillo, ¿vale?

Ford se encogió de hombros.

Zaphod soltó en la copa una risita tonta que subió por el recipiente como la espuma y empezó a avanzar a mordiscos por el mármol de la barra.

Un gitano espacial de extraña piel se acercó a ellos y les tocó el violín eléctrico hasta que Zaphod le dio un montón de dinero; entonces accedió a marcharse.

El gitano se acercó a Trillian y a Arthur, que estaban sentados en otra parte del bar.

- No sé qué lugar es éste - dijo Arthur -, pero me parece que me da grima.

- Toma otra copa - dijo Trillian -. Diviértete.

- ¿Cuál de esas dos cosas? - preguntó Arthur -. Se excluyen mutuamente.

- Pobre Arthur, no estás hecho para esta clase de vida, ¿verdad?

- ¿A esto le llamas vida?

- Te empiezas a parecer a Marvin.

- Marvin es el pensador más clarividente que conozco. ¿Tienes idea de cómo lograríamos que se marchara este violinista?

El camarero se acercó.

- Su mesa está dispuesta - anunció.

Visto desde fuera, cosa que nunca sucede, el Restaurante semeja un gigantesco y brillante pez espacial varado en un peñón olvidado. Cada uno de sus brazos alberga los bares, las cocinas, los generadores de energía que protegen su estructura, el deteriorado casco del planeta en que se asienta, y las Turbinas del Tiempo que mecen despacio todo el conjunto hacia detrás y hacia delante en el momento crucial.

En el centro se alza la gigantesca cúpula dorada, casi un globo completo, y a esa zona fue a donde pasaron entonces Zaphod, Ford, Trillian y Arthur.

Al menos cinco toneladas de brillo se habían extendido sobre lo que tenían delante, cubriendo todas las superficies existentes. Las demás no existían porque ya estaban incrustadas de piedras preciosas, conchas marinas de Santraginus, pan de oro, mosaicos y un millón de adornos y decoraciones inidentificables. El vidrio brillaba, la plata relucía, el oro destellaba, Arthur Dent tenía los ojos en blanco.

- ¡Vaya! - dijo Zaphod -. ¡Zape!

- ¡Increíble! - jadeó Arthur -. ¡La gente...! ¡Las cosas...!

- Las cosas - dijo Ford en voz baja - también son gente.

- La gente... - prosiguió Arthur -, la otra gente...

- ¡Las luces...! - exclamó Trillian.

- Las mesas... - dijo Arthur.

- ¡Los manteles...! completó Trillian.

El camarero pensó que parecían administradores de una finca.

- El Fin del Mundo es muy famoso - dijo Zaphod, avanzando tambaleante entre la multitud de mesas, algunas de mármol, otras de lujosa ultracaoba, otras incluso de platino; en todas había un grupo de criaturas extrañas charlando y leyendo la carta.

- A la gente le gusta emperejilarse para esto - prosiguió Zaphod -. Les da una sensación de acontecimiento.

Las mesas estaban distribuidas en un amplio círculo alrededor de un escenario central donde una pequeña orquesta tocaba música ligera; según los cálculos de Arthur, había por lo menos mil mesas, separadas por palmeras cimbreantes, fuentes susurrantes, estatuas grotescas, en resumen, había toda la parafernalia común a todos los restaurantes donde se han escatimado pocos gastos para dar la impresión de que no se ha reparado en ningún gasto. Arthur miró alrededor, casi esperando ver a alguien que hiciera un anuncio del American Express.

Zaphod guiñó un ojo a Ford, que a su vez hizo un guiño a Zaphod.

- Vaya - dijo Zaphod.

- Zape - dijo Ford.

- Mi bisabuelito debe haber arreglado los mecanismos del ordenador, ¿sabes? - dijo Zaphod -. Le dije al ordenador que nos llevara a comer al sitio más cercano y nos ha traído al Fin del Mundo. Recuérdame que me porte bien con él algún día.

Hizo una pausa.

- ¡Eh! ¿Sabéis que está aquí todo el mundo? Todo el mundo que era alguien.

- ¿Que era? - inquirió Arthur.

- En el Fin del Mundo hay que utilizar mucho el pretérito - explicó Zaphod -, porque todo ha terminado, ¿sabes? ¡Hola muchachos! - saludó a un grupo cercano de gigantescas formas de vida iguanoides -. ¿Qué tal estuvisteis?

- ¿No es ese Zaphod Beeblebrox? - preguntó una iguana a otra.

- Creo que sí - contestó la segunda iguana.

- ¡Qué cosa tan extraordinaria! - dijo la primera iguana.

- La vida era una cosa rara - sentenció la segunda iguana.

- Sí te parece - dijo la primera, y volvieron a guardar silencio. Estaban esperando el mayor espectáculo del mundo.

- Oye, Zaphod - dijo Ford, tratando de cogerle del brazo y fallando debido al tercer detonador gargárico pangaláctico -. Ahí hay un viejo amigo mío - dijo -, Hotblack Desiato. ¿Ves a ese hombre con un traje de platino sentado a la mesa de platino?

Zaphod trató de seguir con la mirada el dedo de Ford, pero se mareaba. Por fin lo vio.

- Ah, sí - dijo; un momento después lo reconoció y añadió -: ¡Oye, qué megaimportante ha sido ese tío! ¡Vaya, más importante que el ser más importante que haya existido! Más que yo.

- ¿Y a qué se dedica? - preguntó Trillian.

- ¿Hotblack Desiato? - dijo asombrado Zaphod -. ¿No lo sabes? ¿Nunca has oído hablar de Zona Catastrófica?

- No - confesó Trillian, que realmente no había oído hablar de ello.

- El mayor, el más ruidoso... - dijo Ford.

- El más espléndido... - sugirió Zaphod.

- ...grupo de rock en la historia de... - buscó la palabra... en la historia misma - concluyó Zaphod.

- No - repitió Trillian.

- ¡Vaya! - dijo Zaphod -, estamos en el Fin del Mundo y tú ni siquiera has vivido todavía. Lo echarás de menos.

La condujo a la mesa, donde el camarero les llevaba esperando todo el rato. Arthur los siguió, sintiéndose perdido y muy solo.

Ford se abrió paso entre la multitud para renovar una vieja amistad.

- Oye, humm, Hotblack - le saludó -. ¿Qué tal estás? Me alegro de verte, chavalote, ¿qué tal va ese ruido? Tienes un aspecto magnífico; estás muy, muy gordo y pareces enfermo. Asombroso.

Le dio una palmada en la espalda y se sorprendió un poco de que aquello no parecía provocar respuesta. Los detonadores gargáricos, que se removían en su interior, le aconsejaron que siguiera a pesar de todo.

- ¿Te acuerdas de los viejos tiempos? Cuando íbamos de cachondeo, ¿eh? El Bistró ilegal, ¿recuerdas? El Emporio de la Garganta de Slim. El Malódromo Alcohorama. Qué tiempos, ¿verdad?

Hotblack Desiato no dio su opinión sobre si eran buenos tiempos o no. Ford no se inmutó.

- Y cuando teníamos hambre nos hacíamos pasar por inspectores de Sanidad, ¿te acuerdas de eso? Íbamos por ahí, confiscando comidas y bebidas, ¿eh? Hasta que nos envenenaron. Y luego estaban aquellas noches largas en que charlábamos y bebíamos en las hediondas habitaciones de encima del Café Lou en la ciudad de Gretchen, en Nuevo Betel, mientras tú estabas en el cuarto de al lado tratando de escribir canciones en tu ajuitar. Todos las detestábamos, y tú decías que no te importaba; pero a nosotros sí, porque las aborrecíamos de todo corazón.

Los ojos de Ford empezaban a velarse.

- Y tú afirmabas que no querías ser una estrella - prosiguió, revolcándose en la nostalgia -, porque despreciabas el mundo del estrellato. Y Hadra, Sulijoo y yo decíamos que creíamos que no tenías posibilidades. ¿Y qué haces ahora? ¡Compras mundos del estrellato!

Se volvió y solicitó la atención de los comensales de las mesas próximas.

- ¡Eh - dijo -, este hombre compra mundos del estrellato!

Hotblack Desiato no intentó confirmar ni negar ese hecho, y la atención de los momentáneos oyentes languideció.

- Me parece que alguien está borracho - murmuró en su copa de vino un ser purpúreo en forma de rama de hiedra.

Ford se tambaleó un poco y se sentó pesadamente en una silla, enfrente de Hotblack Desiato.

- ¿Cuál era aquella canción que tocabas? - dijo, agarrándose imprudentemente a una botella para mantener el equilibrio y derribándola; dio la casualidad de que cayó sobre una copa. Para no desperdiciar un accidente afortunado, la apuró. Era una canción formidable - prosiguió -. ¿Cómo era? «¡Bruam, bruam! ¡Badar!» o algo así, y terminabas el número escénico con una nave que se estrellaba contra el sol, ¡y lo hacías de veras!

Ford se dio un puñetazo en la palma de la mano para ilustrar gráficamente aquella hazaña. Volvió a derribar la botella.

- ¡Nave! ¡Sol! ¡Bim, bam! - gritó. - ¡Quiero decir que nada de láser y esas bobadas, vosotros soltabais llamas solares y bronceado auténtico! ¡Ah, y canciones formidables.

Siguió con la mirada el chorro de líquido que goteaba de la botella a la mesa. Hay que hacer algo con esto, pensó.

- Oye, ¿quieres un trago? - dijo.

En su mente aturdida empezó a surgir la idea de que echaba algo de menos en aquella reunión, y que ese algo estaba relacionado en cierto modo con el hecho de que el hombre gordo que estaba sentado frente a él, vestido con un traje de platino y un sombrero plateado, aún no había dicho: «Hola, Ford», o «Me alegro mucho de verte después de tanto tiempo», o cualquier cosa. Y además, ni siquiera se había movido.

- ¿Hotblack? - dijo Ford.

Una enorme mano carnosa se posó en su hombro por detrás y le empujó a un lado. Se deslizó torpemente de la silla y atisbó hacia arriba para ver si podía descubrir al dueño de aquella mano descortés. El dueño no era difícil de localizar, debido a que poseía una estatura del orden de los dos metros y diez centímetros y carecía de las proporciones normales. En realidad, tenía la constitución de esos sofás de cuero, relucientes, voluminosos y con un relleno consistente. El traje con que habían tapizado a aquel hombre parecía tener el único objetivo de demostrar lo difícil que resultaba vestir a tamaña especie de cuerpo. El rostro tenía la textura de una naranja y el color de la manzana, pero en ese punto terminaba la semejanza con algo dulce.

- Chaval... - dijo una voz que emergió de los labios de aquel hombre como si lo hubiera pasado verdaderamente mal para salir de su pecho.

- Humm, ¿sí? - dijo Ford en el tono más natural del mundo. A duras penas volvió a ponerse en pie y se sintió decepcionado al comprobar que su cabeza no rebasaba el cuerpo de aquel hombre.

- Lárgate - ordenó el hombre.

- ¿Ah, sí? - dijo Ford, preguntándose si se comportaba con prudencia -. ¿Y quién eres tú?

El hombre consideró un momento aquellas palabras. No estaba acostumbrado a que le hicieran esa clase de preguntas. Sin embargo, al cabo del rato se le ocurrió una respuesta.

- Soy el tipo que te dice que te largues antes de que te obliguen a hacerlo.

- Escúchame bien - dijo Ford, nervioso; deseaba que la cabeza dejara de darle vueltas, que se serenara y que tratara de resolver la situación -. Escúchame bien - continuó -, soy uno de los amigos más antiguos de Hotblack y...

Miró a Hotblack Desiato, que seguía sin mover ni una pestaña.

- Y, prosiguió Ford, - preguntándose qué palabra podría ir bien después de «y».

Al hombre grande se le ocurrió una frase entera para decir después de «y». La dijo:

- Y yo el guardaespaldas de mister Desiato, y soy responsable de su cuerpo pero no del tuyo, de manera que llévaselo antes de que le pase algo.

- Espera un momento - dijo Ford.

- ¡Nada de momentos! - bramó el guardaespaldas -. ¡Nada de esperar! ¡Mister Desiato no habla con nadie!

- Bueno, tal vez sea mejor que le dejes decir lo que piensa del asunto - insinuó Ford.

- ¡No habla con nadie! - aulló el guardaespaldas.

Ford volvió a lanzar una mirada inquieta a Hotblack y se vio obligado a admitir en su fuero interno que los hechos parecían dar la razón al guardaespaldas. Desiato seguía sin dar la más mínima muestra de movimiento, ni mucho menos de sentir un vivo interés por la suerte de Ford.

- ¿Por qué? - preguntó Ford -. ¿Qué le pasa?

El guardaespaldas se lo contó.

 

La Guía del autoestopista galáctico observa que Zona Catastrófica, un conjunto de rock plutónico de los Territorios Mentales Gagracácticos, es generalmente considerado no sólo como el grupo de rock más ruidoso de la Galaxia, sino como los productores del ruido más estrepitoso de cualquier clase. Los habituales de conciertos estiman que el sonido más compensado se escucha en el interior de grandes bunkers de cemento a unos diecisiete kilómetros del escenario, mientras que los propios músicos tocan los instrumentos por control remoto desde una astronave con buenos dispositivos de aislamiento, en órbita permanente en tomo al planeta, o con mayor frecuencia alrededor de otro planeta diferente.

En conjunto, las canciones son muy simples, y la mayoría sigue el tema familiar de un ser-muchacho conoce a un ser-muchacha bajo la luna plateada, que luego explota por ninguna razón convenientemente explicada.

Muchos mundos han prohibido terminantemente sus actuaciones, algunas veces por razones artísticas, pero normalmente debido a que el sistema de amplificación de sonido del grupo infringe los tratados locales de limitación de armas estratégicas.

Sin embargo, eso no ha mermado sus ganancias provenientes de ampliar los límites de la hipermatemática pura, y recientemente se ha nombrado profesor de Neomatemática en la Universidad de Maximegalón a su principal investigador contable en reconocimiento de sus Teoría Especial y Teoría General de la Declaración sobre la Renta de Zona Catastrófica, en las que demuestra que todo el entramado del continuo espacio-tiempo no es simplemente curvo, sino que en realidad está totalmente inclinado.

Ford volvió tambaleante a la mesa donde Zaphod, Arthur y Trillian estaban sentados esperando a que comenzara la diversión.

- Tengo que comer algo - dijo Ford.

- Hola, Ford - saludó Zaphod -. ¿Has hablado con el capitoste del ruido?

Ford meneó la cabeza con aire evasivo.

- ¿Con Hotblack? Puede decirse que he hablado con él, sí.

- ¿Y qué ha dicho?

- Pues no mucho, en realidad. Está... hummm...

- ¿Sí?

- Está pasando un año muerto por razones de impuestos. Tengo que sentarme.

Se sentó.

Se acercó el camarero.

- ¿Quieren ver la carta - les preguntó, - o desean el plato del día?

- ¿Eh? - dijo Ford.

- ¿Eh? - dijo Arthur.

- ¿Eh? - dijo Trillian.

- Excelente - dijo Zaphod -, queremos carne.

En una habitación pequeña de una de las alas del restaurante, un hombre alto, estilizado y delgaducho retiró una cortina y el olvido le miró a la cara.

No era una cara bonita, tal vez porque el olvido la había mirado muchas veces. Para empezar, era demasiado larga, de ojos escondidos y párpados pesados, mejillas hundidas, labios finos y largos que al abrirse dejaban ver unos dientes que parecían cristales de un ventanal recién pulido. Las manos que sostenían la cortina eran largas y delgadas; además, estaban frías. Caían suavemente entre los pliegues de la cortina y daban la impresión de que si su dueño no las vigilaba como un halcón, se escabullirían por voluntad propia y cometerían algún desaguisado en un rincón.

Dejó caer la cortina y la terrible luz que había jugado con sus rasgos se fue a jugar a otra parte más saludable. Merodeó por el pequeño cuarto como una mantis que contemplara una víctima al atardecer, y terminó sentándose en una silla desvencijada junto a una mesa de caballete donde hojeó unas páginas de chistes.

Sonó un timbre.

Dejó a un lado el pequeño montón de papeles y se puso de pie. Pasó flojamente la mano por varias lentejuelas multicolores entre el millón de que estaba festoneada su chaqueta y se dirigió a la puerta.

Las luces del restaurante se debilitaron, la orquesta aceleró el ritmo, un solo foco horadaba las sombras de la escalera que conducía al centro del escenario.

Una figura de colores brillantes subió a saltos los escalones. Irrumpió en el escenario, sufrió un ligero tropezón al llegar al micrófono, que separó del pie con un gesto de su mano larga y fina, para luego hacer reverencias a diestra y siniestra, agradeciendo los aplausos del público y mostrando su ventanal. Saludó con la mano a los amigos que tenía entre el público aunque entonces no hubiera ninguno, y esperó a que se disipara la ovación.

Alzó la mano y exhibió una sonrisa que no se alargaba simplemente de oreja a oreja, sino que en cierto modo parecía extenderse más allá de los confines de su rostro.

- ¡Gracias, señoras y caballeros! - gritó -. Muchas gracias. Muchísimas gracias.

Los miró haciendo guiños.

- Señoras y caballeros - dijo -; como sabemos, el mundo existe desde hace ciento setenta mil millones de billones de años, y terminará dentro de una media hora. ¡De modo que bienvenidos sean todos ustedes a Milliways, el Restaurante del Fin del Mundo!

Con un gesto, conjuró hábilmente otra ovación espontánea. Con otro gesto, la cortó.

- Esta noche soy su anfitrión - prosiguió -. Me llamo Max Quordlepleen... - todo el mundo lo sabía; su actuación era famosa en toda la Galaxia conocida, pero lo dijo por la nueva ovación que produjo, y que él declinó con un gesto y una sonrisa -, y acabo de venir directamente del mismísimo extremo del tiempo, donde presentaba un espectáculo en el Bar de Hamburguesas de la Gran Explosión, donde les puedo asegurar, señoras y caballeros, que pasamos una velada muy emocionante. ¡Y ahora estaré con ustedes en esta ocasión histórica: el Fin de la Historia!

Otro estallido de aplausos se acalló rápidamente cuando las luces se apagaron del todo. En cada mesa se encendieron velas de manera espontánea, produciendo un leve murmullo entre todos los comensales y envolviéndolos en mil luces oscilantes y diminutas y en un millón de sombras íntimas. Una oleada de emoción recorrió el restaurante a oscuras cuando, con suma lentitud, la amplia bóveda dorada del techo empezó a apagarse, a oscurecerse, a desaparecer.

Al proseguir, Max bajó el tono de voz:

- De manera, señoras y caballeros - susurró, que las velas están encendidas, la orquesta toca suavemente y la bóveda protectora que tenemos sobre nuestras cabezas empieza a hacerse transparente, revelando un cielo oscuro y sombrío, lleno de la antigua luz de estrellas lívidas e inflamadas, y me imagino que pasaremos un fabuloso apocalipsis vespertino.

Hasta la suave música de la orquesta dejó de oírse cuando la conmoción y el aturdimiento cayeron sobre los que no habían visto antes aquella perspectiva.

Sobre ellos se derramó una luz monstruosa y espeluznante,

Una luz horrible,

Una luz hirviente y pestilente,

Una luz que afearía el infierno.

El Universo llegaba a su fin.

Durante unos segundos interminables, el restaurante giró silenciosamente en el vacío atroz. Luego, Max volvió a hablar.

- Todos aquellos que alguna vez esperaron ver la luz del final del túnel..., ahí la tienen.

La orquesta empezó a tocar de nuevo.

- Gracias, señoras y caballeros - gritó Max -. Dentro de un momento volveré a estar con ustedes; mientras, les dejo en las hábiles manos de mister Reg Abrogar y su Combo Cataclísmico. ¡Señoras y caballeros, un gran aplauso para Reg y los muchachos!

Continuaba la ominosa agitación de los cielos.

Con ánimo incierto, el público empezó a aplaudir y al cabo de un momento las conversaciones se reanudaron con normalidad. Max inició su ronda por las mesas, contando chistes, soltando gritos y carcajadas, ganándose la vida.

Un animal enorme se acercó a la mesa de Zaphod Beeblebrox, un cuadrúpedo gordo y carnoso de la especie bovina con grandes ojos acuosos, cuernos pequeños y lo que casi podía ser una sonrisa agradecida en los morros.

- Buenas noches - dijo con voz profunda, sentándose pesadamente sobre la grupa -. Soy el plato fuerte del Plato del Día ¿Puedo llamar su atención sobre alguna parte de mi cuerpo?

Mugió y gorjeó un poco, movió los cuartos traseros para colocarse en una postura más cómoda y les miró pacíficamente.

Arthur y Trillian recibieron su mirada con asombro y estupefacción. Ford Prefect alzó los hombros, resignado; Zaphod Beeblebrox clavó los ojos en la vaca con hambre canina.

- ¿Algo del cuarto delantero, tal vez? - sugirió el animal -. ¿Dorado a fuego lento con salsa de vino blanco?

- Humm... -, ¿de tu cuarto delantero? - dijo Arthur con un murmullo aterrorizado.

- Naturalmente, señor; de mi cuarto delantero - contestó la vaca con un mugido de contento -. No puedo ofrecer el de nadie más.

Zaphod se puso en pie de un salto y empezó a examinar con la mano el cuarto delantero del animal.

- O de la cadera, que está muy bien - murmuró el cuadrúpedo -. Me he estado entrenando y comiendo mucho grano, así que ahí tengo mucha carne.

Soltó un gruñido suave, gorjeó de nuevo y empezó a rumiar. Volvió a tragar el bolo alimenticio.

- ¿O quizá un estofado? - añadió.

- ¿Quieres decir que este animal quiere de verdad que nos lo comamos? - Musitó Trillian a Ford.

- ¿Yo? - dijo Ford, mirándola con ojos vidriosos -. Yo no quiero decir nada.

- ¡Esto es realmente horrible! - exclamó Arthur -. Es lo más repugnante que he oído jamás.

- ¿Cuál es el problema, terráqueo? - preguntó Zaphod, que ahora trasladaba su atención a las enormes caderas de la vaca.

- Que me niego a comer un animal que se pone delante de mí y me invita a hacerlo - dijo Arthur -; es cruel.

- Es mejor que comer un animal que no quiere que lo coman - apostilló Zaphod.

- No se trata de eso - protestó Arthur. Luego lo pensó un momento y agregó -: De acuerdo, tal vez se trate de eso. Pero no me importa, no voy a pensar en eso ahora. Sólo... hummm...

El Universo rugió en su agonía final.

- Creo que sólo tomaré una ensalada.

- ¿Puedo sugerirle que considere mi hígado? - preguntó la vaca -. Ya debe estar muy tierno y muy rico, me he estado alimentando durante meses.

- Una ensalada - dijo Arthur en tono enfático.

- ¿Una ensalada? - repitió el cuadrúpedo, mirando a Arthur con desaprobación.

- ¿Vas a decirme que no debería tomar una ensalada? - inquirió Arthur.

- Pues conozco muchos vegetales que se manifiestan muy claramente respecto a ese punto - respondió el animal -. Por eso es por lo que al fin se decidió cortar por lo sano todo ese problema complicado y alimentar a un animal que quisiera que se lo comieran y fuera capaz de decirlo con toda claridad. Y aquí estoy yo.

Logró realizar una leve reverencia.

- Un vaso de agua, por favor - pidió Arthur.

- Mira - dijo Zaphod -, nosotros queremos comer, no atracarnos de discusiones. Cuatro filetes poco hechos, y de prisa. No hemos comido en quinientos setenta y seis mil millones de años.

La vaca se incorporó con dificultad. Emitió un gorjeo suave.

- Una elección muy acertada, señor, si me permite decirlo - dijo -. Bueno, voy a pegarme un tiro en seguida.

Se volvió y guiñó amistosamente un ojo a Arthur.

- No se preocupe, señor - le dijo -, seré muy humano.

Y sin prisas, se dirigió contoneándose a la cocina.

Unos minutos después, llegó el camarero con cuatro filetes enormes y humeantes. Zaphod y Ford se lanzaron como lobos sobre ellos sin dudar un segundo. Trillian esperó un poco, se encogió de hombros y se dedicó al suyo.

Arthur miró su plato sintiendo ligeras náuseas.

- Oye, terráqueo - le dijo Zaphod con una sonrisa maliciosa en la cara que no estaba atiborrada de comida, ¿qué es lo que te pasa?

La orquesta siguió tocando.

En todo el restaurante, la gente y las cosas descansaban y charlaban. El ambiente estaba lleno de conversaciones sobre esto y aquello y de una mezcla de olores de plantas exóticas, de comidas extravagantes y de vinos engañosos. A lo largo de un número infinito de kilómetros en todas direcciones, el cataclismo universal llegaba a un prodigioso punto culminante. Max consultó su reloj y volvió al escenario con gesto ceremonioso.

- Y ahora, señoras y caballeros - dijo, rebosante de alegría -, ¿está pasándolo todo el mundo maravillosamente bien por última vez?

- Sí - gritó la clase de gente que suele gritar «sí» cuando los artistas de variedades les preguntan si lo pasan bien.

- Maravilloso - dijo Max con entusiasmo -, absolutamente maravilloso. Y mientras las tormentas fotónicas se congregan en masas turbulentas en torno a nosotros, preparándose para desgarrar el último de los soles rojos y ardientes, sé que todos ustedes descansarán en sus asientos y disfrutarán conmigo de lo que estoy seguro que será para todos una experiencia definitiva y enormemente emocionante.

Hizo una pausa. Lanzó al público una mirada centelleante.

- Créanme, señoras y caballeros - continuó -, no tiene nada de penúltima.

Hizo otra pausa. Esta noche su cronometraje era inmaculado. Había realizado aquel espectáculo una y otra vez, noche tras noche. Aunque la palabra noche no tuviese significado alguno en la otra punta del tiempo. No era más que la repetición interminable del momento final: el restaurante oscilaba suavemente al borde del extremo más alejado del tiempo y volvía hacia atrás. Pero aquella «noche» estaba bien; tenía al público, angustiado, en la palma de su mano enfermiza. Bajó el tono de voz. Tenían que esforzarse para oírle.

- Este es verdaderamente el final absoluto - prosiguió -, la desolación escalofriante y definitiva en que toda la majestuosa envergadura del Universo llega a su extinción. Esto, señoras y caballeros, es el proverbial «fin».

Bajó aún más el tono de voz. En aquel silencio, una mosca no se habría atrevido a carraspear.

- Después de esto no hay nada - continuó -. Vacío. Hueco. Olvido. La nada absoluta...

Sus ojos volvieron a centellear; ¿o era que pestañeaban?

- Nada..., salvo por supuesto el carrito de los postres y una fina selección de licores de Aldebarán.

La orquesta le dedicó un acicate musical. Deseó que no lo hubieran hecho, no le hacía falta: un artista de su calidad no lo necesitaba. Podía pulsar al público como si fuese su propio instrumento musical. Se reían, aliviados. Siguió con la actuación.

- ¡Y por una vez - gritó alegremente - no necesitan preocuparse de si van a tener resaca por la mañana, porque no habrá ninguna mañana más!

Lanzó una amplia sonrisa a su público, que reía contento. Miró al firmamento, que todas las noches pasaba por la misma rutina, pero sólo tuvo los ojos alzados durante una fracción de segundo. Confiaba en que cumpliera su cometido, como un profesional confía en otro.

- Y ahora - dijo, pavoneándose por el escenario -, a riesgo de poner freno a la maravillosa sensación de fatalidad y de inutilidad que aquí reina esta noche, me gustaría saludar a algunos grupos.

Sacó una tarjeta del bolsillo.

- Tenemos... - alzó una mano para contener las aclamaciones. ¿Tenemos aquí a un grupo del Club de Bridge Flamarión Zansellquasure de más allá del Vaciovort de Qvarne? ¿Están aquí?

Una aclamación se elevó de la parte de atrás, pero fingió no haberla oído. Atisbó entre el público, tratando de localizarlos.

- ¿Están aquí? - repitió, para provocar otra aclamación más fuerte.

Y lo consiguió, como siempre.

- Ah, están ahí. Bueno, amigos, los últimos saludos; y nada de trampas, recuerden que es un momento muy solemne.

Recibió las carcajadas con avidez.

- ¿Y tenemos también, tenemos también... a un grupo de deidades secundarías de las Mansiones de Asgard?

A lo lejos, por su derecha, llegó el rugido de un trueno lejano. Un relámpago describió un arco por el escenario. Un grupo pequeño de hombres peludos con cascos, que estaban sentados con aire muy complacido, levantaron los vasos hacia él.

Seres del pasado, pensó para sí.

- Cuidado con el martillo, señor - dijo.

De nuevo volvieron a hacer el truco del relámpago. Max les envió una sonrisa con los labios muy apretados.

- Y en tercer lugar - prosiguió -, en tercer lugar un grupo de las Juventudes Conservadoras de Sitio B, ¿están aquí?

Un grupo de perros jóvenes, elegantemente vestidos, dejaron de tirarse panecillos los unos a los otros y empezaron a tirar panecillos al escenario. Ladraron y aullaron de manera ininteligible.

- Sí - dijo Max -; bueno, la culpa es únicamente de ustedes, ¿se dan cuenta? Y por último - prosiguió Max, tras acallar al público y poner una cara solemne -, por último creo que esta noche tenemos con nosotros a un grupo de creyentes, muy devotos, de la Iglesia del Segundo Advenimiento del Gran Profeta Zarquon.

Eran unos veinte, y estaban sentados en el suelo, contra la pared; iban vestidos con ascetismo, bebían agua mineral a sorbos nerviosos y se mantenían aparte del barullo. Pestañearon irritados cuando el foco se centró sobre ellos.

- Ahí están - dijo Max -, pacientemente sentados. El profeta anunció que volvería y les tiene esperando desde hace mucho, así que esperemos que se dé prisa, amigos, porque sólo le quedan ocho minutos.

El grupo de los fieles de Zarquon permaneció rígido negándose a sufrir los embates de la marea de carcajadas crueles que se cernía sobre ellos.

Max contuvo a su público.

- No, amigos, hablemos en serio, hablemos en serio; aquí no se pretende ofender a nadie. No, sé que no deberíamos tomar a broma unas creencias firmemente arraigadas de manera que un gran aplauso, por favor, para el Gran Profeta Zarquon...

El público aplaudió con respeto.

- ...dondequiera que esté. Envió un beso al impertérrito grupo y volvió al centro del escenario.

Cogió un taburete alto Y se sentó.

- Es maravilloso - siguió machacando - ver tanta gente aquí, esta noche, ¿no es cierto? Sí, absolutamente maravilloso. Porque sé que muchos de ustedes han venido una y otra vez, lo que me parece verdaderamente maravilloso: venir a ver el final de todo, y luego volver a casa, a su propia era... y crear familias, luchar por sociedades nuevas y mejores, librar guerras horribles por lo que es justo... todo esto le da a uno esperanzas para el porvenir - señaló de todas las formas de vida. Si no fuera, por supuesto la relampagueante agitación que había encima y en torno a ellos -, porque sabemos que no existe el futuro...

Arthur se volvió hacia Ford; aún no le entraba aquel sitio en la cabeza.

- Oye - dijo -, si el Universo está a punto acabar... ¿no desaparecemos nosotros con él?

Ford le lanzó una mirada de tres detonadores es gargáricos pangalácticos, es decir, muy insegura.

- No - dijo -; mira, en cuanto llegue el momento del salto, quedaremos sujetos en una asombrosa especie de armazón protector del tiempo. Me parece.

- Ah - dijo Arthur. Volvió la atención al tazón de sopa que logró que le trajera el camarero en lugar del filete.

- Mira - dijo Ford -, te lo explicaré.

Cogió una servilleta de la mesa y manipuló torpemente con ella.

- Mira - repitió -, imagínate que esta servilleta, ¿eh?, es el Universo temporal, ¿eh? Y que esta cuchara es un medio transduccional de la materia curva...

Le costó mucho decir la última frase, y Arthur no quería interrumpirle.

- Esa es la cuchara con que yo estaba comiendo - protestó.

- Muy bien - dijo Ford -, imagínate que esta cuchara... - encontró una cucharita de madera en una bandeja de salsas -, esta cuchara... - pero le resultaba muy difícil sacarla -  no, mejor aún, que este tenedor...

- ¡Eh! ¿Quieres dejar mi tenedor? - saltó Zaphod.

- De acuerdo - dijo Ford -, muy bien, muy bien. ¿Por qué no suponemos..., por qué no suponemos que esta copa de vino es el Universo temporal...?

- ¿Cuál, la que acabas de tirar al suelo?

- ¿La he tirado?

- Sí.

- Muy bien - dijo Ford -, olvídalo. Es decir..., o sea, mira... ¿tú sabes... sabes cómo surgió realmente el Universo por pura casualidad?

- Me parece que no - dijo Arthur, que deseó no haberse embarcado nunca en nada de aquello.

- Muy bien - dijo Ford -. Imagínate lo siguiente. Bien. Tienes una bañera. Una bañera grande y redonda. Es de ébano.

- ¿Y de dónde la he sacado? - dijo Arthur -. Los vogones destruyeron Harrods.

- No importa.

- Eso dices siempre.

- Escucha.

- Muy bien.

- Tienes esa bañera, ¿ves? Imagínate que la tienes. Es de ébano. Y de forma cónica.

- ¿Cónica? - dijo Arthur -. ¿Qué clase de...?

- ¡Chsss! - dijo Ford -. Es cónica. Así que mira, lo que haces es llenarla de arena fina y blanca, ¿vale? O de azúcar. Arena blanca y fina, y/o azúcar. Cualquiera de las dos cosas. No importa. Azúcar está bien. Y cuando esté llena, quitas el tapón... ¿Me estás escuchando?

- Te escucho.

- Quitas el tapón, y todo se va por el desagüe haciendo remolinos, ¿comprendes?

- Comprendo.

- No lo comprendes. No entiendes nada en absoluto. Todavía no he llegado al truco. ¿Quieres saber cuál es el truco?

- Dime el truco.

Ford pensó un momento, tratando de recordar cuál era el truco.

- El truco es el siguiente - anunció -. Lo filmas todo.

- Buen truco.

- Ese no es el truco. El truco es éste... ahora recuerdo que éste es el truco. El truco consiste en que luego rebobinas la película en el proyector... ¡al revés!

- ¿Al revés?

- Sí. El verdadero truco consiste en rebobinarla al revés. Luego te sientas a verla, y parece que todo surge en espiral del desagüe y llena el baño. ¿Entiendes?

- ¿Y así es como empezó el Universo? - inquirió Arthur.

- No - dijo Ford -, pero es una buena forma de descansar. Buscó su copa de vino.

- ¿Dónde está mi copa de vino? - preguntó.

- En el suelo.

- Ah.

Al echarse hacia atrás en la silla para buscarla, Ford tropezó con el camarero verde de corta estatura, que iba a dejar en la mesa un teléfono portátil.

Ford se disculpó con el camarero, explicándole que estaba sumamente borracho.

El camarero dijo que estaba muy bien y que lo entendía perfectamente.

Ford agradeció al camarero su indulgencia y amabilidad, trató de retirarse de la frente un mechón de pelo, falló por quince centímetros y se escurrió debajo de la mesa.

- ¿Mister Zaphod Beeblebrox? - preguntó el camarero.

- Humm, ¿sí? - dijo Zaphod, levantando la vista de su tercer filete.

- Hay una llamada para usted.

- ¿Qué, cómo?

- Le llaman por teléfono, señor.

- ¿A mí? ¿Aquí? Pero ¿quién sabe dónde estoy?

Una de sus cabezas se embaló. La otra siguió disfrutando amorosamente de la comida que engullía en grandes cantidades.

- Me disculparás si sigo, ¿verdad? - dijo la cabeza que comía, sin dejar de masticar.

Andaba persiguiéndole tanta gente, que había perdido la cuenta. No debería haber hecho una entrada tan llamativa. ¡Y por qué no, demonio!, pensó. ¿Cómo sabes que te estás divirtiendo si no hay nadie que vea lo bien que te lo pasas?

- A lo mejor le ha dado el soplo alguien de aquí a la policía galáctica - sugirió Trillian -. Todo el mundo te vio entrar.

- ¿Quieres decir que quieren detenerme por teléfono? - dijo Zaphod -. Puede ser. Cuando estoy acorralado, soy un tío muy peligroso.

- Sí - dijo una voz desde debajo de la mesa -; te deshaces en pedazos tan de prisa, que la gente resulta herida por la metralla.

- Oye, ¿es que hoy es el Día del juicio? - saltó Zaphod.

- ¿También vamos a presenciar el Juicio Final? - preguntó Arthur, nervioso.

- Yo no tengo prisa - murmuró Zaphod -. Muy bien, ¿quién es el tío que está al teléfono? - Dio una patada a Ford y le dijo -: Levanta de ahí, chaval, puedo necesitarte.

- Yo no conozco personalmente al caballero de metal en cuestión, señor - dijo el camarero.

- ¿De metal?

- Sí, señor. He dicho que no conozco personalmente al caballero de metal en cuestión...

- Muy bien, sigue.

- Pero tengo noticia de que ha estado esperando su regreso durante un número considerable de radenios. Parece que usted le dejó aquí con cierta precipitación.

- ¿Que le dejé aquí? - exclamó Zaphod -. ¿Te encuentras bien? Si acabamos de llegar.

- Desde luego, señor - insistió tercamente el camarero -, pero antes de llegar, señor, tengo entendido que usted se marchó de aquí.

Zaphod lo pensó con un cerebro, Y luego con el otro.

- ¿Estás diciendo - preguntó - que antes de que llegáramos aquí, nos marchamos de este lugar?

Esta noche va a ser larga, pensó el camarero.

- Exactamente, señor.

- Paga a un psicoanalista con el dinero para emergencias, muchacho - le aconsejó Zaphod.

- No, espere un momento - dijo Ford, emergiendo de nuevo al nivel de la mesa -; ¿dónde es exactamente aquí?

- Para ser absolutamente preciso, señor, es el Mundo Ranestelar B.

- Pero si acabamos de marcharnos de allí - protestó Zaphod -; nos fuimos de allí y vinimos al Restaurante del Fin del Mundo.

- Sí, señor - dijo el camarero, sintiendo que ya se encontraba en la recta final y que iba bien -, el uno se construyó sobre las ruinas del otro.

- ¡Ah! - exclamó animadamente Arthur -. Quiere decir que hemos viajado en el tiempo pero no en el espacio.

- Escucha, mono semievolucionado - le cortó Zaphod -, ¿por qué no haces el favor de subirte a un árbol?

Arthur montó en cólera.

- Ve a golpearte las cabezas una contra otra, cuatro ojos - recomendó a Zaphod.

- No, no - dijo el camarero a Zaphod -. Su mono lo ha entendido bien, señor.

Arthur tartamudeó furioso y no dijo nada coherente ni a derechas.

- Dieron ustedes un salto hacia delante de..., según mis cálculos, de quinientos setenta y seis mil millones de años sin moverse del mismo sitio - explicó el camarero. Sonrió. Tenía la sensación maravillosa de haber ganado en contra de lo que parecía una desventaja insuperable.

- ¡Eso es! - exclamó Zaphod -. Ya lo entiendo. Dije al ordenador que nos llevara a comer al sitio más cercano, y eso es precisamente lo que hizo. Si quitamos o ponemos quinientos setenta y seis mil millones de años, o los que sean, nunca nos hemos movido. Muy hábil.

Todos convinieron en que era muy hábil.

- Pero ¿quien es el tío que está al teléfono? - preguntó Zaphod.

- ¿Qué le pasó a Marvin? - preguntó Trillian.

Zaphod se llevó las manos a las cabezas.

- ¡El Androide Paranoide! Lo dejé abatido en Ranestelar B.

- ¿Cuándo fue eso?

- Pues supongo que hace quinientos setenta y seis mil millones de años - dijo Zaphod -. Oye, humm..., pásame el aparato, jefe de bandejas.

Las cejas del pequeño camarero vagaron confundidas por su frente.

- ¿Cómo dice, señor? - preguntó.

- El teléfono, camarero - dijo Zaphod, arrancándoselo de las manos -. Mira, tío, los camareros estáis tan atrasados, que no sé cómo os las arregláis.

- Desde luego, señor.

- Qué hay, ¿eres tú, Marvin? - dijo Zaphod por el teléfono -. ¿Qué tal estás, muchacho?

Hubo una larga pausa antes de que se oyera una voz muy tenue por el auricular.

- Creo que deberías saber que estoy muy deprimido - dijo.

Zaphod tapó el teléfono con la mano.

- Es Marvin - anunció -. Hola, Marvin - volvió a decir al teléfono -. Nos lo estamos pasando estupendamente. Comida, vino, algunos insultos personales y el Universo a punto de esfumarse. ¿Dónde podemos recogerte?

Hubo otra pausa.

- No tienes que fingir que sientes algún interés por mí, ¿sabes? - dijo Marvin al fin -. Sé perfectamente que sólo soy un robot doméstico.

- Bueno, bueno - dijo Zaphod -; pero ¿dónde estás?

- «Marcha atrás a la fuerza propulsara primaria, Marvin», me dicen. «Abre la esclusa neumática número tres, Marvin. ¿Puedes recoger ese trozo de papel, Marvin?» ¡Que si puedo recoger un trozo de papel! De modo que tengo un cerebro del tamaño de un planeta y me piden que...

- Sí, sí - dijo Zaphod en un tono que apenas sugería comprensión.

- Pero estoy muy acostumbrado a que me humillen - dijo Marvin con voz monótona -. Si quieres, incluso puedo meter la cabeza en un cubo de agua. ¿Quieres que vaya a meter la cabeza en un cubo de agua? Tengo uno preparado. Espera un momento.

- Esto... oye, Marvin - le interrumpió Zaphod. Pero ya era demasiado tarde: por el teléfono oyó un sonido metálico y gorgoritos melancólicos.

- ¿Qué dice? - preguntó Trillian.

- Nada - dijo Zaphod -. No ha llamado más que para lavarse la cabeza ante nosotros.

- Ahí tienes - dijo Marvin, burbujeando un poco por el teléfono -, espero que te sientas satisfecho...

- Sí, sí - dijo Zaphod -. ¿Y ahora quieres decirnos dónde estás, por favor?

- Estoy en el aparcamiento - respondió Marvin.

- ¿En el aparcamiento? - dijo Zaphod -. ¿Qué estás haciendo allí?

- Aparcando vehículos. ¿Qué otra cosa puedo hacer en un aparcamiento?

- Muy bien, quédate ahí, bajaremos en seguida.

Con un solo movimiento, Zaphod se puso en pie de un brinco, soltó de golpe el teléfono y escribió en la cuenta: «Hotblack Desiato.»

- Venga, chicos - dijo -. Marvin está en el aparcamiento. Vamos abajo.

- ¿Qué está haciendo en el aparcamiento? - preguntó Arthur.

- Aparcando vehículos, ¿qué, si no? ¡Toma!

- Pero ¿qué pasará con el Fin del Mundo? Nos vamos a perder el gran acontecimiento.

- Yo ya lo he visto. Es una tontería - dijo Zaphod -. No es más que un guirigay disparatado.

- ¿Un qué?

- Lo contrario de una gran explosión. Venga, démonos prisa.

Pocos comensales les prestaron atención cuando se abrieron paso hacía la salida del restaurante. Tenían los ojos fijos en el horror del cielo.

- Es un efecto interesante de observar - decía Max -; allí, en el cuadrante superior izquierdo del cielo, donde si se fijan con atención, podrán ver que el sistema estelar de Hastromil está hirviendo hasta llegar al ultravioleta. ¿Hay aquí alguien de Hastromil?

Hubo un par de vítores dudosos por la parte del fondo.

- Bueno - prosiguió Max, rebosante de alegría -, ya es muy tarde para preocuparse por si han dejado el gas encendido.

El vestíbulo de recepción estaba casi vacío, pero no obstante Ford se abrió paso por él a fuerza de bandazos.

Zaphod lo agarró firmemente del brazo y logró introducirlo en un cubículo que se abría a un lado del recibidor.

- ¿Qué le estás haciendo? - preguntó Arthur.

- Poniéndole sobrio - dijo Zaphod, metiendo una moneda en una ranura. Destellaron unas luces y hubo un remolino de gases.

- Hola - dijo Ford, saliendo del cubículo un momento después -, ¿a dónde vamos?

- Abajo, al aparcamiento. Vamos.

- ¿Qué me dices de los Teleportes del Tiempo personales? - inquirió Ford -. Volvamos derechos al Corazón de Oro.

- Sí, pero estoy harto de esa nave. Que se la quede Zarniwoop. No quiero participar en sus juegos. A ver qué encontramos.

Uno de los Alegres Transportadores Verticales de Personas, de la Compañía Cibernética Sirius los bajó a los sustratos más profundos del Restaurante. Se alegraron al ver que le habían causado destrozos y no trataba tanto de hacerlos felices como de llevarlos abajo.

Al llegar al fondo, se abrieron las puertas del ascensor, y una ráfaga de aire frío y rancio los sorprendió.

Lo primero que vieron al salir del ascensor fue una larga pared de cemento que tenía más de cincuenta puertas que ofrecían diferentes instalaciones sanitarias para las cincuenta formas de vida más importantes. Sin embargo, como todos los aparcamientos de la Galaxia de toda la historia de los aparcamientos, aquél olía a impaciencia. Doblaron una esquina y se encontraron en un andén rodante que recorría un espacio vasto y cavernoso, perdido en la oscura distancia.

Estaba dividido en compartimientos donde había naves espaciales pertenecientes a los comensales; unas eran modelos utilitarios fabricados en serie, y otras, limusinaves resplandecientes: juguetes de los millonarios.

Al pasar a su lado, los ojos de Zaphod destellaron con algo que podía o no ser avaricia. En realidad, es mejor ser claros a este respecto: eran destellos de verdadera avaricia.

- Ahí está - dijo Trillian -. Marvin está allí.

Los demás miraron a donde ella señalaba. Vagamente vieron una pequeña figura de metal que con desgana pasaba un trapo por una esquina remota de una solnave plateada y gigantesca.

A lo largo del andén rodante había amplios tubos transparentes que bajaban al nivel del suelo. Zaphod salió del andén, se metió en uno y bajó flotando suavemente. Le siguieron los demás. Al recordarlo. más adelante, Arthur Dent pensó que había sido la única experiencia verdaderamente agradable de todos sus viajes por la Galaxia.

- Hola, Marvin - dijo Zaphod, acercándose al robot -. Hola, muchacho, estamos muy contentos de verte.

Marvin se volvió, y en la medida de lo posible, su rostro metálico completamente inerte manifestó cierto reproche.

- No, no lo estáis - replicó -. Nadie lo está.

- Como quieras - dijo Zaphod, dándole la espalda para comerse las naves con los ojos.

Sólo Trillian y Arthur se acercaron realmente a Marvin.

- Pues nosotros sí nos alegramos de verte - dijo Trillian, dándole unas palmaditas, cosa que al robot le desagradaba intensamente -. Mira que esperarnos durante todo este tiempo...

- Quinientos setenta y seis millones tres mil quinientos setenta y nueve años - especificó Marvin -. Los he contado.

- Pues aquí nos tienes ya - dijo Trillian con la impresión, enteramente acertada según Marvin, de que era algo un tanto ridículo de decir.

- Los primeros diez millones de años fueron los más difíciles - siguió Marvin -, y los segundos diez millones también fueron los peores. Los terceros diez millones no me gustaron nada. Después entré en una especie de decadencia.

Hizo una pausa lo suficientemente larga como para darles la impresión de que debían decir algo, y entonces prosiguió:

- En este trabajo, lo que más le deprime a uno es la gente que conoce.

Hizo otra pausa. Trillian carraspeo.

- Es eso...

- La mejor conversación que he mantenido fue hace cuarenta millones de años - continuó Marvin.

Y de nuevo hizo una pausa.

- ¡Válg...!

- Con una máquina de café.

Esperó.

- Eso es una...

- No os gusta hablar conmigo, ¿verdad? - dijo Marvin en tono bajo y desolado.

Trillian se puso a hablar con Arthur.

Alejado de ellos, Ford Prefect había encontrado algo cuyo aspecto le gustaba mucho; varias cosas, en realidad.

- Zaphod - dijo en voz baja -, echa un vistazo a estos tranvías estelares...

Zaphod los miró y le gustaron.

La nave que miraban era realmente muy pequeña, pero extraordinaria: el juguete de un niño rico, sin duda. No tenía mucho que ver. Se parecía mucho a un dardo de papel de unos seis metros de largo, y estaba hecha de chapa fina pero dura. En la parte de atrás había una pequeña cabina horizontal para dos tripulantes. Tenía un motor diminuto propulsado por energía de encanto, que no sería capaz de desplazarlo a gran velocidad. Lo que tenía, sin embargo, era un sumidero de calor.

El sumidero de calor era una masa de unos dos mil billones de toneladas contenido en un agujero negro que estaba montado en un campo electromagnético situado en medio de la nave, y permitía maniobrar la nave a pocos kilómetros de un sol amarillo para capturar y dejarse llevar por las llamaradas que estallaban en su superficie.

Navegar por las llamas es uno de los deportes más exóticos y estimulantes, y aquellos que se atreven y pueden permitírselo se cuentan entre los hombres más celebrados de la Galaxia. También es, desde luego, pasmosamente peligroso; los que no mueren pilotando, mueren de agotamiento sexual en una de las fiestas apré-llama del Club Dédalo.

Ford y Zaphod la miraron y siguieron adelante.

- Y este buggy estelar de color naranja - dijo Ford -, con los parasoles negros...

El buggy también era una astronave pequeña, denominación, en realidad, totalmente errónea, porque lo único que no podía surcar eran las distancias interestelares. Fundamentalmente era un todo terreno planetario, deportivo, preparado para parecer lo que no era. Pero tenía una línea bonita. Continuaron adelante.

La siguiente era grande, de unos treinta metros de largo: una limusinave evidentemente proyectada con la idea de hacer que los mirones se murieran de envidia. La pintura y los detalles de los accesorios decían claramente: «No sólo soy lo bastante rico para tener esta nave, sino que también soy lo suficientemente acaudalado para no tomármelo en serio.» Era maravillosamente repugnante.

- Échale una mirada - dijo Zaphod -: energía de quark multiconcentrada, estribos de perspulex. Debe ser un producto de encargo de la Lazlar Liricón.

La examinó centímetro a centímetro.

- Sí - dijo -, mira el emblema infrarrosa del lagarto en la capota de neutrino. La marca de Lazlar. El dueño no tiene vergüenza.

- Una vez me pasó una de estas madres, cerca de la nebulosa Axel - dijo Ford -. Yo iba a toda velocidad y ese cacharro me adelantó como una bala, casi rozando un planeta. Algo increíble.

Zaphod emitió un silbido apreciativo.

- Diez segundos después - prosiguió Ford - se estrelló contra la tercera luna de Jaglan Beta.

- ¿Sí, de veras?

- Pero esta nave tiene un aspecto maravilloso. Se parece a un pez, se mueve como un pez, se conduce como una vaca.

Ford miró por el otro lado.

- Oye, ven a ver esto - gritó -; hay un mural enorme pintado en este lado. Un sol que estalla: la marca de Zona Catastrófica. Debe ser la nave de Hotblack. Qué suerte tiene el maricón. Ya sabes que tocan esa canción tremenda que acaba con una nave de efectos especiales estrellándose contra el sol. Tiene que ser un espectáculo maravilloso. Pero debe salir caro por las naves.

Sin embargo, la atención de Zaphod estaba en otra parte. Tenía los ojos clavados en la nave aparcada junto a la de Hotblack. Las dos bocas le quedaron abiertas.

- Eso - dijo -, eso... hace mucho daño a la vista...

Ford miró. También quedó asombrado.

Era una nave de líneas sencillas y clásicas, como un salmón aplastado, de unos veinte metros de largo, muy limpia y bruñida. Sólo tenía una cosa notable.

- ¡Es tan... negra! - dijo Ford Prefect -. ¡Apenas puede distinguirse su forma... es como si se tragase la luz!

Zaphod no dijo nada. Sencillamente, se había enamorado.

Su negrura era tan extrema, que casi resultaba imposible saber lo cerca que se estaba de ella.

- Es que los ojos resbalan por ella... - dijo Ford, maravillado. Era un momento de mucha emoción. Se mordió el labio.

Zaphod se acercó a ella, despacio, como un poseso; o más precisamente, como alguien que quisiera poseer. Alargó la mano para acariciarla. Se detuvo. Volvió a alargar la mano para acariciarla. Se detuvo de nuevo.

- Ven a tocarla - dijo en un susurro.

Ford alargó el brazo para tocarla. Su mano se detuvo.

- No... no se puede - dijo.

- ¿Lo ves? - dijo Zaphod -. Es totalmente infriccionable. Debe tener un motor bestial.

Se volvió para mirar gravemente a Ford. Al menos, eso hizo una de sus cabezas; la otra estaba maravillada contemplando la nave.

- ¿Qué te parece, Ford? - preguntó.

- Te refieres a... - Ford miró por encima del hombro -. ¿Te refieres a largarnos con ella? ¿Crees que deberíamos hacerlo?

- No.

- Yo tampoco.

- Pero vamos a hacerlo, ¿verdad?

- ¿Cómo podríamos evitarlo?

Miraron un poco más hasta que Zaphod, súbitamente, se dominó.

- Será mejor que nos larguemos pronto - dijo -. Dentro de un momento se habrá acabado el Universo y todos esos mendas bajarán a montones para buscar sus burgomóviles.

- Zaphod - dijo Ford.

- ¿Sí?

- ¿Cómo vamos a hacerlo?

- Muy sencillo - dijo Zaphod. Se volvió y gritó -: ¡Marvin!

Lenta, laboriosamente, con un millón de crujidos y ruidos metálicos, que había aprendido a simular, Marvin se volvió para responder a la llamada.

- Ven aquí - dijo Zaphod -. Tenemos trabajo para ti, Marvin caminó pesadamente hacia ellos.

- No me va a gustar - anunció.

- Sí te gustará - le avasalló Zaphod -, toda una vida nueva se extiende ante ti.

- Ah, no; otra no - gruñó Marvin.

- ¡Quieres callarte y escuchar! - siseó Zaphod -. Esta vez habrá emociones y aventuras y cosas verdaderamente tremendas.

- Eso me suena horriblemente - comentó Marvin.

- ¡Marvin! Lo único que intento pedirte...

- Supongo que quieres que te abra esa nave espacial.

- ¡Qué! Pues... sí. Sí, eso es - dijo Zaphod, nervioso. Tenía por lo menos tres ojos fijos en la entrada. No había tiempo.

- Bien; desearía que te limitaras a decírmelo en vez de intentar ganarte mi entusiasmo - dijo Marvin -. Porque no tengo ninguno.

Se acercó a la nave, la tocó y se abrió una escotilla.

Ford y Zaphod miraron fijamente a la abertura.

- No hay de qué - dijo Marvin -. ¡No, nada de gracias!

Volvió a alejarse con sus pasos pesados.

Arthur y Trillian se reunieron con ellos.

- ¿Qué pasa? - preguntó Arthur.

- Mira esto - dijo Ford -. Mira el interior de esta nave. - ¡Qué cosa tan fantástica! - musitó Zaphod.

- Es negro - dijo Ford -. Todo es absolutamente negro.

En el Restaurante las cosas se acercaban rápidamente al momento después del cual ya no habría más momentos.

Todos los ojos estaban fijos en la cúpula, todos menos los del guardaespaldas de Hotblack Desiato, que miraba atentamente a su jefe, y los del músico, que el encargado de su seguridad había cerrado por respeto.

El guardaespaldas se inclinó sobre la mesa. Sí Hotblack Desiato hubiese estado vivo, posiblemente habría considerado que aquélla era una buena ocasión para recostarse o para dar un paseo corto. Su guardaespaldas no era hombre que mejorara en compañía. Sin embargo, debido a su lamentable condición, Hotblack Desiato permanecía completamente inerte.

- ¿Mister Desiato? ¿Señor? - susurró el guardaespaldas. Cada vez que hablaba, parecía como si los músculos de las comisuras de su boca se encaramaran unos sobre otros para quitarse de en medio.

- ¿Mister Desiato? ¿Puede oírme?

De manera muy natural, Hotblack Desiato no dijo nada.

- ¿Hotblack? - siseó el guardaespaldas.

Otra vez de manera muy natural, Hotblack Desiato no respondió. Sin embargo, de forma sobrenatural, lo hizo.

Frente a él, una copa de vino cascabeleo en la mesa y un tenedor se elevó unos dos centímetros y dio unos golpecitos a la copa. Luego volvió a asentarse sobre la mesa.

El guardaespaldas emitió un gruñido de satisfacción.

- Es hora de que nos marchemos, mister Desiato - musitó el guardaespaldas -; en su estado no debe cogernos la aglomeración. Debe usted llegar al próximo concierto tranquilo y descansado. Realmente había mucho público. Uno de los mejores. Kakrafún. Hace dos millones quinientos setenta y seis mil años. ¿Ha estado esperándolo con impaciencia?

El tenedor volvió a alzarse, se detuvo, se balanceó de manera indiferente y volvió a caer.

- ¡Oh, vamos! - dijo el guardaespaldas - Va a haber sido magnífico. Los dejó paralizados.

El guardaespaldas habría hecho que al doctor Dan Callejero le diera un ataque de apoplejía.

- La nave negra que se estrella contra el sol siempre les emociona, y la nueva es una hermosura. Lo sentiré mucho cuando la vea perderse. Sí vamos para allá, pondré el piloto automático de la nave negra y viajaremos en la limusinave. ¿De acuerdo?

El tenedor dio un golpecito de aquiescencia y, misteriosamente, la copa de vino se vació.

El guardaespaldas empujó la silla de ruedas de Hotblack Desiato y salieron del restaurante.

- ¡Y ahora - gritó Max desde el centro del escenario - ha llegado el momento que todos ustedes han estado esperando!

Alzó los brazos. A sus espaldas, la orquesta acometió unos sintoacordes vibrantes y una percusión frenética. Max había discutido con los músicos sobre esto, pero ellos adujeron que estaba en su contrato y que lo harían, su agente tendría que evitarlo.

- ¡Los cielos empiezan a bullir! - gritó -. ¡La naturaleza se desmorona en el aullante vacío! Dentro de veinte segundos el Universo llegará a su fin! ¡Miren cómo la luz del infinito estalla sobre nuestras cabezas!

La horrenda furia de la destrucción se desataba en torno a ellos; y en aquel preciso momento una trompeta sonó suavemente desde la distancia infinita. Los ojos de Max giraron para lanzar una mirada colérica a la orquesta. Ningún músico tocaba trompeta alguna. De pronto, un remolino de humo surgió del escenario, a su lado. A la primera se unieron más trompetas. Max había representado aquel espectáculo más de quinientas veces, y nunca había ocurrido nada parecido. Se apartó alarmado del remolino de humo, donde poco a poco se iba materializando una figura; la figura de un anciano con barba, vestido con una túnica y envuelto en luz. En sus ojos había estrellas, y sobre su frente una corona de oro.

- ¿Qué es esto? - musitó Max con los ojos desencajados -. ¿Qué está pasando?

Al fondo del restaurante, el grupo de rostros impenetrables de la Iglesia del Segundo Advenimiento del Gran Profeta Zarquon se pusieron de pie, gritando y cantando en éxtasis.

Max parpadeó asombrado. Levantó los brazos hacia el público.

- ¡Un gran aplauso, por favor, señoras y caballeros - aulló -, para el Gran Profeta Zarquon! ¡Ha venido! ¡Zarquon ha vuelto a aparecer!

Se oyó una atronadora salva de aplausos mientras Max cruzaba el escenario y le entregaba el micrófono al Profeta.

Zarquon se aclaró la garganta, Atisbó entre el público. Las estrellas de sus ojos chispearon intranquilas. Aturdido, cogió el micrófono.

- Pues... - dijo -, hola. Hummm, mirad, siento llegar un poco tarde. He pasado un rato espantoso, han surgido toda clase de dificultades en el último momento.

Parecía nervioso por el respetuoso y expectante silencio. Carraspeó.

- Bueno, ¿qué tal andamos de tiempo? - preguntó -. Si tuviera sólo un min...

Y así acabó el mundo.

Aparte de su precio relativamente barato y del hecho de que en la portada lleva las palabras NO SE ASUSTE escritas en letras grandes y agradables, una de las mayores razones de venta de ese libro absolutamente notable, la Guía del autoestopista galáctico, la constituye su glosario abreviado y a veces preciso. Por ejemplo, las estadísticas referentes a la naturaleza geosocial del Universo se indican hábilmente entre las páginas novecientas treinta y ocho mil trescientas veinticuatro y la novecientas treinta y ocho mil trescientas veintiséis; el estilo simplista en que se exponen, queda parcialmente en parte justificado por el hecho de que los autores, al tener que enfrentarse con un límite de tiempo para la entrega del artículo, copiaron la información del reverso de un paquete de cereales para el desayuno, embelleciéndola apresuradamente con algunas notas a pie de página con el fin de evitar que los procesaran bajo las leyes incomprensiblemente tortuosas de los Derechos Galácticos de Autor.

Es interesante observar que un editor posterior y más taimado envió el libro a un tiempo pasado mediante un remolcador temporal y demandó con éxito a la compañía de cereales para el desayuno por infringir esas mismas leyes.

Ahí va una muestra:

El Universo: algunas informaciones para ayudarle a vivir en él.

1 Zona: Infinito.

La Guía del autoestopista galáctico da la siguiente definición de la palabra «infinito».

Infinito: Mayor que la cosa más grande que haya existido nunca, y más. Mucho mayor que eso, en realidad; verdadera y asombrosamente enorme, de un tamaño absolutamente pasmoso, algo para decir: «vaya, qué cosa tan inmensa». El infinito es simplemente tan grande, que en comparación la grandeza misma resulta una nadería. Lo que tratamos de exponer es una especie de concepto que resultaría de lo gigantesco multiplicado por lo colosal multiplicado por lo asombrosamente enorme.

2 Importaciones: Ninguna

Es imposible importar cosas a una zona infinita, al no haber un exterior del que importarlas.

3 Exportaciones: Ninguna.

Véase Importaciones.

4 Población: Ninguna.

Es sabido que existe un número infinito de mundos, sencillamente porque hay una cantidad infinita de espacio para que todos se asienten en él. Sin embargo, no todos están habitados. Por tanto, debe haber un número finito de mundos habitados. Un número finito dividido por infinito se aproxima lo suficiente a la nada para que no haya diferencia, de manera que puede afirmarse que la población media de todos los planetas del Universo es cero. De ello se desprende que la población media de todo el Universo también es cero, y que todas las personas con que uno pueda encontrarse de vez en cuando no son más que el producto de una imaginación trastornada.

5 Unidades monetarias: Ninguna.

En realidad, en la Galaxia hay tres monedas de libre cambio, pero ninguna cuenta. El dólar altairiano se ha desmoronado hace poco, la bolita pobble llainiana sólo se puede cambiar por otras bolitas pobbles llainianas, y el pu trigánico tiene sus propios problemas muy particulares. Su tasa de cambio, ocho ningis por un pu, es bastante simple, pero como un ningi es una moneda triangular de goma, de diez mil cuatrocientos kilómetros por cada lado, nunca ha tenido nadie suficiente para poseer un pu. El ningi no es una moneda negociable porque los galactibancos se niegan a tratar con un cambio insignificante. A partir de esta premisa fundamental es muy sencillo demostrar que los galactibancos también son producto de una imaginación trastornada.

6 Arte: Ninguno

La función del arte es servir de espejo a la naturaleza, y no existe un espejo lo suficientemente grande: véase el punto uno.

7 Sexualidad: Ninguna.

Bueno, en realidad hay muchísima, sobre todo debido a la total ausencia de dinero, de comercio, de bancos, de arte y de cualquier otra cosa que mantenga ocupada a toda la población inexistente del Universo.

Sin embargo, no vale la pena emprender ahora una larga discusión sobre ello, porque es algo verdaderamente muy complicado. Para más información véanse los capítulos siete, nueve, diez, once, catorce, dieciséis, diecisiete, diecinueve, veintiuno a ochenta y cuatro inclusive, y la mayor parte del resto de la Guía.

El restaurante continuó existiendo, pero todo lo demás se había paralizado. Relastáticos temporales lo sostenían y protegían en el interior de una nada que no era un mero vacío, sino simplemente nada: no podía decirse que hubiese nada en cuyo interior pudiera existir un vacío.

La cúpula con escudo protector se había vuelto otra vez opaca, la fiesta había terminado, los comensales se marchaban, Zarquon había desaparecido con el resto del Universo, las Turbinas del Tiempo se preparaban para hacer retroceder el restaurante a la orilla del tiempo y dejarlo listo para el almuerzo, y Max Quordlepleen estaba de nuevo en su pequeño camerino de cortinas, tratando de localizar a su agente por el tempófono.

En el aparcamiento seguía la nave negra, cerrada y silenciosa.

En el aparcamiento entró el difunto mister Hotblack Desiato, impulsado por el andén rodante por su guardaespaldas.

Bajaron por uno de los tubos. Al acercarse a la limusinave, surgió una escotilla de un costado que aferró las ruedas de la silla y subió ésta a bordo. El guardaespaldas subió a continuación y, tras comprobar que su jefe estaba bien conectado al dispositivo de mantenimiento mortal, se dirigió a la pequeña cabina, Allí manipuló el dispositivo de control remoto que conectaba el piloto de la nave negra que estaba al lado de la limusinave, causando de ese modo gran alivio a Zaphod Beeblebrox, que durante diez minutos había estado tratando de arrancar aquel cacharro.

La nave negra se deslizó suavemente de su compartimiento, giró y avanzó rápida y silenciosamente por la calzada central. Al final de ella aceleró, se introdujo en la cámara de lanzamiento temporal e inició el largo viaje de vuelta al pasado remoto.

El menú de Milliways cita, con autorización, un párrafo de la Guía del autoestopista galáctico. El pasaje es el siguiente:

La Historia de todas las civilizaciones importantes de la Galaxia tiende a pasar por tres etapas distintas y reconocibles, las de Supervivencia, Indagación y Refinamiento, también conocidas por las fases del Cómo, del Por qué y del Dónde.

Por ejemplo, la primera fase se caracteriza por la pregunta: «¿Cómo podemos comer?»; la segunda, por la pregunta: «¿Por qué comemos?»; y la tercera por la pregunta: «¿Dónde vamos a almorzar?».

El menú pasa a sugerir que Milliways, el Restaurante del Fin del Mundo, puede ser una respuesta muy agradable y refinada a la tercera pregunta.

Lo que no dice es que, a pesar de que una civilización grande tarda muchos miles de años en pasar las etapas del Cómo, del Por qué y del Dónde, pequeños grupos sociales pueden superar las con extraordinaria rapidez en situaciones de tensión.

- ¿Qué tal vamos? - preguntó Arthur Dent.

- Mal - respondió Ford Prefect.

- ¿A dónde vamos? - inquirió Trillian.

- No lo sé - contesta Zaphod Beeblebrox.

- ¿Por qué no? - quiso saber Arthur Dent.

- Cierra el Pico - sugirieron Zaphod Beeblebrox y Ford Prefect.

- En el fondo - dijo Arthur Dent, ignorando la sugerencia -. lo que tratáis de decir es que hemos perdido el control.

La nave se sacudía y bamboleaba de manera desagradable mientras Ford y Zaphod intentaban arrancar el control al piloto automático. Los motores aullaban y se quejaban como niños cansados en un supermercado.

- Lo que me saca de quicio es este color estrafalario - dijo Zaphod, cuyo enamoramiento con la nave duró casi tres minutos de vuelo -. Cada vez que intento manipular uno de esos extraños instrumentos negros marcados en negro sobre fondo negro, se enciende una lucecita negra para que sepa que se ha conectado. ¿Qué es esto? ¿Una especie de hiperfurgón fúnebre de la Galaxia?

También las paredes de la bamboleante cabina eran negras, el techo era negro, los asientos - rudimentarios, porque el único viaje importante para el que la nave se había construido debería realizarse sin tripulación -, eran negros, el cuadro de mandos era negro, los instrumentos eran negros, los tornillitos que los sujetaban eran negros, la fina y acolchada alfombra que cubría el suelo era negra, y cuando levantaron una esquina descubrieron que la espuma de debajo también era negra.

- A lo mejor - aventuró Trillian - los ojos de quien lo proyectó respondían a diferentes longitudes de onda.

- O no tenía mucha imaginación - murmuró Arthur.

- Tal vez se sintiera muy deprimido - aventuró Marvin.

En realidad, aunque no lo sabían, se había escogido aquel decorado en honor de la triste y lamentada condición de su propietario, deducible de impuestos.

La nave dio un bandazo especialmente desagradable.

- Despacio - rogó Arthur -, este viaje espacial me está mareando.

- Temporal - le corrigió Zaphod - estamos atravesando el tiempo hacia atrás.

- Gracias - dijo Arthur -, ahora me parece que voy a vomitar.

- Adelante - dijo Zaphod -, nos vendrá bien un poco de color por aquí.

- Esto parece una cortés conversación de sobremesa, ¿verdad? - saltó Arthur.

Zaphod le pasó los mandos a Ford, para ver si los descifraba, y con paso vacilante se acercó a Arthur.

- Mira, terráqueo - dijo con furia -, tienes un trabajo que hacer, ¿no? La Pregunta de la Respuesta Ultima, ¿eh?

- ¿Cómo, eso? - dijo Arthur -. Creí que ya lo habíamos olvidado.

- Yo no, chaval. Como dijeron los ratones, vale un montón de dinero en el sitio apropiado. Y todo está encerrado en esa cosa que tienes por cabeza.

- Sí, pero...

- ¡Nada de peros! Piénsalo. ¡El Sentido de la Vidal Si lo descubrimos podremos chantajear a todos los psiquiatras de la Galaxia, y eso significaría un montón de pasta. Yo le debo un dineral al mío.

Sin mucho entusiasmo, Arthur emitió un hondo suspiro.

- De acuerdo - dijo. - Pero ¿por dónde empezamos? ¿Cómo podría descubrirlo yo? Dicen que la Respuesta Ultima de lo que sea, es Cuarenta y dos: ¿cómo puedo saber cuál es la pregunta? Puede ser cualquier cosa. Es decir: ¿cuántas son seis por siete?

Zaphod le miró fijamente durante un momento. Luego, sus ojos resplandecieron de emoción.

- ¡Cuarenta y dos! - gritó.

Arthur se pasó la palma de la mano por la frente.

- Sí - dijo Pacientemente -. Ya lo sé.

Las caras de Zaphod se desencajaron.

- Sólo digo que la pregunta puede ser cualquier cosa - dijo Arthur -, y no sé cómo voy a descubrirla.

Pues tú estabas presente - siseó Zaphod - cuando tu planeta se convirtió en grandes fuegos artificiales.

- En la Tierra tenemos una cosa... - empezó a decir Arthur.

- Teníais - corrigió Zaphod,

- ...llamada tacto. Bueno, no importa. Mira; sencillamente, no lo sé.

Una voz grave resonó monótonamente por la cabina.

- Yo lo sé - afirmó Marvin.

- ¡No te metas en eso, Marvin! - gritó Ford desde los mandos, con los cuales libraba una batalla perdida -. Es un asunto de seres orgánicos.

- Está impresa en las circunvoluciones de las ondas cerebrales del terráqueo - prosiguió Marvin -, pero no creo que tengáis mucho interés en saberlo.

- ¿Quieres decir - preguntó Arthur -, quieres decir que puedes leer en mi mente?

- Sí - contestó Marvin.

Arthur lo miró asombrado.

- ¿Y...? - dijo.

- Me tiene maravillado el que podáis vivir con algo tan pequeño.

- ¡Ah! - contestó Arthur -, es un ultraje.

- Sí - confirmó Marvin.

- Venga, olvídale - dijo Zaphod -. Se lo está inventando.

- ¿Inventando? - repitió Marvin, girando la cabeza con un remedo de asombro -. ¿Por qué querría yo inventar nada? La vida ya es bastante desagradable para inventar cosas acerca de ella.

- Marvin - dijo Trillian con la voz amable y suave que sólo ella era capaz de adoptar con aquella criatura espuria -, si lo has sabido todo el tiempo, ¿por qué no nos lo has dicho?

La cabeza de Marvin giró hacía ella.

- No me lo habéis preguntado - contestó sencillamente.

- Bueno, pues te lo preguntamos ahora, hombre de metal - dijo Ford, volviéndose a mirarle.

En aquel momento la nave dejó súbitamente de sacudiese y balancearse y el estruendo de los motores se redujo a un suave murmullo.

- Oye, Ford - dijo Zaphod -; eso suena bien. ¿Has descubierto cómo se manejan los mandos de este trasto?

- No - dijo Ford -. Sólo he dejado de hurgar en ellos. Calculo que tendremos que ir dondequiera que vaya esta nave y bajarnos deprisa.

- Sí, claro - convino Zaphod.

- Sabía que no teníais verdadero interés - murmuró Marvin para sí, derrumbándose en un rincón y desconectando sus circuitos.

- El problema es - dijo Ford - que el único instrumento de toda la nave que proporciona algunos datos me tiene preocupado. Si es lo que creo, y si dice lo que creo que dice, entonces hemos ido muy lejos en el pasado. Quizás hasta dos millones de años antes de nuestra época.

Zaphod se encogió de hombros.

- El tiempo es una faramalla - sentenció.

- De todos modos, me pregunto a quién pertenecerá esta nave - dijo Arthur.

- A mí - dijo Zaphod.

- No. A quién pertenecerá de veras.

- A mí, de veras - insistió Zaphod -. Mira, la propiedad es un robo, ¿no? Luego el robo es la propiedad. Ergo la nave es mía ¿vale?

- Díselo a la nave - dijo Arthur.

Zaphod se acercó a la consola.

- Nave - dijo, dando puñetazos a los paneles -, te habla tu nuevo dueño...

No le dio tiempo a decir nada más. Varias cosas ocurrieron a la vez.

La nave salió del viaje del tiempo y volvió a emerger al espacio real.

Todos los mandos de la consola, que habían estado apagados durante el viaje del tiempo, se encendieron.

Empezó a funcionar la gran pantalla encima de la consola, revelando un paisaje estelar y un sol muy grande, justo delante de ellos.

Ninguna de tales cosas, sin embargo, fue la causa de que Zaphod se viera en aquel momento violentamente arrojado de espaldas contra el fondo de la cabina, como todos los demás.

Todos se precipitaron hacia atrás por obra de un horrísono ruido que surgió de los altavoces que flanqueaban la pantalla.

En el mundo rojo y seco de Kakrafún, en medio del gran desierto de Rudlit, los técnicos de escena comprobaban los aparatos de sonido.

Es decir, los aparatos de sonido estaban en el desierto, pero no los técnicos. Se habían retirado a la seguridad de la gigantesca nave de control de Zona Catastrófica, que estaba en órbita a unos seiscientos kilómetros por encima de la superficie del planeta, y desde allí comprobaban el sonido. A siete kilómetros y medio de los silos de los altavoces, nadie habría sobrevivido a la sintonización.

Si Arthur Dent hubiese estado a menos de siete kilómetros y medio de los silos de los altavoces, su último pensamiento habría sido que, en forma y tamaño, la instalación del sonido se parecía a Manhattan. Los tubos de escape de los altavoces neutrónicos se remontaban de los silos hacia el cielo hasta una altura monstruosa, oscureciendo los bancos de los reactores plutónicos de los amplificadores sísmicos que había tras ellos.

Profundamente enterrados en bunkers de cemento bajo la urbe de altavoces, estaban los instrumentos que los músicos debían tocar desde la nave: el enorme ajuitar fotónico, el bajo detonador y el complejo conjunto de percusión Megabang.

Iba a ser un concierto ruidoso.

A bordo de la gigantesca nave de control, todo eran prisas y alboroto. La limusinave de Hotblack Desiato, que a su lado era un simple renacuajo, acababa de llegar y atracar, y el llorado caballero era trasladado por pasillos de altas bóvedas para llevarle a presencia del médium que interpretaría sus impulsos psíquicos en el teclado del ajuitar.

También habían llegado un médico, un lógico y un biólogo marino, traídos de Maximegalón a costa de un desembolso fenomenal para que trataran de volver a la razón al cantante solista, que se había encerrado en el cuarto de baño con un frasco de píldoras y se negaba a salir hasta que se le demostrara de manera concluyente que no era un pez. El bajista se dedicaba a ametrallar su dormitorio y el batería no se encontraba a bordo. Frenéticas averiguaciones llevaron al descubrimiento de que estaba en una playa de Santraginus V, a más de cien años luz de distancia, donde según afirmaba había sido feliz durante la última media hora y había encontrado una piedrecita que iba a ser su amiga.

El manager del conjunto sintió un profundo alivio. Aquello significaba que, por decimoséptima vez en la gira, un robot tocaría la batería y que, en consecuencia, la entrada de los cimbalistas se produciría a tiempo.

El sub-éter zumbaba con las comunicaciones de los técnicos de escena, que comprobaban los canales de los altavoces, y eso era lo que se transmitía al interior de la nave negra.

Sus aturdidos ocupantes estaban contra la pared posterior de la cabina, escuchando las voces que salían de los altavoces de la pantalla.

- Muy bien, canal nueve funcionando - dijo una voz -; probando canal quince...

Otro estallido de ruido - sacudió la nave.

- Canal quince funcionando - dijo otra voz.

- La nave de los efectos especiales ya está en posición - dijo una tercera voz -. Tiene buen aspecto. Hará un buen picado hacia el sol. ¿Está a la escucha el ordenador de escena?

- A la escucha - respondió la voz de un ordenador.

- Toma los mandos de la nave negra.

- El programa de su trayectoria está fijado, la nave negra está dispuesta para el viaje.

- Probando canal veinte.

Zaphod recorrió la cabina de un salto y conectó unas frecuencias de receptor sub-éter antes de que el siguiente ruido les hiciera trizas la cabeza. Se quedó de pie, temblando.

- ¿Qué significa el picado hacia el sol? - preguntó Trillian con voz queda.

- Significa - contestó Marvin - que la nave va a lanzarse en picado contra el sol, es decir, que va a zambullirse en él. Es muy fácil de entender. ¿Qué podéis esperar si robáis la nave de efectos especiales de Hotblack Desiato?

- Cómo sabes... - preguntó Zaphod con una voz que entumecería de frío a un lagarto de las nieves de Vega - que ésta es la nave de efectos especiales de Hotblack Desiato?

- Sencillamente - respondió Marvin - porque yo la aparqué.

- Entonces, ¿por qué... no... nos lo advertiste?

- Tú dijiste que querías emociones, aventuras y cosas demenciales.

- Esto es horrible - comentó Arthur sin necesidad en la pausa que siguió.

- Eso es lo que yo he dicho - confirmó Marvin.

En otra frecuencia, el receptor sub-éter había captado una emisión de noticias cuyos ecos resonaban por la cabina.

- ...Hace buen tiempo para el concierto de esta tarde. Estoy delante del escenario - mintió el locutor -, en pleno desierto de Rudlit y con ayuda de unos gemelos hiperbinópticos puedo apenas distinguir al inmenso público agazapado en todas las direcciones del horizonte. Detrás de mí, los silos de los altavoces se alzan como la ladera de una montaña empinada, y en el cielo se van apagando los rayos del sol, ignorante de lo que va a golpearlo. El grupo ecologista sí sabe lo que va a golpearlo, y afirman que el concierto producirá terremotos, inundaciones, huracanes, daños irreparables en la atmósfera y todas las cosas habituales que los ecologistas suelen añadir.

»Pero acaban de informarme de que un representante de Zona Catastrófica se ha reunido con los ecologistas a la hora de comer y los ha matado a tiros a todos, por lo que ahora nada impide que...

Zaphod desconectó el sub-éter. Se volvió a Ford.

- ¿Sabes lo que estoy pensando? - le dijo.

- Creo que sí - dijo Ford.

- Dime lo que crees que estoy pensando.

- Creo que estás pensando que es hora de que abandonemos esta nave.

- Creo que tienes razón - dijo Zaphod.

- Creo que tienes razón - dijo Ford.

- ¿Pero cómo? - dijo Arthur.

- Calla - le cortaron Ford y Zaphod al unísono -, estamos pensando.

- Así que ya está - concluyó Arthur -, vamos a morir.

- Ojalá dejaras de repetir eso - dijo Ford.

En este punto vale la pena recordar las teorías a las que había llegado Ford en su primer encuentro con los seres humanos para explicar su extraña costumbre de afirmar y reafirmar de continuo lo claro y evidente, como «Hace buen día», «Es usted muy alto», o «Así que ya está, vamos a morir».

Su primera teoría fue que si los seres humanos dejaban de hacer ejercicio con los labios, la boca se les quedaría agarrotada.

Al cabo de unos meses de observación, se le ocurrió otra teoría, que era como sigue: Si los seres humanos no dejan de hacer ejercicio con los labios, su cerebro empieza a funcionar.

En realidad, la segunda teoría resulta más literalmente cierta para la raza belcerebona de Kakrafún.

Los belcerebones producían gran resentimiento e inseguridad entre las razas vecinas por ser una de las civilizaciones más ilustradas, realizadas y, sobre todo, tranquilas de la Galaxia.

Como castigo por tal conducta, que se consideraba ofensiva, orgullosa y provocativa, un Tribunal Galáctico les infligió la más cruel de todas las enfermedades sociales: la telepatía. Por consiguiente, con el fin de no emitir el más mínimo pensamiento que les pase por la cabeza a cualquier transeúnte que ande a un radio de siete kilómetros y medio, tienen que hablar muy alto y de manera continua sobre el tiempo, sus penas y pequeñas dolencias, el partido de esta tarde y en lo ruidoso que se ha convertido de pronto Kakrafún.

Otro medio de borrar su mente es hacer de anfitriones en un concierto de Zona Catastrófica.

El cronometraje del concierto era decisivo.

La nave tenía que iniciar el picado antes de que comenzara el concierto, con el fin de chocar con el sol seis minutos y treinta y siete segundos antes del punto culminante de la canción a la que estaba referida, para que la luz de las llamas solares tuviera tiempo de llegar a Kakrafún.

La nave ya llevaba varios minutos en picado cuando Ford Prefect terminó su búsqueda en los demás compartimientos de la nave negra. Irrumpió de nuevo en la cabina.

El sol de Kakrafún empezó a aumentar de forma aterradora en la pantalla, con su infierno de llamaradas blancas creciendo a cada momento por la fusión de los núcleos de hidrógeno, mientras la nave seguía cayendo sin prestar atención a los golpes y porrazos que Zaphod asestaba sobre el cuadro de mandos. Arthur y Trillian tenían la expresión fija de un conejo que está en la carretera en plena noche, pensando que el mejor medio de evitar los faros que se aproximan es desviarlos con la mirada.

Zaphod se volvió con ojos desorbitados.

- Ford - gritó -, ¿cuántas cápsulas de evasión hay?

- Ninguna.

Zaphod tartamudeó.

- ¿Las has contado? - aulló.

- Dos veces. ¿Has logrado localizar a los técnicos de escena por la radio?

- Sí - dijo Zaphod amargamente -. Dije que había un montón de gente a bordo, y contestaron que dijera «hola» a todo el mundo.

Ford puso los ojos en blanco.

- ¿No les dijiste quién eras?

- Claro que sí. Dijeron que era un gran honor. Y añadieron algo acerca de la cuenta de un restaurante y de mis ejecutores testamentarios.

Ford apartó a Arthur de un empujón y se inclinó sobre el cuadro de mandos.

- ¿No funciona nada de esto? - preguntó con furia.

- Todo está bloqueado.

- Destruye el piloto automático.

- Encuéntralo primero. No hay ninguna conexión.

Hubo un momento de silencio glacial.

Arthur recorría vacilante el fondo de la cabina. Se detuvo de pronto.

- A propósito - dijo -, ¿qué significa teleporte?

Pasó otro momento.

Los demás se volvieron despacio hacia él.

- Probablemente sea un momento malo para preguntarlo - continuó Arthur -, pero acabo de acordarme de que hace poco habéis utilizado esa palabra, y lo menciono porque...

- ¿Dónde dice teleporte? - preguntó Ford Prefect con voz queda.

- Pues ahí, concretamente - dijo Arthur, señalando una caja negra de control en la parte de atrás de la cabina -. Bajo la palabra «emergencia», encima de «dispositivo» y al lado de un letrero que dice «no funciona».

En el pandemonio que siguió a continuación, el único acto destacable fue el de Ford Prefect, que se abalanzó por la cabina hacia la pequeña caja negra que Arthur había indicado y empezó a pulsar repetidamente un botoncito negro instalado en ella.

A su lado se abrió un panel cuadrado de dos metros, revelando un compartimiento que semejaba una ducha múltiple que hubiese adquirido una nueva función en la vida como tienda de trastos eléctricos. Del techo pendían instalaciones alámbricas a medio terminar, un revoltijo de piezas desechadas yacían desperdigadas por el suelo, y el panel de programación sobresalía de la cavidad de la pared en donde debería estar fijado.

Al hacer una visita al astillero donde se construía la nave, un contable subalterno de Zona Catastrófica preguntó al capataz de las obras por qué demonios instalaban un teleporte sumamente caro en una nave que debía hacer un solo viaje importante y, además, sin tripulación. El capataz explicó que el teleporte podía adquiriese con un descuento del diez por ciento, y el contable replicó que aquello daba lo mismo; el capataz arguyó que se trataba del más potente y refinado teleporte que había a la venta, y el contable repuso que nadie quería comprarlo; el capataz expuso que, a pesar de todo, la gente tendría que entrar y salir de la nave, y el contable contestó que la nave tenía una puerta perfectamente utilizable; el capataz manifestó que el contable podía irse a hacer puñetas, y el contable sugirió que lo que se acercaba velozmente por la izquierda del capataz era un emparedado de nudillos. Cuando concluyeron las explicaciones, se suspendió la instalación del teleporte, que después pasó inadvertido en la factura bajo el epígrafe de «Asuntos varios», a cinco veces su precio.

- ¡Serán burros! - murmuró Zaphod mientras Ford y él trataban de ordenar el revoltijo de cables.

Al cabo de un momento, Ford le dijo que se quedara atrás. Introdujo una moneda en el teleporte y tiró de un interruptor que había en el panel colgante. La moneda desapareció con un crujido y un chisporroteo luminoso.

- Bueno, esto funciona - dijo Ford -; sin embargo, no tiene dispositivo de control. Un teleporte de transferencia de la materia sin un programa de control te puede mandar..., pues a cualquier parte.

El sol de Kakrafún aparecía cada vez más grande en la pantalla.

- A quién le importa - dijo Zaphod -; iremos a donde sea.

- Y además - dijo Ford -, no hay servomecanismo. No podremos ir todos. Alguien tiene que quedarse para manejarlo.

Hubo un momento de grave silencio. El sol se veía cada vez más grande.

- Oye, Marvin - dijo Zaphod en tono animoso -, ¿qué tal vas, muchacho?

- Sospecho que muy mal - murmuró Marvin.

Poco tiempo después, el concierto de Kakrafún alcanzaba una culminación inesperada.

La nave negra, con su malhumorado ocupante a bordo, había caído a tiempo en el horno nuclear del sol. Inmensas llamas solares se desperdigaron a millones de kilómetros por el espacio, conmocionando y en algunos casos derribando a la docena de navegantes flamígeros que viajaban cerca de la superficie del sol esperando el acontecimiento,

Momentos antes de que la luz de la llamarada llegara a Kakrafún, el desierto, triturado por el estruendo, cedió a lo largo de una profunda falla. Un enorme río, desconocido hasta entonces, que corría bajo tierra, emergió a la superficie y segundos después se produjo la erupción de millones de toneladas de lava ardiente que se alzó a centenares de metros por el aire, secando el río por encima y por debajo de la superficie en una explosión que retumbó hasta el otro lado del mundo en un recorrido de ida y vuelta.

Aquellos, muy pocos, que contemplaron el acontecimiento y lograron sobrevivir, juran que los cien mil seiscientos kilómetros cuadrados de desierto se elevaron en el aire como una torta de un kilómetro de espesor que dio la vuelta y cayó. En aquel preciso momento, la radiación solar de las llamaradas se filtró entre las nubes de vapor de agua y llegó al suelo.

Un año después, los ciento sesenta mil kilómetros cuadrados de desierto estaban cubiertos de flores. En torno al planeta, la estructura de la atmósfera había quedado ligeramente alterada. El sol fulguraba con menos fuerza en verano, el frío era menos crudo en invierno, agradables lluvias caían con mayor frecuencia, y poco a poco el mundo desértico de Kakrafún se convirtió en un paraíso. Incluso las facultades telepáticas con que se había castigado a los pobladores de Kakrafún quedaron anuladas de manera permanente por la fuerza de la explosión.

Se comentó que un portavoz de Zona Catastrófica, aquél que había matado a tiros a todos los ecologistas, dijo que había sido una «buena sesión».

Mucha gente habló emocionada de los poderes curativos de la música. Algunos científicos escépticos examinaron con más atención la crónica de los acontecimientos y afirmaron que habían descubierto débiles vestigios de un vasto Campo de Improbabilidad, artificialmente provocado, que vagaba desde una región próxima del espacio.

Arthur se despertó y lo lamentó en seguida. Había tenido resacas, pero nunca de aquel calibre. Ya estaba. Aquello era lo último, el abismo final. Llegó a la conclusión de que los rayos de transferencia de la materia no eran tan divertidos como, por ejemplo, una buena patada en la cabeza.

Como de momento no quería moverse debido a que sentía una palpitación sorda y pesada, se quedó tumbado un rato y meditó. Pensó que el problema de la mayor parte de los medios de transporte consiste fundamentalmente en que no valen la pena. En el planeta Tierra, antes de que lo demolieran para dar paso a una vía de circunvalación hiperespacial, el problema habían sido los coches. Las desventajas que constituía el sacar del suelo montones de fango negro y pegajoso en zonas donde había estado oculto sin molestar a nadie, convirtiéndolo luego en alquitrán para cubrir con él el terreno, llenar el aire de humo y tirar lo sobrante al mar, parecía superar las ventajas de poder llegar más de prisa de un sitio a otro, en especial cuando el lugar al que se llegaba probablemente se había convertido, como resultado de todo ello, en un sitio muy semejante a aquel del que se había salido es decir, cubierto con alquitrán, lleno de humo y sin peces.

¿Y qué ocurría con los rayos de transferencia de la materia? Cualquier medio de transporte que le despedazara a uno átomo por átomo, lanzando tales átomos por el sub-éter para luego volverlos a reunir justo cuando empezaban a gustar la libertad por primera vez durante años, tenía que ser una mala noticia.

Muchas personas habían pensado exactamente lo mismo antes que Arthur Dent, e incluso llegaron al extremo de escribir canciones al respecto. A continuación transcribimos una que solía cantarse por enormes multitudes frente a la fábrica de Sistemas de Teleporte de la Compañía Cibernética Sirius, en Mundi-Félix III:

Aldebarán es grande, sí,

Algol, muy bonito,

Las guapas chicas de Betelgeuse

Te harán perder el tino.

Harán lo que quieras,

Muy de prisa y después muy lento,

Pero, si para llevarme, despedazarme esperas, Entonces no quiero ir.

Cantando,

Despedázame, despedázame,

¡Vaya forma de viajar!,

Y si, para llevarme, me has de despedazar, En casa prefiero quedarme.

Sirio está pavimentado de oro,

Eso he oído decir.

A chiflados que luego añaden:

«Ve Tau antes de morir.»

Alegre tomaría el camino principal.

Y hasta el secundario,

Pero si, para llevarme, en pedazos me debes partir,

Lo que es yo, me niego a ir.

Cantando,

Despedázame, despedázame,

Tienes que estar mal de la cabeza,

Pero si para llevarme, pedazos me debes hacer,

En la cama me he de meter.

y así sucesivamente. Había otra canción de moda, mucho más breve:

Me teleportaron a casa una noche Con Ron y Sid y Meg.

Ron se llevó el corazón de Meggie,

Y yo me quedé con la pierna de Sidney.

Arthur sintió que las oleadas de dolor se debilitaban, aunque seguía percibiendo la palpitación sorda y pesada. Se levantó despacio, con cuidado.

- ¿Oyes una palpitación sorda y pesada? - le preguntó Ford Prefect.

Arthur se volvió en redondo, tambaleándose inseguro. Ford Prefect se acercó con ojos rojos y pastosos.

- ¿Dónde estamos? - murmuró Arthur.

Ford miró alrededor. Se encontraban en un pasillo largo y curvo que se extendía en ambas direcciones hasta perderse de vista. La pared exterior, de acero pintado en ese horrible tono verde pálido que utilizan en escuelas, hospitales y manicomios para tener apaciguados a niños y pacientes, se curvaba por encima de sus cabezas hasta reunirse con la pared perpendicular interior, que curiosamente estaba tapizada de arpillera entretejida de color castaño oscuro. El suelo era de caucho acanalado, de color verde oscuro.

Ford se aproximó a un panel transparente, muy grueso y oscuro, empotrado en la pared exterior. Tenía varias capas de espesor, pero a su través podían verse los puntos luminosos de las estrellas lejanas.

- Creo que estamos en algún tipo de nave espacial.

Por el pasillo llegó el rumor de una palpitación sorda y pesada.

- ¿Trillian? - llamó Arthur, nervioso -. ¿Zaphod?

Ford se encogió de hombros.

- No hay nadie - anunció -, ya he mirado. Pueden estar en cualquier parte. Un teleporte sin programar puede enviarle a uno a años luz en cualquier dirección. A juzgar por cómo me siento, diría que hemos venido a parar muy lejos.

- ¿Cómo te encuentras?

- Mal.

- ¿Dónde crees que están...?

- ¿Dónde están, cómo están...? No hay manera de saberlo, y no podemos hacer nada. Haz lo que yo.

- ¿Qué?

- No pensar en ello.

Arthur dio vueltas a aquella idea, comprendió de mala gana su utilidad, la arropó y la dejó dormir. Exhaló un hondo suspiro.

- ¡Pasos! - exclamó de pronto Ford.

- ¿Dónde?

- Ese ruido. Esa palpitación sorda. Son pasos. ¡Escucha!

Arthur escuchó. Desde una distancia indeterminada, el ruido resonaba por el pasillo en dirección a ellos. Era un rumor apagado de pisadas fuertes, que ahora se oían con mayor intensidad.

- Vámonos - dijo secamente Ford.

Se marcharon; cada uno por un lado.

- Por ahí, no - dijo Ford -, es por donde vienen ellos.

- No, no - repuso Arthur -. Vienen por esa dirección.

- No, vienen por...

Se detuvieron. Se volvieron. Escucharon con atención. De nuevo se marcharon cada uno por un lado.

El miedo les atenazó.

En ambas direcciones, el ruido se hacía cada vez más fuerte.

A unos metros a la izquierda corría otro pasillo en ángulo recto con la pared interior. Se precipitaron por él a toda velocidad. Era oscuro, enormemente largo, y a medida que lo recorrían, les daba la impresión de que cada vez hacía más frío. A izquierda y a derecha desembocaban en él otros pasillos, todos muy oscuros, y al pasar por ellos les azotaban ráfagas de aire helado.

Se detuvieron un momento, alarmados. Cuanto más se adentraban por el pasillo, más fuerte era el ruido de las pisadas.

Se apretujaron contra la pared fría y escucharon con frenesí. El frío, la oscuridad y el tamborileo de las pisadas sin cuerpo les afectaba de mala manera. Ford se estremeció, en parte por el frío y en parte por el recuerdo de historias que le contaba su madre preferida cuando no era más que un mozuelo betelgeusiano que no llegaba al tobillo de un megasaltamontes arturiano: cuentos de naves fantasmas, de cascos encantados que vagaban incansables por las regiones más oscuras del espacio profundo, infestado de demonios, de aparecidos o de tripulaciones olvidadas; historias de viajeros incautos que encontraban tales naves y entraban en ellas; historias de... Entonces recordó Ford la arpillera de color castaño que tapizaba la pared del primer pasillo y recobró la calma. Fuera como fuese la forma en que aparecidos y demonios decorasen sus naves fantasmas, pensó que apostaría cualquier cantidad de dinero a que no lo hacían con arpillera. Cogió a Arthur del brazo.

- Volvamos por donde hemos venido - dijo en tono firme, y volvieron sobre sus pasos.

Un momento después saltaron como lagartos asustados al pasillo más próximo cuando los dueños de los pies pesados aparecieron súbitamente delante de ellos.

Ocultos detrás de la esquina, miraron con los ojos en blanco a una docena de hombres y mujeres obesos, vestidos con ropa de correr, que pasaban ruidosamente, jadeando y resollando de una forma que haría tartamudear a un cardiólogo.

Ford Prefect los miró con fijeza.

- ¡Corredores! - siseó, cuando el eco de las pisadas se perdió en la red de pasillos.

- ¿Corredores? - murmuró Arthur Dent.

- Corredores - confirmó Ford Prefect, encogiéndose de hombros.

El pasillo en el que se ocultaban era diferente de los otros. Era muy corto, y terminaba en una ancha puerta de acero. Ford la examinó, descubrió el mecanismo de apertura y, con un empujón, la abrió de par en par.

Lo primero que vieron sus ojos fue una cosa semejante a un ataúd.

Y las siguientes cuatro mil novecientas noventa y nueve cosas que vieron sus ojos, también eran ataúdes.

La bóveda era gigantesca, de techo bajo y mal iluminada. Al extremo, a unos trescientos metros, una arcada daba paso a Io, que parecía ser una estancia similar, con enseres semejantes.

Ford Prefect dejó escapar un silbido sordo al pisar el suelo de la bóveda.

- Magnífico - comentó.

- ¿Qué tienen los muertos de magnífico? - preguntó Arthur, entrando nervioso detrás de él.

- No sé - dijo Ford -. Vamos a averiguarlo, ¿eh?

Bajo una inspección más atenta, los ataúdes se parecían más a sarcófagos. Se elevaban a la altura de la cintura, y estaban hechos con algo parecido al mármol blanco, que lo era casi sin lugar a dudas; era algo que sólo parecía ser mármol blanco. Las partes superiores eran semitranslúcidas, y a través de ellas se percibían vagamente los rasgos de sus difuntos y presumiblemente llorados ocupantes. Eran humanoides, y estaba claro que habían dejado muy atrás las penas de cualquiera que fuese el mundo de donde procedían, pero poco más podía discernirse aparte de eso.

Por el suelo, haciendo lentos remolinos entre los sarcófagos, fluía un gas blanco, pesado y aceitoso, que a primera vista le hizo pensar a Arthur que lo habían puesto para conferir un poco de ambiente al lugar, hasta que descubrió que también le helaba los tobillos. Los sarcófagos también eran sumamente fríos al tacto.

De pronto, Ford se puso en cuclillas delante de uno de ellos. Sacó del bolso una esquina de la toalla y empezó a frotar algo con furia.

- Mira, en éste hay una placa - explicó a Arthur -. Está cubierta de escarcha.

Sacó la escarcha frotando y examinó las letras grabadas. A Arthur le parecieron huellas de una araña que hubiese bebido demasiadas copas de lo que bebieran las arañas por la noche, pero Ford reconoció en seguida una forma primitiva de Eezzeerced galáctico.

- Aquí dice: «Flota Arca de Golgafrinchan, Nave B, Cabina de Carga Siete, Esterilizador de Teléfonos de Segunda Clase», y un número de orden.

- ¿Un esterilizador de teléfonos? - inquirió Arthur -. ¿Un esterilizador de teléfonos muerto?

- De la mejor especie.

- Pero, ¿qué hace aquí?

Ford atisbó por la parte de arriba al número que había escrito en el interior.

- No mucho - dijo, y de pronto lanzó una de esas sonrisas suyas que siempre hacían pensar a la gente que últimamente había trabajado en exceso y que trataba de descansar un poco.

Salió disparado hacia otro sarcófago. Tras un momento de vigoroso trabajo con la toalla, anunció:

- Este es un peluquero muerto. ¡Vaya!

El siguiente sarcófago resultó ser la última morada de un directivo contable de publicidad; el que estaba a su lado contenía los restos de un vendedor de coches de segunda mano, de tercera categoría.

Una escotilla de inspección empotrada en el suelo llamó súbitamente la atención de Ford; se puso en cuclillas para abrirla, sacudiendo las nubes de gas gélido que trataban de envolverle.

A Arthur se le ocurrió una idea.

- Si no son más que ataúdes - dijo -, ¿por qué los mantienen tan fríos?

- Y en cualquier caso, ¿por qué los mantienen? - repuso Ford, abriendo la escotilla. El gas se escapó por ella -. ¿Por qué se toma alguien la molestia y los gastos de llevar cinco mil cadáveres por el espacio?

- Diez mil - dijo Arthur, señalando la arcada por la que se percibía vagamente la estancia siguiente.

Ford introdujo la cabeza por la escotilla del suelo.

Levantó la vista.

- Quince mil - dijo -; hay otra ahí abajo.

- Quince millones - sonó una voz.

- Eso es muchísimo - dijo Ford -. Un montón.

- ¡Daos la vuelta, despacio! - gritó la voz -. Y levantad las manos. Otro movimiento cualquiera y os hago volar en pedacitos muy pequeños.

- ¿Hola? - dijo Ford, dándose la vuelta despacio, levantando las manos y no haciendo ningún otro movimiento.

- ¿Por qué nadie se alegra nunca de vernos? - preguntó Arthur Dent.

Recortado en el umbral de la puerta por donde habían entrado, estaba el hombre que no se alegraba de verlos. Su desagrado se comunicaba en parte por la voz chillona y dominante, y en parte por la maldad con que les apuntaba con un largo y plateado fusil Mat-O-Mata. Era evidente que el diseñador del arma recibió instrucciones de no andarse con rodeos. «Hazla maligna», le habían dicho. «Haz que resulte enteramente claro que este fusil tiene un lado bueno y un lado malo. Haz que para el que esté en el lado malo no haya duda alguna de que las cosas le van a ir mal. Si hay que ponerle toda clase de púas y dientes, tanto mejor. No es un fusil para colgarlo encima de la chimenea o colocarlo en el paragüero, es un arma para sacarla a la calle y hacer que la gente se sienta desgraciada.»

Ford y Arthur miraron desconsoladamente el fusil.

El hombre armado se apartó de la puerta y dio una vuelta en torno a ellos. Cuando llegó a la luz, vieron su uniforme negro y oro, con unos botones bruñidos que brillaban con tal intensidad, que un automovilista que viajase por dirección contraria habría encendido los faros con irritación.

Hizo un gesto hacia la puerta.

- Fuera - dijo. La gente que ostenta tal cantidad de potencia de fuego, no necesita utilizar los verbos. Ford y Arthur salieron, seguidos muy de cerca por el lado malo del Mat-O-Mata y los botones.

Al dar la vuelta por el pasillo, se vieron envueltos entre veinticuatro corredores, ya duchados y cambiados, que los pasaron velozmente en dirección a la bóveda. Confuso, Arthur se volvió para verlos.

- ¡Muévete! - gritó su captor.

Arthur continuó caminando.

Ford se encogió de hombros y le siguió.

En la bóveda, los corredores se dirigieron a veinticuatro sarcófagos vacíos colocados a lo largo de la pared lateral; los abrieron, se metieron en ellos y cayeron en un sueño sin sueños de veinticuatro horas.

- Hmm, Capitán...

- ¿Sí, Número Uno?

- Pues nada, que tengo una especie de informe del Número Dos.

- ¡Válgame Dios!

En lo más alto del puente de la nave, el Capitán escudriñaba las distancias infinitas del espacio con mansa resignación. Descansaba bajo una burbuja elevada como una cúpula, y desde allí veía enfrente y por encima el vasto paisaje de estrellas por el que viajaban; un panorama que se habla hecho visiblemente menos denso durante la trayectoria del viaje. Si se daba la vuelta y miraba hacia atrás, por encima de los tres kilómetros y medio del casco de la nave, veía un conjunto más denso de estrellas, que casi parecían formar una franja sólida. Así era el paisaje del centro galáctico, por donde viajaban ahora y por donde habían estado viajando durante años a una velocidad que el Capitán apenas podía recordar en aquel momento, pero que sabía que era tremendamente alta. Era algo que se acercaba a la velocidad de una cosa u otra, ¿O era tres veces la velocidad de otra cosa? De todos modos, era muy impresionante. Oteó a popa entre la luminosa distancia, buscando algo. Lo hacía cada pocos minutos, pero nunca encontraba lo que buscaba. Sin embargo, no permitía que eso le preocupara. Los científicos habían insistido mucho en que todo iría perfectamente con tal de que a nadie le entrara el pánico y de que todo el mundo se dedicara a cumplir su cometido de manera ordenada.

A él no le entraba el pánico. Por lo que a él concernía, todo iba espléndidamente. Se restregó el hombro con una esponja porosa. Vagamente percibió que se sentía un tanto molesto por algo. Pero, ¿de qué se trataba? Una tos ligera le alertó de que el primer oficial de la nave aún seguía en el puente.

Buen muchacho, el Número Uno. No era de los más listos, tenía una curiosa dificultad en hacerse la lazada de los zapatos, pero a pesar de todo era un oficial excelente. El capitán no era hombre que diera una patada a alguien que estuviese agachado haciéndose la lazada de los zapatos, por mucho que tardase. No se parecía al desagradable Número Dos, que se pavoneaba por toda la nave, abrillantándose los botones y comunicando informes a cada hora: «La nave sigue avanzando, Capitán.» «Seguimos el rumbo, Capitán.» «Los niveles de oxígeno siguen manteniéndose, Capitán.» «Déjalo», solía ser el dictamen del Capitán. Ah, sí; eso era lo que le había causado irritación. Bajó la vista y miró al Número Uno.

- Sí, Capitán, gritaba que había encontrado unos prisioneros o algo así...

El Capitán reflexionó. Le parecía muy improbable, pero él no era de los que ponían trabas a sus oficiales.

- Bueno, tal vez eso le tenga contento durante algún tiempo - dijo -. Siempre ha querido tener prisioneros.

Ford Prefect y Arthur Dent avanzaban cansadamente por los pasillos de la nave que, al parecer, no tenían fin. El Número Dos iba detrás de ellos, gritando de vez en cuando órdenes de que no hicieran falsos movimientos ni intentaran ningún truco. Les parecía que habían recorrido al menos un kilómetro y medio de paredes recubiertas de arpillera marrón. Al fin llegaron a una amplia puerta de acero que se abrió a un grito del Número Dos.

Entraron.

A ojos de Ford Prefect y de Arthur Dent, lo más extraordinario del puente de la nave no era el diámetro de quince metros de la cúpula hemisférica que lo cubría y a través de la cual les inundaba el brillo cegador de las estrellas: para gente que ha comido en el Restaurante del Fin del Mundo, tales maravillas son un lugar común. Como tampoco lo era el impresionante despliegue de instrumentos que atestaban la larga pared circular de la estancia. Para Arthur, aquél era el aspecto que tradicionalmente se atribuía a una nave espacial. A Ford le parecía totalmente anticuado: le confirmaba la sospecha de que la nave de efectos especiales de Zona Catastrófica los había llevado un millón de años, si no dos, antes de su propia época.

No, lo que de verdad les dejó perplejos fue la bañera.

La bañera se elevaba sobre un pedestal de dos metros de cristal azul toscamente labrado, y era una monstruosidad barroca que no solía verse con frecuencia fuera del Museo de Fantasías Morbosas de Maximegalón. Un revoltijo de cañerías, semejante a un intestino, se destacaba en pan de oro, en vez de haberse enterrado decentemente a media noche en una tumba anónima; los grifos y la alcachofa de la ducha habrían sobresaltado a una gárgola.

Como parte central y dominante del puente de una astronave era tremendamente desacertado, y el Número Dos entró con el aire de irritación de un tripulante que era consciente de ello.

- ¡Capitán, señor! - gritó con los dientes apretados; operación difícil, pero había tenido años para perfeccionarla.

Una cara grande y jovial y un brazo amistoso cubierto de espuma emergieron por el borde de la monstruosa bañera.

- ¡Ah! Hola, Número Dos - dijo el Capitán, saludándole alegremente con una esponja -. ¿Has pasado un buen día?

El Número Dos se cuadró más todavía.

- Le he traído los prisioneros que he localizado en la cámara de congelación número siete, señor - ladró.

Ford y Arthur tosieron confundidos.

- Hmmm... hola - dijeron al unísono.

El Capitán los saludó con una inclinación. Así que era verdad que el Número Dos había atrapado a unos prisioneros. Vaya, bien hecho, pensó el Capitán; es agradable ver cómo un individuo realiza las tareas para las que está mejor dotado.

- Hola - les dijo -. Disculpad que no me levante, estoy tomando un baño rápido. Bueno, beberemos una ronda de yinitónix. Mira en la nevera, Número Uno.

- Desde luego, señor.

Resulta curioso, y es un hecho al que nadie sabe exactamente cuánta importancia darle, que alrededor del 85% de todos los mundos conocidos de la Galaxia, ya sean primitivos o muy avanzados, hayan inventado una bebida llamada yinitónix, gi-NT'N-ix, yini-onix o cualquiera de las mil y una variaciones del mismo tema fonético. Las bebidas no son las mismas y varían entre los «chininto/mnigs» de Sivolvia, que es agua corriente servida a una temperatura ligeramente superior a la del ambiente, y los «tzjin-antoni-cs» de Gagrakackán, que matan a una vaca a cien pasos de distancia; y, en realidad, el único denominador común entre todos ellos, aparte de que los nombres suenen lo mismo, es que todos fueron inventados y recibieron su nombre antes de que sus mundos respectivos establecieran contacto con otras civilizaciones.

¿Qué puede deducirse de tal hecho? Que existe en aislamíento total. Por lo que concierne a cualquier teoría de lingüística estructural, ello queda fuera de toda representación gráfica, pero el tema sigue vivo. Los antiguos lingüistas estructurales se enfadaron mucho cuando los modernos lingüistas estructurales decidieron seguir con el tema. Los modernos lingüistas estructurales sienten por él un entusiasmo profundo y lo estudian hasta horas avanzadas de la noche, convencidos de que se hallan cerca de algo de suma importancia, para terminar siendo lingüistas estructurales antiguos antes de tiempo y enfadarse mucho con los modernos. La língüística estructural es una disciplina incómoda, donde existen amargas disensiones, y gran número de sus estudiosos pasan muchas noches ahogando sus problemas en Zodahs Ouisghianos.

El Número Dos permanecía en pie frente a la bañera del Capitán, temblando de frustración,

- ¿Quiere interrogar a los prisioneros, señor? - chilló.

El Capitán lo miró estupefacto.

- ¿Por qué demonios golgafrinchanos debería hacerlo? - preguntó.

- ¡Para obtener información de ellos, señor! ¡Para averiguar por qué han venido aquí!

- ¡Oh, no, no, no! - dijo el Capitán -. Me figuro que se habrán dejado caer por aquí para tomar un yinitónix, ¿no?

- ¡Pero son mis prisioneros, señor! ¡He de interrogarlos!

El Capitán los miró indeciso.

- Pues si tienes que hacerlo, de acuerdo - dijo -. Pregúntales qué quieren beber.

Un duro y frío destello surgió en los ojos del Número Dos. Se acercó despacio a Ford Prefect y a Arthur Dent.

- Muy bien. Tú, basura; y tú, bribón... - dijo, hundiendo la Mat - O - Mata en el cuerpo de Ford.

- Tranquilo, Número Dos - le reprendió suavemente el Capitán.

- ¡¡¡Qué queréis beber!!! - gritó.

- Pues a mí, el yinitónix me parece muy bien - dijo Ford -. ¿Y a ti, Arthur?

- ¿Cómo? Pues, humm, sí - dijo éste, parpadeando.

- ¿Con hielo o sin hielo? - aulló el Número Dos.

- Con hielo, por favor - dijo Ford.

- ¿¿¿Limón???

- Sí, por favor - contestó Ford -. ¿Tenéis alguna galletita? Ya sabes, de esas de queso.

- ¡¡¡¡Soy yo quien hace las preguntas!!! - aulló el Número Dos, con el cuerpo estremecido de furia apoplética.

- Oye, Número Dos... - intervino el Capitán en tono suave.

- ¿Señor?

- Sé buen chico y lárgate, ¿quieres? Estoy tratando de tomar un baño relajante.

Los ojos del Número Dos se estrecharon hasta formar lo que en el oficio de la Gente que Grita y Mata se denomina como rendijas frías, y cuya idea es, presumiblemente, dar al contrincante la impresión de que uno ha perdido las gafas o tiene dificultades para mantenerse despierto. Hasta el momento, sigue sin resolverse el problema de por qué ello resulta tan aterrador.

Se acercó al Capitán; sus labios (los del Número Dos) formaban una línea fina y dura. Una vez más, resulta difícil saber por qué se considera esto como una conducta agresiva. Si uno se pierde en la selva de Traal y tropieza de pronto con la fabulosa Voraz Bestia Bugblatter, debería tener razones para agradecer el que su boca fuese una línea fina y dura en vez de, como ocurre habitualmente, una gran abertura repleta de colmillos babeantes.

- ¿¡Puedo recordarle, señor - siseó el Número Dos al Capitán -, que ya lleva tres años metido en la bañera!?

Una vez lanzada la réplica final, el Número Dos giró sobre sus talones y se encaminó airosamente a un rincón para practicar rápidos movimientos de ojos en el espejo.

El Capitán se contorsionó en la bañera. Dirigió a Ford Prefect una débil sonrisa.

- Es que, en un trabajo como el mío, se necesita mucho descanso - explicó.

Ford bajó poco a poco las manos. No provocó reacción alguna.

Con movimientos cuidadosos y lentos, Ford avanzó hacia el pedestal de la bañera. Le dio unas palmaditas.

- Muy bonito - mintió.

Se preguntó si no sería peligroso sonreír. Muy despacio, y con cuidado, sonrió. No había peligro.

- Pues... - dijo al Capitán.

- ¿Sí? - preguntó éste.

- No sé - prosiguió Ford - si podría preguntarle en qué consiste realmente su trabajo.

Una mano le dio un golpecito en el hombro. Se volvió en redondo.

Era el primer oficial.

- Las bebidas.

- ¡Ah, gracias! - dijo Ford. Arthur y él cogieron sus yinitónix. Arthur dio un sorbo al suyo y se sorprendió al descubrir que sabía mucho a whisky con soda.

- Me refiero a que no he tenido más remedio que fijarme - dijo Ford, dando un sorbo del suyo - en los cuerpos. En la cabina de carga.

- ¿Cuerpos? - dijo el Capitán, sorprendido.

Ford hizo una pausa para reflexionar. Nunca des nada por sentado pensó. ¿Era posible que el Capitán no supiese que llevaba quince millones de cadáveres a bordo de su nave?

El Capitán asentía alegremente con la cabeza. También parecía que jugaba con un pato de goma.

Ford miró alrededor. El Número Dos lo miró fijamente en el espejo, pero sólo un momento: sus ojos se movían sin cesar. El primer oficial se limitaba a seguir de pie, sosteniendo la bandeja de las bebidas con una sonrisa benévola.

- ¿Cuerpos? - repitió el Capitán,

Ford se lamió los labios.

- Sí - dijo -. Ya sabes, todos esos esterilizadores telefónicos y directivos de contabilidad muertos, allá abajo, en la bodega.

El Capitán lo miró fijamente. De pronto, echó la cabeza hacia atrás y rompió a reír.

- ¡Pero si no están muertos! - dijo -. ¡Santo Dios, no! Están congelados. Se les va a revivir.

Ford hizo algo que muy rara vez hacía. Pestañeó.

Arthur pareció salir de un trance.

- ¿Quieres decir que tienes una bodega llena de peluqueros congelados?

- Sí, sí - confirmó el Capitán -. Millones. Peluqueros, productores de televisión agotados, vendedores de seguros, funcionarios de oficinas de empleo, guardias de seguridad, directivos de relaciones públicas, consejeros de administración, lo que tú quieras. Vamos a colonizar otro planeta.

Ford se tambaleó ligeramente.

- Emocionante, ¿verdad? - dijo el Capitán,

- ¡Cómo! ¿Con esa carga? - preguntó Arthur.

- Bueno, no me interpretes mal - dijo el Capitán -; no somos más que una de las naves de la Flota del Arca. Somos el Arca «B», ¿entiendes? Disculpa, ¿puedes abrirme un poco más el grifo del agua caliente?

Arthur le hizo el favor, y una cascada de agua espumosa remolineó en la bañera. El Capitán dejó escapar un suspiro de placer.

- Muchas gracias, querido amigo. Desde luego, podéis serviros otra copa.

Ford dejó la copa, cogió la botella de la bandeja del primer oficial y se llenó el vaso hasta arriba.

- ¿Qué es un Arca «B»? - preguntó.

- Esto - respondió el Capitán, agitando alegremente el agua espumosa con el pato.

- Sí - dijo Ford -, pero...

- Bueno, mira, lo que ha pasado - dijo el Capitán - es que nuestro planeta, el mundo de donde venimos, estaba condenado, por decirlo así.

- ¿Condenado?

- Sí, claro. Así que la idea que se le ocurrió a todo el mundo fue meter a toda la población en varias astronaves gigantes para ir a asentarnos en otro planeta.

Tras contar toda esa historia, se echó hacia atrás con un gruñido de satisfacción.

- ¿Te refieres a otro menos condenado? - saltó Arthur.

- ¿Qué has dicho, querido amigo?

- Que si ibais a asentamos en otro planeta menos condenado.

- Sí, vamos a instalarnos en otro. De manera que se decidió construir tres naves, ¿comprendéis?; tres Arcas en el Espacio, y... ¿No os estaré aburriendo, verdad?

- No, no - dijo Ford en tono firme -; es fascinante.

- ¿Sabéis una cosa? Resulta delicioso tener a alguien con quien hablar - reflexionó el Capitán.

Los ojos del Número Dos se movieron febrilmente por la estancia y luego quedaron fijos en el espejo, como un par de moscas momentáneamente distraídas de su trozo favorito de carne con un mes de antigüedad.

- El problema que tiene un viaje largo como éste - continuó el Capitán -, es que se termina hablando solo, lo que resulta tremendamente aburrido porque la mayoría de las veces uno sabe lo que va a decir a continuación.

- ¿Sólo la mitad de las veces? - preguntó Arthur, sorprendido.

El Capitán se puso a pensar un momento.

- Sí, sobre la mitad de las veces, diría yo. De todos modos... ¿Dónde está el jabón?

Buscó a tientas en el fondo de la bañera y lo encontró.

- Sí - prosiguió; - de todos modos, la idea era que en la primera nave, la «A», fuesen todos los dirigentes brillantes, los científicos, los grandes artistas, los triunfadores, ya sabéis; que en la tercera, la «C», fueran todas las personas que hiciesen trabajos manuales, gente que construyera e hiciese cosas; y por último, que en la «B», o sea, la nuestra, fuesen todos los demás: la clase medía, ¿comprendéis?

Les dirigió una sonrisa complacida.

- Y a nosotros nos enviaron primero - concluyó, y empezó a tararear una tonadilla de baño.

La tonadilla de baño, compuesta para él por uno de los copleros más interesantes y prolíficos de su mundo (y que en aquellos momentos dormía en la bodega treinta y seis, a unos novecientos metros de distancia), disimuló lo que de otro modo hubiera sido un momento de silencio embarazoso. Ford y Arthur movieron inquietos los pies y evitaron mirarse de manera terminante.

- Hum... entonces - dijo Arthur al cabo de un momento -, ¿qué era exactamente lo que no iba bien allí en vuestro planeta?

- Pues que estaba condenado, como ya he dicho - explicó el Capitán -. Por lo visto, iba a estrellarse contra el sol, o algo así. O tal vez fuese que la luna iba a chocar contra nosotros. Algo parecido. Fuera lo que fuese, era una perspectiva absolutamente aterradora.

- Yo tenía entendido - terció de pronto el primer - oficial que el planeta iba a ser invadido por un gigantesco enjambre de abejas piraña. ¿No era eso?

El Número Dos se dio la vuelta con los ojos inflamados de un destello frío y duro que sólo podía lograrse mediante la mucha práctica que él tenía.

- ¡Eso no es lo que a mí me dijeron! - siseó. - ¡Mi comandante en jefe me contó que el planeta entero corría el peligro inminente de ser devorado por un enorme cabrón mutante de las estrellas!

- Vaya... - dijo Ford Prefect.

- ¡Sí! Una criatura monstruosa surgida del fondo del averno, con dientes como guadañas de quince mil kilómetros de largo, un aliento que haría hervir el agua de los mares, garras que arrancarían de raíz los continentes, un millar de ojos que abrasaban como el sol, mandíbulas babeantes que medían un millón y medio de kilómetros de lado a lado, del que nunca... nunca... jamás... habéis...

- Y decidieron enviar primero vuestra carga, ¿no es así? - inquirió Arthur.

- Sí - dijo el Capitán -; bueno, todo el mundo dijo, me parece que con mucho acierto, que desde el punto de vista de la moralidad era muy importante saber que llegarían a un planeta donde estuvieran seguros de que les harían un buen corte de pelo y donde los teléfonos estuvieran limpios.

- Claro convino Ford -, comprendo que eso fuera muy importante. Y las otras naves, humm..., salieron detrás de vosotros, ¿no?

El Capitán guardó silencio durante un momento y no respondió. Se revolvió en la bañera y miró a popa hacia el brillante centro galáctico. Sus ojos bizquearon hacia la distancia inconcebible.

- Pues es curioso que lo preguntes - dijo, permitiéndose mirar a Ford Prefect con el ceño fruncido -, porque da la casualidad de que no los hemos visto ni por asomo desde hace cinco años que salimos... pero deben estar en alguna parte detrás de nosotros.

Volvió a otear la distancia.

Ford atisbó con él y arrugó la frente, pensativo.

- A menos, por supuesto - dijo con voz queda -, que se las haya comido el cabrón...

- Ah, sí... - dijo el Capitán con un leve titubeo asomando en su voz -, el cabrón...

Sus ojos recorrieron las formas compactas de los instrumentos y ordenadores alineados en el puente. Parpadeaban inocentes hacia él. Miró las estrellas, pero ninguna dijo una palabra. Observó a su primer y segundo oficiales, pero en aquel momento parecían absortos en sus propios pensamientos. Miró a Ford Prefect que enarcó las cejas.

- Resulta curioso - dijo al fin el Capitán -, pero ahora que he llegado a contarle la historia a alguien... Quiero decir, ¿es que te parece raro, Número Uno?

- Hummmmmmmmm... - dijo el Número Uno.

- Bueno - dijo Ford -, comprendo que quieras hablar de muchas cosas, de modo que gracias por las copas, y si pudieras dejarnos en el planeta más cercano...

- Pues mira, eso es un poco difícil - repuso el Capitán -, porque nuestro rumbo quedó establecido antes de que saliéramos de Golgafrinchan debido, según creo, a que los números no se me dan muy bien...

- ¿Quieres decir que tenemos que quedarnos en esta nave? - exclamó Ford, perdiendo súbitamente la paciencia ante aquel acertijo -. ¿Cuándo piensas llegar a ese planeta que has de colonizar?

- Me parece que en cualquier momento, ya estamos cerca - dijo el Capitán -. En realidad, tal vez vaya siendo hora de que salga del baño. Pero no sé por qué tengo que dejarlo justo cuando más me gusta.

- ¿De manera que vamos a aterrizar dentro de un momento? - dijo Arthur.

- Pues en realidad, no tanto aterrizar, no es tanto un aterrizaje como, no... hummm...

- Pero ¿qué dices? - preguntó Ford con brusquedad.

- Pues creo que, hasta donde puedo recordar - respondió el Capitán, escogiendo las palabras con cuidado -, estábamos programados para estrellarnos en él.

- ¿Estrellarnos? - gritaron Ford y Arthur.

- Pues sí - confirmó el Capitán -, sí; creo que eso forma parte del plan. Hay una razón tremendamente buena para ello que ahora mismo no logro recordar. Era algo relativo a... humm...

Ford estalló.

- ¡Sois un hatajo de puñeteros chiflados! - gritó.

- ¡Ah, sí! Eso era - dijo el Capitán, rebosante de alegría -. Esa era la razón.

Sobre el planeta de Golgafrinchan, la Guía del autoestopista galáctico dice lo siguiente: Es un planeta de historia antigua y misteriosa, de rica leyenda, rojo, y en ocasiones verde con la sangre de aquellos que en tiempos pasados trataron de conquistarlo; es una tierra de parajes resecos y yermos, con un aire dulzón y sofocante lleno del embriagador aroma de las primaveras perfumadas que se escurre por las rocas cálidas y polvorientas nutriendo sus oscuros líquenes almizcleños; una tierra de mentalidades calenturientas y fantasías alcohólicas, especialmente entre aquellos que gustan de los líquenes; una tierra de ideas frías y veladas entre aquellos que han aprendido a renunciar a los líquenes y encuentran un árbol para sentarse a su sombra; una tierra de sangre, de acero y de heroísmo; una tierra del cuerpo y del espíritu. Tal ha sido su historia.

Y en toda esta historia antigua y misteriosa, los personajes más insondables fueron sin duda los Grandes Poetas Circundantes de Arium. Los Poetas Circundantes vivían en pasos de montañas remotas donde se ponían al acecho de pequeños grupos de viajeros incautos, a quienes rodeaban y arrojaban piedras.

Y cuando los viajeros gritaban diciendo que por qué no se marchaban a seguir escribiendo poemas en lugar de molestar a la gente tirando piedras, se detenían de pronto y empezaban a recitar uno de los setecientos noventa y cuatro Cantos Cíclicos de Vassillian. Tales cantos eran de una belleza extraordinaria y de una extensión aún más extraordinaria, y todos tenían exactamente la misma estructura.

La primera parte de cada canto narraba que una vez se dirigió a la Ciudad de Vassillian un grupo de cinco príncipes prudentes con cuatro caballos. Los príncipes, que por supuesto eran valientes, nobles y juiciosos, viajaban mucho por tierras lejanas, luchando con ogros gigantescos, practicando extrañas filosofías, tomando el té con dioses maravillosos y rescatando a bellos monstruos de princesas hambrientas, antes de anunciar al fin que habían adquirido la sabiduría y que, por consiguiente, sus viajes habían terminado.

La segunda parte de los cantos, mucho más extensa, relataba todas las disputas por las que uno de ellos tuvo que volver atrás.

Todo esto ocurrió en el pasado remoto del planeta. Sin embargo, fue un descendiente de aquellos poetas excéntricos quien inventó los espurios cuentos de la fatalidad inminente que permitió a los habitantes de Golgafrinchan librarse de la tercera parte de su población, enteramente inútil. Los otros dos tercios se quedaron en sus casas y llevaron una vida plena, rica y feliz hasta que todos desaparecieron súbitamente por una virulenta enfermedad contraída por el contacto con un teléfono sucio.

Aquella noche, la nave se estrelló en un pequeño planeta enteramente insignificante y de color azul verdoso que daba vueltas en torno a un pequeño y despreciable sol amarillento, en los remotos e inexplorados confines del arcaico extremo occidental de la espiral de la Galaxia.

En las horas anteriores a la colisión, Ford Prefect había luchado furiosamente, pero en vano, por liberar los mandos de la nave de su trayectoria de vuelo, ordenada de antemano. En seguida comprendió que la nave estaba programada para depositar a su tripulación sana y salva, aunque de manera incómoda, en su nuevo hogar, pero también para que quedara inutilizada en la maniobra, más allá de toda esperanza de reparación.

En la caída chirriante y cegadora por la atmósfera se arrancó la mayor parte de la superestructura y del revestimiento exterior, y el ignominioso tripazo final en un pantano cenagoso sólo dejó a la tripulación unas horas de oscuridad durante las cuales revivir y descargar su cargamento indeseable y congelado, pues la nave empezó a asentarse casi de inmediato, enderezando despacio su casco gigantesco en el barro estancado. Durante la noche, una o dos veces se vio su silueta fuertemente recortada contra el cielo como dos meteoros ígneos: los despojos de su caída.

Bajo la luz grisácea previa al amanecer emitió unos gargarismos repulsivos y estrepitosos, y se hundió para siempre en las malolientes profundidades de la ciénaga.

Por la mañana el sol derramó su tenue y acuosa luz sobre una vasta zona repleta de sollozantes peluqueros, directivos de relaciones públicas, entrevistadores de encuestas y demás, que reptaban desesperadamente por llegar a tierra firme.

Probablemente, un sol con menos voluntad se habría vuelto a ocultar en el acto, pero siguió su camino ascendente por el cielo y al cabo del rato el influjo de sus cálidos rayos empezó a llevar algún alivio a las débiles y esforzadas criaturas.

No es de extrañar que muchísimas desaparecieran en el pantano durante la noche, y que millones más se hundieran con la nave, pero los supervivientes aún se contaban por centenares de miles, y a medida que pasaba el día se iban arrastrando por los campos próximos, cada uno buscando unos pocos metros de terreno firme en el que dejarse caer y recobrarse de la penosa experiencia.

Dos figuras avanzaban a cierta distancia de allí por la campiña.

Desde una colina cercana Ford Prefect y Arthur Dent contemplaban el horror del que no se sentían parte.

- Es una jugarreta sucia y repugnante - murmuró Arthur.

Ford arañó el suelo con un palo y se encogió de hombros.

- Es una solución original para un problema en el que yo había pensado.

- ¿Por qué no aprende la gente a vivir en paz y armonía? - preguntó Arthur.

Ford lanzó una carcajada sonora y retumbante.

- ¡Cuarenta y dos! - dijo con una sonrisa maliciosa -. No, no cuadra. No importa.

Arthur lo miró como si se hubiera vuelto loco y, como no vio nada que indicase lo contrario, comprendió que era muy razonable suponer que eso era lo que había pasado en realidad.

- ¿Qué crees que les pasará a todos ellos? - preguntó al cabo de un rato.

- En un Universo infinito puede ocurrir cualquier cosa - contestó Ford -. Hasta pueden sobrevivir. Extraño, pero cierto.

Una expresión de curiosidad surgió en sus ojos mientras inspeccionaba el paisaje y volvía a fijar la mirada en la escena de sufrimiento que se desarrollaba a sus pies.

- Creo que se las arreglarán durante una temporada - manifestó.

Arthur le lanzó una mirada incisiva.

- ¿Por qué dices eso?

Ford se encogió de hombros.

- No es más que una corazonada - contestó, negándose a que le hicieran más preguntas. - Mira - dijo de pronto.

Arthur siguió la dirección del dedo con el que señalaba. Abajo, entre las masas tendidas, avanzaba una figura; aunque tal vez fuese más acertado decir que se tambaleaba. Parecía llevar algo al hombro. Mientras avanzaba inseguro de un cuerpo tendido a otro, parecía agitar algo que llevaba al hombro como si estuviera borracho. Al cabo de un rato abandonó sus esfuerzos y se derrumbó en el suelo.

Arthur no tenía idea de lo que aquello había de significar para él.

- Es una cámara cinematográfica - explicó Ford -. Ha filmado el histórico momento.

- Bueno, no sé lo que harás tú - añadió Ford poco después, pero yo me voy.

Se sentó en silencio.

Al cabo de un tiempo, sus palabras parecieron exigir un comentario.

- Humm, ¿qué quieres decir exactamente con eso de que te vas? - preguntó Arthur.

- Buena pregunta - dijo Ford -, estoy recibiendo un silencio total.

Arthur miró por encima del hombro de Ford y vio que manipulaba los botones de una pequeña caja negra. Ford ya le había dicho que la cajita era un Sub-Etha Sens-O-Mático, pero Arthur se había limitado a asentir con aire ausente y no insistió en el tema. En su cabeza, el Universo seguía dividido en dos partes: el planeta Tierra, y todo lo demás. Como habían demolido la Tierra para dar paso a una vía de circunvalación hiperespacial, su visión de las cosas estaba un poco desproporcionada, pero Arthur se aferraba a aquella desproporción por ser el último contacto que le quedaba con el lugar de su nacimiento. Los Sub-Etha Sens-O-Máticos pertenecían a la categoría de «todo lo demás».

- Ni una salchicha - dijo Ford, agitando la caja.

¡Una salchicha!, pensó Arthur mientras miraba con desgana al mundo primitivo que le rodeaba, ¡qué no daría yo por una buena salchicha terráquea!

- ¿Quieres creer - dijo Ford con irritación - que no existe ningún tipo de transmisión en un radio de años luz de este rincón ignorado? ¿Me estás escuchando?

- ¿Qué? - preguntó Arthur.

- Estamos en un apuro - dijo Ford.

- Ah - dijo Arthur. Aquello le pareció una novedad del mes pasado.

- Si no localizamos algo en este aparato - dijo Ford -, nuestras posibilidades de salir de este planeta son cero. Quizá produzca un efecto de alguna onda estacionaria anormal en el campo magnético del planeta, en cuyo caso nos dedicaremos a dar vueltas por ahí hasta que encontremos una zona donde se reciba claramente. ¿Vienes?

Recogió el equipo y echó a andar.

Arthur miró al pie de la colina. El hombre de la cámara cinematográfica se puso en pie con dificultad, justo a tiempo de filmar el derrumbe de uno de sus compañeros.

Arthur arrancó una brizna de hierba y echó a andar en pos de Ford.

- Espero que hayáis comido bien, - dijo Zarniwoop cuando Zaphod y Trillian volvieron a materializarse en el puente de la astronave Corazón de Oro y quedaron jadeantes en el suelo.

Zaphod abrió algunos ojos y le lanzó una mirada iracunda.

- ¡Tú! - exclamó con desprecio.

Se puso en pie a duras penas y se dispuso a encontrar un sillón donde acomodarse. Lo halló y se derrumbó en él.

- He programado el ordenador con las Coordenadas de Improbabilidad correspondientes con nuestro viaje - dijo Zarniwoop -. Llegaremos dentro de muy poco. Entretanto, ¿por qué no descansas y te preparas para la reunión?

Zaphod no dijo nada. Volvió a levantarse y se dirigió a un armarito del que sacó una botella de añejo aguardiente janx. Bebió un trago largo.

- Y cuando todo esto acabe - dijo Zaphod con ferocidad -, se terminó, ¿vale? Seré libre de marcharme y hacer lo que me venga en gana y de tumbarme en la playa y todo eso.

- Depende de lo que salga de la reunión - dijo Zarniwoop.

- ¿Quién es este hombre, Zaphod? - preguntó Trillian, poniéndose en pie con dificultad, temblando -. ¿Qué hace aquí? ¿Por qué está en nuestra nave?

- Es un hombre muy estúpido - contestó Zaphod -, que quiere reunirse con el hombre que rige el Universo.

- Ah - dijo Trillian, quitándole la botella a Zaphod para tomar un trago -, un trepador.

El problema más importante, o uno de los problemas más importantes, porque hay varios; es decir, uno de los muchos problemas más importantes de la clase dirigente consiste en encontrar a la persona que realice tareas de gobierno; o mejor dicho, a quién va a encargarse de encontrar a gente que se encargue de realizarlas para ellos.

Resumamos: es un hecho bien conocido que las personas que más deseos tienen de gobernar a la gente son, ipso facto, las menos adecuadas para ello. Abreviemos el resumen: a cualquiera que sea capaz de nombrarse Presidente a sí mismo, no debería permitírsele en modo alguno realizar dicha tarea. Abreviemos el resumen del resumen: la gente es un problema.

Al igual que la situación con que nos encontramos: una serie de presidentes galácticos que disfrutan tanto de la diversión y de la palabrería de estar en el poder, que muy rara vez compren que no lo están.

Y hay alguien detrás de ellos, en la sombra: ¿quién? ¿Quién puede gobernar, si a nadie que quiera hacerlo se le permite ejercer el poder?

En un mundo pequeño y oscuro, situado en medio de ninguna parte, es decir en ningún sitio que pueda encontrarse, ya que está protegido por un vasto campo de improbabilidad del que sólo seis hombres de esta galaxia tienen la llave, estaba lloviendo.

Caía a cántaros, desde hacía horas. La lluvia batía la superficie del mar hasta convertirla en niebla, golpeaba los árboles, agitaba y revolvía un terreno bajo cerca del mar convirtiéndolo en una charca embarrada.

Se precipitaba y danzaba sobre el techo de metal ondulado de la pequeña cabaña que se elevaba en medio del barrizal. Borraba el pequeño y tosco sendero que llevaba de la cabaña a la playa y aplastaba los pulcros montones de interesantes conchas allí colocadas.

En el interior de la cabaña, el golpeteo de la lluvia era ensordecedor, pero a su ocupante le pasaba inadvertido, pues tenía puesta la atención en otra cosa.

Era un hombre alto de movimientos lentos y ásperos cabellos rubios, húmedos por el agua que se filtraba del techo. Llevaba ropas harapientas, tenía la espalda encorvada y sus ojos, aunque abiertos, parecían cerrados.

En la cabaña había un sillón viejo y estropeado, una mesa decrépita y llena de arañazos, un colchón viejo, unos cojines y una estufa pequeña pero caliente.

También había un gato viejo y un tanto curtido por la intemperie, y en aquellos momentos constituía el centro de atención del hombre, que inclinó sobre él su cuerpo encorvado.

- Gatito, gatito, gatito - dijo -, cuchicuchicuchicu... ¿Quiere su pescado el gatito? ¿Quiere el gatito... un buen trozo de pescado?

El gato parecía indeciso sobre el tema. Con bastante condescendencia, rozó con la garra el trozo de pescado que le ofrecía el hombre, y luego se distrajo con una mota de polvo que vio en el suelo.

- Si el gatito no se come el pescado, creo que el gatito adelgazará y se pondrá malo - dijo el hombre. En su voz había duda -. Supongo que eso es lo que ocurrirá - prosiguió, - pero ¿cómo puedo saberlo?

Volvió a ofrecerle el pescado.

- El gatito está pensando - dijo - si va a comer el pescado o no se lo va a comer. Creo que será mejor no entrometerme.

Suspiró.

- Yo creo que el pescado está bueno, pero también pienso que la lluvia es húmeda, así que, ¿quién soy yo para juzgar?

Dejó el pescado en el suelo, cerca del gato y se retiró al sillón.

- Ah, me parece ver que te lo estás comiendo - dijo al fin, mientras el gato agotaba las posibilidades de diversión de la mota de polvo y caía sobre el pescado.

- Me gusta verte comer el pescado - dijo el hombre -, porque según mi opinión perderás peso si no lo haces.

De la mesa cogió un trozo de papel y los restos de un lápiz. Tomó lo uno con una mano y lo otro con la otra, experimentando con las distintas formas de ponerlos en contacto. Trató de sujetar el lápiz por debajo, luego encima y después al lado del papel. Intentó envolver el lápiz con el papel, intentó frotar la parte roma del lápiz contra el papel. Hizo una marca y el descubrimiento le encantó, como todos los días. Cogió otro trozo de papel de la mesa. Tenía un crucigrama. Lo estudió brevemente y rellenó un par de palabras antes de perder interés.

Trató de sentarse sobre una mano y le intrigó la sensación de los huesos contra la cadera.

- El pescado viene de muy lejos - dijo -, o eso me han dicho. O eso me figuro que me han dicho. Cuando vienen los hombres, o cuando los hombres acuden a mi imaginación en sus seis naves negras y relucientes, ¿también aparecen en tu mente? ¿Qué ves tú, gatito?

Miró al gato, más preocupado por tragarse el pescado lo antes posible que por aquellas especulaciones.

- Y cuando oigo sus preguntas, ¿también las oyes tú? ¿Qué te sugieren sus voces? Tal vez pienses que cantan canciones para ti.

Reflexionó y vio el defecto de tal hipótesis.

- Tal vez canten canciones para ti - Prosiguió - y yo crea que me están haciendo preguntas.

Hizo otra pausa. A veces hacía pausa durante días, sólo para ver cómo era.

- ¿Crees que vendrán hoy? - preguntó. - Yo sí. El suelo está lleno de barro, hay cigarrillos y whisky sobre la mesa, pescado en una bandeja para ti y un recuerdo de ellos en mi mente. Sé que no es una evidencia concluyente, pero toda evidencia es circunstancial. Y mira qué más me han dejado.

Alargó la mano sobre la mesa y retiró varias cosas. Crucigramas, diccionarios y una calculadora.

- Creo que tengo razón al pensar que me harán preguntas - dijo -. Venir desde tan lejos y dejarme todas estas cosas sólo por el privilegio de cantar canciones para ti, sería un comportamiento muy extraño. O eso me parece a mí. Quién sabe, quién sabe.

Cogió un cigarrillo de encima de la mesa y lo encendió con una astilla de la estufa. Inhaló profundamente y se retrepó en el asiento.

- Creo que hoy he visto otra nave en el cielo - dijo al fin -. Una grande y blanca. Nunca había visto una grande y blanca, sólo las seis negras. Y las seis verdes. Y a las otras que decían venir de tan lejos. Ninguna grande y blanca. A lo mejor, seis de las pequeñas naves verdes pueden parecer a veces una grande y blanca. A lo mejor me gustaría beber un vaso de whisky. Sí, eso es más prometedor.

Se levantó y encontró un vaso en el suelo, junto al colchón. Se sirvió una medida de whisky de la botella. Volvió a sentarse.

- A lo mejor vienen a verme otras personas - dijo.

A cien metros de distancia se encontraba el Corazón de Oro, golpeada por la lluvia torrencial.

Se abrió la escotilla y aparecieron tres figuras, encorvadas para que la lluvia no les diera en la cara.

- ¿Es ahí? - gritó Trillian por encima del ruido del aguacero.

- Sí - dijo Zarniwoop.

- ¿Esa cabaña?

- Sí.

- Fantástico - dijo Zaphod.

- ¡Pero si está en medio de ninguna parte! - dijo Trillian -. Debemos habernos equivocado. No se puede regir el Universo desde una cabaña.

Se apresuraron bajo el aguacero y, completamente empapados, llegaron a la puerta. Llamaron. Tiritaban.

Se abrió la puerta.

- ¿Sí? - preguntó el hombre.

- Ah, discúlpeme - dijo Zarniwoop, tengo razones para creer...

- ¿Eres tú quien rige el Universo? - preguntó Zaphod.

El hombre le sonrió.

- Trato de no hacerlo - dijo -. ¿Os habéis mojado?

Zaphod lo miró estupefacto.

- ¿Mojado? - gritó -. ¿Es que no lo parece?

- Eso es lo que me parece a mí - dijo el hombre -, pero lo que os parezca a vosotros puede ser un asunto completamente diferente. Si creéis que el calor puede secaros, será mejor que entréis.

Entraron.

Observaron la pequeña cabaña; Zarniwoop con cierto desagrado, Trillian con interés, Zaphod con placer.

- Eh, humm... - dijo Zaphod -. ¿Cómo te llamas?

El hombre los miró con aire de duda.

- No sé. Vaya, ¿crees que debería llamarme de alguna manera? Me parece muy extraño dar un nombre a un montón de vagas percepciones sensoriales.

Invitó a Trillian a sentarse en el sillón. El lo hizo en el borde; Zarniwoop se apoyó rígidamente contra la mesa y Zaphod se tumbó en el colchón.

- ¡Caray! - exclamó Zaphod -. ¡El asiento del poder! Hizo cosquillas al gato.

- Escuche - intervino Zarniwoop -, tengo que hacerle unas preguntas.

- Muy bien - dijo el hombre con amabilidad -; puede cantarle a mi gato, si quiere.

- ¿Y le gustaría? - inquirió Zaphod.

- Pregúnteselo a él - dijo el hombre.

- ¿Habla? - preguntó Zaphod.

- No le recuerdo hablando - dijo el hombre -, pero soy muy poco digno de confianza.

Zarniwoop sacó algunas notas del bolsillo.

- Bueno - dijo -, usted rige el Universo, ¿no?

- ¿Cómo puedo saberlo? - dijo el hombre.

Zarniwoop tachó una nota en el papel.

- ¿Cuánto tiempo lleva haciéndolo?

- Ah - contestó el hombre -, es una pregunta sobre el pasado, ¿verdad?

Zarniwoop lo miró perplejo. Eso no era exactamente lo que él esperaba.

- Sí - repuso.

- ¿Cómo puedo saber - manifestó el hombre - que el pasado no es una ficción inventada para explicar la discrepancia entre mis sensaciones físicas inmediatas y mi estado de ánimo?

Zarniwoop lo miró fijamente. De sus ropas empapadas empezó a surgir vapor.

- ¿Así que responde usted a todas las preguntas de esa manera?

El hombre contestó con rapidez:

- Digo lo que se me ocurre cuando creo que oigo decir cosas a la gente. No puedo decir más.

Zaphod lanzó una carcajada de contento.

- Brindo por eso - dijo, sacando la botella de aguardiente Janx. Se incorporó de un salto y ofreció la botella al soberano del Universo, que la tomó con placer -. Bien por ti, gran jefe - añadió Zaphod -; cuéntanos cómo es la cosa.

- No, escúcheme - dijo Zarniwoop -; hay gente que viene a verle, ¿verdad? En naves.

- Creo que sí - dijo el hombre.

Pasó la botella a Trillian.

- ¿Y le piden que tome decisiones por ellos? - prosiguió Zarniwoop -. ¿Acerca de la vida de la gente, de los mundos, de economía, de guerras, de todo lo que pasa ahí fuera, en el Universo?

- ¿Ahí fuera? - dijo el hombre -. ¿Ahí fuera, dónde?

- ¡Ahí fuera! - exclamó Zarniwoop, señalando a la puerta.

- ¿Cómo puedes saber si hay algo ahí fuera? - dijo cortésmente el hombre -. La puerta está cerrada.

La lluvia seguía golpeteando el techo. Dentro de la cabaña hacía calor.

- ¡Pero usted sabe que ahí fuera hay todo un Universo! - gritó Zarniwoop -. ¡No puede eludir sus responsabilidades diciendo que no existen!

El soberano del Universo reflexionó durante largo rato mientras Zarniwoop temblaba de ira.

- Estás muy seguro de tus hechos - dijo al fin el habitante de la cabaña -. Yo no podría confiar en el razonamiento de un hombre que da por sentada la existencia del Universo.

Zarniwoop siguió temblando, pero guardó silencio.

- Yo sólo tomo decisiones respecto a mi universo - prosiguió el hombre en voz baja -. Mi universo son mis ojos y mis oídos. Todo lo demás son rumores.

- Pero ¿no cree usted en nada?

El amo del mundo se encogió de hombros y tomó en brazos al gato.

- No entiendo lo que quieres decir - manifestó.

- ¿No comprende que lo que usted decide en esta cabaña suya afecta a la vida y al destino de millones de seres? ¡Esto es una injusticia monstruosa!

- No sé. Nunca he visto a toda esa gente de que hablas. Y sospecho que tú tampoco. Sólo tienen existencia en las palabras que oímos. Es absurdo decir que se sabe lo que le ocurre a otras personas. Sólo ellas lo saben, si es que existen. Tienen sus propios universos en sus ojos y oídos.

- Creo que voy a salir un poco - dijo Trillian. Salió y empezó a pasear bajo la lluvia.

- ¿Cree usted que existen otros seres? - insistió Zarniwoop.

- Yo no tengo opinión. ¿Cómo podría saberlo?

- Será mejor que vaya a ver lo que le pasa a Trillian - dijo Zaphod, y salió rápidamente.

Una vez afuera, dijo a la muchacha:

- Creo que el Universo está en muy buenas manos, ¿eh?

- Estupendas - convino Trillian. Fueron caminando bajo la lluvia.

Dentro, Zarniwoop siguió hablando:

- Pero ¿no comprende que la gente vive o muere por una palabra suya?

El soberano del Universo aguardó tanto como pudo. Cuando oyó el débil sonido del arranque de los motores de la nave, empezó a hablar para taparlo con su voz.

- Eso no tiene nada que ver conmigo - afirmó. - No sé nada de la gente. El Señor sabe que no soy un hombre cruel.

- ¡Ah! - gritó Zarniwoop -. Ha dicho «El Señor». ¡Cree en algo!

- Es mi gato - dijo el hombre afablemente, cogiendo al animal y acariciándolo -. Le llamo El Señor. Soy cariñoso con él.

- Muy bien - dijo Zarniwoop, insistiendo en su punto de vista -. ¿Cómo sabe que existe el gato? ¿Cómo sabe que él sabe que es usted cariñoso, o que le gusta lo que él entienda por su cariño?

- No lo sé - dijo el hombre sonriendo -. No tengo idea. Sólo que me gusta comportarme de una manera determinada con lo que parece ser un gato. ¿Te comportas tú de otro modo? Por favor, me parece que estoy cansado.

Zarniwoop exhaló un suspiro de total insatisfacción y miró alrededor.

- ¿Dónde están los otros dos? - preguntó de pronto.

- ¿Qué otros dos? - dijo el soberano del Universo, arrellanándose en el sillón y sirviéndose otro vaso de whisky.

- ¡Beeblebrox y la chica! ¡Los dos que estaban aquí!

- No recuerdo a nadie. El pasado es una ficción inventada para...

- ¡Déjese de tonterías! - saltó Zarniwoop, saliendo a la carrera bajo la lluvia.

La nave no estaba. La lluvia seguía agitando el barro. No había ni señal de dónde había estado la nave. Se puso a aullar bajo la lluvia. Volvió corriendo a la cabaña y la encontró cerrada.

El soberano del Universo dormitaba ligeramente en su sillón. Al cabo de un rato jugueteó de nuevo con el lápiz y el papel y le encantó descubrir cómo se hacía una marca apretando el uno contra el otro. Afuera seguía habiendo ruidos diversos, pero él no sabía si eran o no reales. Luego habló a la mesa durante una semana para ver cómo respondía.

Aquella noche las estrellas salieron con una claridad y un brillo cegadores. Ford y Arthur habían caminado más kilómetros de lo que eran capaces de calcular y por fin se detuvieron a descansar. La noche era suave y fresca; el aire, puro; el Sub-Etha Sens-O-Mático guardaba un silencio absoluto.

Una quietud maravillosa pendía sobre el mundo; una tranquilidad mágica que se unía a la dulce fragancia de los bosques, a la callada charla de los insectos y a la luz brillante de las estrellas, para aliviar sus espíritus crispados. Incluso Ford Prefect, que había visto más mundos de los que podía contar en una larga tarde, llegó a preguntarse si no era aquél el más hermoso que hubiera visto jamás. Habían pasado el día atravesando colinas y valles verdes y ondulados, profusamente cubiertos de hierba, con flores de aromas indescriptibles y árboles altos de muchas hojas; el sol los había calentado, suaves brisas los habían refrescado y Ford Prefect había probado el Sub-Etha Sens-O-Mático cada vez con menor frecuencia, mostrando menos irritación por su silencio obstinado. Empezaba a pensar que le gustaba estar allí.

Pese a que el aire nocturno era fresco, durmieron profunda y cómodamente a la intemperie; pocas horas después se despertaron con la luz que precede al amanecer, descansados pero hambrientos. En Milliways, Ford había guardado unas rosquillas en el bolsillo, y con ellas desayunaron antes de emprender la marcha.

Hasta entonces habían vagado al azar, pero ahora se dirigieron en línea recta hacia el Este, pensando que si iban a explorar aquel mundo, deberían tener una idea clara de dónde habían venido y hacia dónde se encaminaban.

Poco antes de mediodía tuvieron el primer indicio de que el mundo en que habían aterrizado no estaba deshabitado; entrevieron un rostro entre los árboles, vigilándolos. Desapareció en el momento que lo vieron, pero ambos quedaron con la imagen de una criatura humanoide que al verlos sintió curiosidad pero no alarma. Media hora después volvieron a atisbar otra cara semejante; y diez minutos más tarde, otra más.

Un minuto después dieron en un claro amplio y se detuvieron en seco.

Ante ellos, en medio del claro, había un grupo de unos doce hombres y mujeres. Permanecían quietos y callados frente a Ford y Arthur. Varias mujeres tenían niños en brazos, y detrás del grupo había un conjunto de habitáculos destartalados, hechos de barro y ramas.

Ford y Arthur contuvieron el aliento.

El hombre más alto medía poco más de un metro y sesenta centímetros; todos estaban levemente inclinados hacia delante, tenían brazos largos, frentes estrechas y ojos claros y brillantes con los que miraban fijamente a los extraños.

Al ver que aquella gente no llevaba armas ni hacía movimiento alguno hacia ellos, Ford y Arthur se tranquilizaron un poco.

Durante un rato, los dos grupos se limitaron a observarse, inmóviles. Los nativos parecían perplejos ante los intrusos, y aunque no daban muestras de agresividad, tampoco ofrecían señal alguna de hospitalidad.

Nada sucedió.

Durante dos minutos enteros siguió sin ocurrir nada.

Al cabo de los dos minutos, Ford decidió que ya era hora de que pasara algo.

- Hola - dijo.

Las mujeres apretaron a los niños un poco más contra sus cuerpos.

Los hombres no hicieron ningún movimiento perceptible; sin embargo, toda su actitud demostraba claramente que el saludo no era bien acogido: no lo rechazaban de manera manifiesta, sólo que no lo recibían bien.

Uno de ellos, que permanecía un poco destacado en la vanguardia del grupo y que, en consecuencia, podía ser su dirigente, dio un paso adelante. Su rostro estaba tranquilo y en calma, casi sereno.

- Aggfffggghhhrrr uh uh ruh uurgh - dijo con voz queda.

Aquello pilló desprevenido a Arthur. Estaba tan acostumbrado a recibir la traducción instantánea e inconsciente de todo lo que oía por medio del Pez Babel que tenía alojado en el oído, que había dejado de percibir su presencia, y sólo ahora lo recordó, cuando parecía que no funcionaba. Vagas sombras de sentido parpadearon en el fondo de su mente, pero nada percibió con claridad. Supuso (da la casualidad que correctamente) que aquellos seres sólo habían desarrollado los más toscos rudimentos, del lenguaje, y que por tanto el Pez Babel era incapaz de prestarle ayuda. Miró a Ford, infinitamente más experimentado en aquellos asuntos.

- Creo - dijo Ford con la comisura de los labios - que nos pregunta si nos importaría seguir caminando, alejándonos de la aldea.

Un momento después, un gesto del humanoide pareció confirmar sus palabras.

- Ruurggghhh; urgh urgh (uh ruh) rruurruuh ug - prosiguió el homínido.

- Por lo que puedo deducir - dijo Ford -, el sentido general es que somos bien recibidos para continuar nuestro viaje en la forma que queramos, pero si decidimos rodear su aldea en vez de atravesarla, les haríamos muy dichosos a todos.

- Bueno, ¿y qué hacemos?

- Creo que vamos a hacerlos felices - dijo Ford.

Despacio, y con mucho tiento, rodearon el perímetro del claro. Aquello pareció caerles muy bien a los nativos, que les dedicaron una ligerísima inclinación y luego se ocuparon de sus asuntos.

Ford y Arthur prosiguieron el viaje a través del bosque. A unos centenares de metros del claro se encontraron de pronto ante un pequeño montón de frutas colocadas en medio del camino: bayas que se parecían notablemente a frambuesas y moras, y unas frutas carnosas de piel verde muy semejantes a peras.

Hasta entonces se habían alejado de las frutas y bayas que habían visto, aunque los árboles y arbustos estaban plagados de ellas.

- Míralo de esta manera - había dicho Ford Prefect -, la fruta y las bayas de planetas extraños pueden revivirle o pueden matarte. Por consiguiente sólo hay que acercarse a ellas cuando veas que vas a morir si no lo haces. De ese modo sales ganando. El secreto de un autoestopismo sano está en comer chucherías.

Miraron suspicaces al montón de frutas colocado en su camino. Parecían tan buenas, que casi se marcaron de hambre.

- Míralo de esta manera - dijo Ford -, humm...

- ¿Sí? - dijo Arthur.

- Estoy tratando de pensar en alguna manera de mirarlo que signifique que vamos a comérnoslas - dijo Ford.

El sol que se filtraba entre las hojas relucía sobre las rollizas pieles de lo que parecían peras. Las frutas semejantes a frambuesas y moras eran más gordas y carnosas de cuantas Arthur hubiera visto jamás, incluso en anuncios de helados.

- ¿Por qué no comemos y lo pensamos después? - sugirió.

- Tal vez sea eso lo que quieren que hagamos.

- Muy bien, míralo de esta manera...

- Hasta ahora me parece bien.

- Están aquí para que las comamos. O son buenas o son malas; o pretenden alimentarnos, o bien quieren envenenarnos. Si son venenosas y no las comemos, nos atacarán de otra forma. En cualquier caso, si no las comemos estamos perdidos.

- Me gusta tu razonamiento - dijo Ford -. Venga, come una.

Con aire vacilante, Arthur cogió una de las frutas que parecían peras.

- Siempre recuerdo la historia del Jardín del Edén - dijo Ford.

- ¿Eh?

- Lo del jardín del Edén. El árbol. La manzana. Esa historia, ¿te acuerdas?

- Sí, claro que sí.

- Ese Dios vuestro pone un manzano en medio de un jardín y dice: haced lo que queráis, chicos, pero de ningún modo comáis la manzana. Pero, sorpresa, se la comen y El salta de detrás de un arbusto diciendo: «¡Os pillé!» Si no se la hubieran comido, habría dado lo mismo.

- ¿Por qué?

- Porque si uno anda en tratos con alguien que tiene la mentalidad del que deja sombreros en la acera con ladrillos dentro, hay que tener la plena seguridad de que nunca abandonará su empeño. Al final terminará casándote.

- Pero ¿de qué hablas?

- No importa, cómete la fruta.

- ¿Sabes una cosa? Este sitio guarda cierta semejanza con el jardín del Edén.

- Cómete la fruta.

- Se parece mucho.

Arthur dio un mordisco a lo que parecía una pera.

- Es una pera - anunció.

Pocos instantes después, cuando hubieron comido todas las frutas, Ford Prefect se volvió y gritó:

- ¡Gracias! Muchísimas gracias, sois muy amables.

Siguieron su camino.

Durante los setenta y cinco kilómetros siguientes de su viaje hacia el Este, continuaron encontrándose de vez en cuando regalos de frutas colocadas en el camino, y aunque en una o dos ocasiones tuvieron la visión fugaz de un homínido entre los árboles, no volvieron a entablar contacto directo con los nativos. Decidieron que les gustaba mucho una raza de seres que manifestaban tan a las claras su agradecimiento sólo por el hecho de que los dejaran en paz.

Al cabo de setenta y cinco kilómetros se acabaron las frutas, porque allí era donde empezaba el mar.

Como no tenían prisa, construyeron una balsa y cruzaron el mar. Estaba relativamente en calma y sólo tenía unos noventa kilómetros de anchura, así que realizaron una travesía medianamente agradable, desembarcando en una región que era al menos tan hermosa como la que habían dejado.

En resumen, llevaban una vida ridículamente fácil y al menos durante un tiempo pudieron solucionar los problemas de ociosidad y aislamiento por el método de ignorarlos. Cuando el ansia de compañía se hiciera demasiado grande, ya sabían dónde encontrarla; pero de momento se contentaban con que los golgafrinchanos estuvieran a centenares de kilómetros de distancia.

No obstante, Ford Prefect volvió a utilizar su Sub-Etha Sens-O-Mático cada vez con mayor frecuencia. Sólo una vez recibió una señal, pero era tan débil y venía de una distancia tan enorme, que le deprimió más que si no se hubiese roto el silencio.

En un impulso repentino se dirigieron al Norte. Tras unas semanas de viaje, llegaron a otro mar, construyeron otra balsa y lo cruzaron. Esa vez tuvieron una travesía más dura; la temperatura empezaba a descender. Arthur sospechó una vena de masoquismo en Ford Prefect: la creciente dificultad del viaje parecía darle un aire de determinación del que normalmente carecía. Incansable, seguía adelante.

El viaje hacia el Norte les condujo hacia un país de altas montañas, a una región de pasmosa belleza y extensión. Las nevadas cimas, grandes y dentadas, embelesaron sus sentidos. El frío empezó a calar en sus huesos.

Se abrigaron con pieles y pellejos de animales que Ford Prefect consiguió empleando un método que aprendió una vez de dos ex monjes pralitos que regentaban un refugio de patinaje mental en la sierra de Hunian.

Hay ex monjes pralitos esparcidos por toda la Galaxia, resueltos todos a triunfar en la vida, porque las técnicas de dominio mental que la Orden ha creado como forma de disciplina devota, son francamente sensacionales; una cantidad extraordinaria de monjes abandonan la Orden inmediatamente después de terminar la disciplina piadosa y justo antes de profesar los votos definitivos y quedar encerrados de por vida en pequeñas cajas de metal.

El método de Ford parecía consistir fundamentalmente en quedarse quieto y sonreír durante un rato.

Al cabo de un tiempo, surgía del bosque un animal, tal vez un ciervo, y le observaba con cautela. Ford seguía sonriendo con ojos tiernos y brillantes, pareciendo irradiar un amor profundo y universal, un amor que se extendía y abarcaba a toda la creación. Una quietud maravillosa, pacífica y serena, que emanaba de aquel hombre transfigurado, descendía sobre la campiña circundante. El ciervo se acercaba poco a poco, paso a paso, hasta casi frotar el hocico contra Ford Prefect, que entonces extendía los brazos y le rompía el cuello.

- Dominio feromónico - eso decía que era -; no hay más que saber generar el olor adecuado.

Pocos días después de desembarcar en la región montañosa descubrieron una costa que se extendía ante ellos en diagonal, de sudoeste a noreste. Era una costa esplendorosa y monumental: acantilados profundos y majestuosos, desmesurados picachos de hielo, fiordos.

Durante dos días más subieron y escalaron rocas y glaciares, sobrecogidos por tanta belleza.

- ¡Arthur! - gritó Ford de repente.

Era la tarde del segundo día. Arthur estaba sentado en una roca alta, viendo cómo el mar rompía estrepitoso contra los escarpados promontorios.

- ¡Arthur! - volvió a gritar Ford.

Arthur miró en la dirección de donde venía la voz de Ford, debilitada por el viento.

Ford había ido a explorar un glaciar, y Arthur lo encontró en cuclillas junto a una pared maciza de hielo azulado. Vibraba de emoción; levantó rápidamente los ojos hacia Arthur.

- ¡Mira - dijo -, mira!

Arthur miró y vio una pared maciza de hielo azulado.

- Sí - dijo -, es un glaciar. Ya lo había visto.

- No - dijo Ford -; lo has mirado, pero no lo has visto. Mira.

Ford señalaba a las profundidades del hielo.

Arthur miró; no vio nada, salvo sombras vagas.

- Retírate un poco - insistió Ford -; vuelve a mirar.

Arthur se apartó y miró de nuevo.

- Nada - manifestó, encogiéndose de hombros -. ¿Qué es lo que tengo que ver?

Y, de pronto, lo vio.

- ¿Lo ves?

Lo vio.

Abrió la boca para hablar, pero su cerebro decidió que aún no tenía nada que decir y volvió a cerrarla. Entonces, su mente empezó a luchar con el problema de lo que sus ojos le decían que estaba viendo, pero al hacerlo perdió el control de la boca, que en seguida volvió a abrirse. Una vez más, al retener la mandíbula, su cerebro perdió el dominio de la mano izquierda, que empezó a moverse sin sentido de un lado para otro. Durante un segundo más o menos, su mente trató de dominar la mano izquierda sin perder el control de la boca, al tiempo que intentaba pensar en lo que estaba enterrado en el hielo, razón por la cual le cedieron las piernas y cayó tranquilamente al suelo.

Lo que produjo todos esos trastornos neuronales era una red de sombras en el hielo, a unos cuarenta centímetros de profundidad. Miradas desde cierto ángulo, se resolvían claramente en contornos de letras de un alfabeto extraño, de unos noventa centímetros de longitud; y para aquellos que, como Arthur, no sabían leer magratheano, encima de las letras se veía el óvalo de una cara flotando en el hielo.

Era un rostro viejo, enjuto y distinguido, cargado de ansiedad pero no severo.

Era el rostro del hombre que había ganado un premio por diseñar la línea costera que, ya seguros de su nombre, ahora pisaban.

Un tenue quejido llenó el aire. Pasó aullando entre los árboles, asustando a las ardillas. Unos pájaros escaparon molestos. El ruido llegó al claro y se deslizó danzando a su alrededor. Ululó, chirrió y causó una irritación general.

Sin embargo, el Capitán miraba con ojos indulgentes al gaitero solitario. Poco podía inquietar su ecuanimidad; en realidad, una vez que se había repuesto de la pérdida de su magnífica bañera durante aquellas molestias de hacía tantos meses en el pantano, había empezado a encontrar sumamente agradable su nueva vida. Se había excavado un hoyo en una roca grande que se elevaba en medio del claro, y allí iba todos los días a tomar el sol mientras sus asistentes vertían agua sobre él. Debe decirse que el agua no estaba especialmente caliente, porque aún no habían inventado un medio de calentarla. Pero no importaba, ya llegaría eso; mientras, partidas de exploradores batían el país de un extremo a otro en busca de manantiales de agua caliente, preferiblemente de uno que estuviera en algún claro umbroso y bonito. Y si estuviera cerca de una mina de jabón, sería perfecto. A quienes afirmaban tener la impresión de que el jabón no se obtenía de las minas, el Capitán se atrevía a sugerir que tal idea quizá se debiera a que nadie había buscado con la insistencia suficiente, y esa posibilidad fue aceptada de mala gana.

No, la vida era muy agradable, y lo bueno era que cuando se encontrara el manantial de agua caliente perfecto, con su claro umbroso en suite, y cuando a su debido tiempo resonara por las colinas el grito de que se había descubierto la mina de jabón y ya producía quinientas pastillas por día, la vida sería aún más agradable. Era muy importante pensar en algo y esperarlo con interés.

Gemido, lamento, chirrido, sollozo, aullido, graznido, chillido... La gaita no cejaba, incrementando el ya considerable placer del Capitán ante la idea de que podría parar en cualquier momento. Eso era algo que también esperaba con interés.

¿Qué más cosas agradables había?, se preguntó. Pues muchas: el rojo y oro de los árboles, ahora que se acercaba el otoño; el apacible cuchicheo de tijeras a pocos metros de su baño, donde un par de peluqueros ejercían sus habilidades sobre un director artístico, que dormitaba, y su ayudante; el sol que daba brillo a los teléfonos relucientes que había alineados sobre el borde de su baño pétreo. La única cosa más agradable que un teléfono que no sonara todo el tiempo (o nada en absoluto), eran seis teléfonos que no sonaran todo el tiempo (o nada en absoluto).

Lo más bonito de todo era el murmullo feliz de los cientos de personas que se iban congregando a su alrededor en el claro para presenciar la reunión vespertina del comité.

El Capitán dio un puñetazo juguetón en el pico de su pato de goma. Las reuniones vespertinas del comité eran sus preferidas.

Otros ojos observaban a la creciente multitud. Subido en la copa de un árbol, al borde del claro, se agazapaba Ford Prefect, recién venido de climas extraños. Tras seis meses de viaje estaba delgado y fuerte, le brillaban los ojos y llevaba una gabardina de piel de ciervo; tenía la barba crecida y el rostro tan bronceado como un cantante de country-rock.

Arthur Dent y él llevaban casi una semana vigilando a los golgafrinchanos, y Ford había decidido mover las cosas un poco.

El claro ya estaba lleno. Centenares de hombres y mujeres vagaban por él, charlando, comiendo fruta, jugando a las cartas y, en general, pasando el tiempo de la manera más descansada posible. Su ropa de correr estaba enteramente sucia y hasta desgarrada, pero todos lucían un inmaculado corte de pelo. Ford quedó perplejo al ver que muchos de ellos habían rellenado la ropa de correr con hojas, preguntándose si sería alguna forma de aislamiento contra el ya cercano invierno. Ford entrecerró los ojos. No podían haberse interesado en la botánica de repente, ¿verdad?

En medio de tales especulaciones, la voz del Capitán se alzó sobre el murmullo general.

- Ya está bien - dijo -; me gustaría poner un poco de orden en esta reunión, si es posible. - Sonrió con jovialidad -. Dentro de un momento. Cuando todos estéis preparados.

El parloteo se fue apagando poco a poco y el claro quedó en silencio; salvo el gaitero, que parecía estar en un mundo musical propio, inhabitable y salvaje. Algunos que estaban en su proximidad inmediata le lanzaron hojas. Si aquello obedecía a alguna razón, ésta se le escapaba de momento a Ford Prefect.

Un pequeño grupo de gente se había apiñado en torno al Capitán, y uno de sus componentes se disponía a hablar. Se puso en pie, se aclaró la garganta y miró a la lejanía, como para indicar a la multitud que estaría con todos ellos dentro de un momento.

La multitud, por supuesto, estaba cautivada, y todos tenían los ojos fijos en él.

Siguió un momento de silencio, que Ford consideró como una pausa dramática para hacer su entrada. El hombre se dispuso a hablar.

Ford se dejó caer del árbol.

- ¡Hola! - saludó.

La multitud giró sobre sí misma.

- ¡Ah! - dijo el Capitán -. Mi querido amigo, ¿tienes cerillas? ¿O un encendedor? ¿O algo parecido?

- No - contestó Ford con los humos un tanto bajados. Eso no era lo que había preparado. Decidió que sería mejor mostrarse un poco más duro en el tema -. No, no tengo - prosiguió -, Nada de cerillas. En cambio, te traigo noticias...

- Qué lástima - dijo el Capitán -. Se nos han acabado a todos, ¿sabes? Hace semanas que no tomo un baño caliente.

Ford se negó a cambiar de tema.

- Traigo noticias de un descubrimiento que podría interesarte.

- ¿Está en el orden del día? - saltó el hombre a quien Ford había interrumpido.

Ford exhibió una amplia sonrisa de cantante de country-rock.

- Venga, vamos - dijo.

- Pues lo siento - repuso el hombre en tono irascible -, pero en mi condición de consejero de dirección desde hace muchos años, debo insistir en la importancia de observar las normas del comité.

Ford miró a la multitud.

- Está loco - manifestó -, éste es un planeta prehistórico.

- ¡Diríjase al sillón presidencial! - saltó el consejero de dirección.

- No hay ningún sillón - explicó Ford -, sólo una roca.

El consejero de dirección decidió que la situación requería irascibilidad.

- Pues digamos que es un sillón - dijo, irritado.

- ¿Por qué no decimos que es una roca? - inquirió Ford.

- Está dato que usted no tiene ni idea - dijo el consejero de dirección, sin abandonar la irritación en favor de una arrogancia pasada de moda - de los modernos métodos de trabajo.

- Y tú no tienes ni idea de dónde estás - afirmó Ford.

Una muchacha se puso en pie de un salto y utilizó su voz estridente.

- ¡Callaos los dos! - dijo -. Quiero presentar una moción a la mesa.

- Querrás decir presentar una moción a la roca - apostilló un peluquero, riéndose entre dientes.

- ¡Orden, orden! - ladró el consejero de dirección.

- De acuerdo - dijo Ford -, vamos a ver cómo te portas.

Se dejó caer al suelo para ver cuánto tiempo podía dominarse.

El Capitán hizo una especie de ruido irresponsable y conciliador.

- Me gustaría poner orden - dijo en tono agradable - en la reunión quinientas setenta y tres del comité de colonización de Fintlewoodlewix...

Diez segundos, pensó Ford, poniéndose de nuevo en pie.

- ¡Esto es absurdo! - exclamó -. ¡Quinientas setenta y tres reuniones del comité, y ni siquiera habéis descubierto el fuego todavía!

- Si te hubieras tomado la molestia - dijo la muchacha de la voz estridente - de examinar la hoja del orden del día...

- La piedra del orden del día - gorjeó el peluquero.

- Habrías... visto... - prosiguió la muchacha en tono firme - que hoy tenemos un informe del Subcomité de los peluqueros para la Invención del Fuego.

- ¡Oh..., ah! - dijo el peluquero con una expresión avergonzada cuyo significado se reconoce en toda la Galaxia como: «Bueno, ¿le parece bien el martes próximo?»

- Muy bien - dijo Ford, dirigiéndose a él -. ¿Qué habéis hecho? ¿Qué vais a hacer? ¿Qué ideas tenéis sobre el descubrimiento del fuego?

- Pues no sé - confesó el peluquero -. Todo lo que me han dado ha sido un par de astillas...

- ¿Y qué has hecho con ellas?

Nervioso, el peluquero buscó en la parte superior de su mono de correr y tendió a Ford el fruto de su trabajo.

Ford lo levantó en alto para que todos lo vieran. - Unas tenacillas de rizar el pelo - anunció. La multitud aplaudió.

- No importa - dijo Ford -. Roma no ardió en un día.

La multitud no tenía la menor idea de lo que estaba hablando, pero les encantó de todos modos. Aplaudieron.

- Bueno, es evidente que eres un completo ingenuo - dijo la muchacha -. Si te hubieras interesado en los estudios de mercado tanto tiempo como yo, sabrías que antes de crear cualquier producto nuevo, deben realizarse las investigaciones pertinentes. Tenemos que averiguar qué quiere la gente del fuego, cómo se relacionan con él, qué clase de imagen tiene para ellos.

La multitud se puso en tensión. Esperaban algo maravilloso de Ford.

- Métetelo en la nariz - dijo Ford.

- Cosa que es precisamente lo que necesitamos saber - insistió la muchacha -. ¿Quiere la gente que el fuego pueda meterse por la nariz?

- ¿Lo queréis? - preguntó Ford a la multitud.

- ¡Sí! - gritaron algunos.

- ¡No! - gritaron otros, contentos.

No lo sabían, sólo pensaban que era magnífico.

- ¿Y la rueda? - preguntó el Capitán -. ¿Qué hay de eso de la rueda? Parece un proyecto sumamente interesante.

- ¡Ah! - dijo la chica de los estudios de mercado -. Pues con eso tenemos ciertas dificultades.

- ¿Dificultades? - exclamó Ford -. ¿Dificultades? ¿A qué te refieres? ¡Es el instrumento más sencillo de todo el Universo!

La muchacha de los estudios de mercado le lanzó una mirada desabrida.

- Muy bien, sabelotodo - dijo -; dinos de qué color debería ser, si eres tan listo.

La multitud se alborotó. Un tanto para el equipo local, pensaron todos. Ford se encogió de hombros y volvió a sentarse.

- Zarquon todopoderoso! - exclamó -. ¿Es que no habéis hecho nada ninguno?

Como en respuesta a su pregunta, hubo un clamor repentino a la entrada del claro. La multitud no podía creer la cantidad de diversión que tenía aquella tarde: entró desfilando una patrulla de doce hombres vestidos con los despojos del uniforme del Tercer Regimiento de Golgafrinchan. La mitad de ellos llevaban fusiles Mat-O-Mata, y el resto portaba lanzas que entrechocaban al desfilar. Tenían un aspecto saludable y bronceado, aunque parecían enteramente agotados y sucios. Se detuvieron ruidosamente, poniéndose firmes. Uno de ellos cayó al suelo y no volvió a moverse.

- ¡Mi capitán! - gritó el Número Dos, pues él era su jefe -. ¡Permiso para informar, señor!

- Sí, muy bien, Número Dos; bienvenidos y todo eso. ¿Habéis encontrado algún manantial de agua caliente? - preguntó el Capitán con desaliento.

- ¡No, señor!

- Eso es lo que me suponía.

El Número Dos se abrió paso entre la multitud y presentó armas ante la bañera.

- ¡Hemos descubierto otro continente!

- ¿Cuándo ha sido eso?

- ¡Está al otro lado del mar - informó el Número Dos, entrecerrando los ojos de manera significativa -, hacia el Este!

- Ah.

El Número Dos se volvió a la multitud. Levantó el fusil por encima de su cabeza.

- ¡Le hemos declarado la guerra!

Vítores desenfrenados desbordaron todos los rincones del claro: aquello superaba todas las expectativas.

- ¡Esperad un momento - gritó Ford Prefect -, esperad un momento!

Se puso en pie de un salto y exigió silencio. Al cabo de un rato lo consiguió, si no total, el mejor a que podía aspirar dadas las circunstancias. Las circunstancias eran que el gaitero estaba componiendo espontáneamente un himno nacional.

- ¿Tiene que estar presente el gaitero? - preguntó Ford.

- Pues claro - dijo el Capitán -, le hemos otorgado permiso.

Ford consideró presentar esa idea a debate, pero en seguida pensó que de esa manera todo se enredaría aún más. En cambio, tiró una piedra bien sopesada al gaitero y se volvió hacia el Número Dos.

- ¿Guerra? - dijo.

- ¡Sí! - respondió el Número Dos, mirando con desprecio a Ford Prefect.

- ¿Contra el otro continente?

- ¡Sí! ¡Guerra total! ¡Una guerra que acabará con todas las guerras!

- ¡Pero si todavía no vive nadie en ese continente!

Ah, qué interesante, pensó la multitud, bonito argumento.

La mirada del Número Dos revoloteó imperturbable. En este sentido, sus ojos eran como un par de mosquitos que revolotearan con un fin determinado a siete centímetros de la nariz de uno y se negaran a ser derrotados por golpes de brazo, matamoscas o periódicos enrollados.

- ¡Ya lo sé - dijo -, pero algún día lo estará! Así que hemos dejado un ultimátum sin fecha fija.

- ¿Qué?

- Y hemos destruido unas cuantas instalaciones militares.

El Capitán se inclinó por fuera del baño.

- ¿Instalaciones militares, Número Dos? - preguntó.

Durante un momento sus ojos vagaron sin rumbo.

- Sí, señor; bueno, potenciales instalaciones militares. De acuerdo... árboles.

Pasó el momento de incertidumbre; sus ojos centellean como látigos sobre el auditorio.

- ¡Y hemos interrogado a una gacela! - bramó.

Se colocó con elegancia el Mat-O-Mata bajo el brazo y se retiró desfilando entre el pandemonio que había estallado por toda la multitud exaltada. Sólo logró dar unos pasos antes de que lo levantaran en volandas y durante un trecho lo llevaran a hombros alrededor del claro.

Ford se sentó y empezó a entrechocar dos piedras con aire perezoso.

- Así que, ¿qué más habéis hecho? - preguntó cuando terminó la celebración.

- Hemos iniciado una cultura - dijo la muchacha de los estudios de mercado.

- ¿Ah, sí? - dijo Ford.

- Sí. Uno de nuestros productores cinematográficos está realizando un documental fascinante sobre los trogloditas indígenas

de esta región.

- No son trogloditas.

- Parecen trogloditas.

- ¿Viven en cavernas?

- Pues...

- Viven en cabañas.

- Tal vez estén decorando de nuevo las cuevas - gritó un bromista entre la multitud.

Ford se dirigió hacia él con cólera.

- Muy divertido - comentó -; pero ¿os habéis dado cuenta de que se están muriendo?

En el viaje de vuelta, Ford y Arthur habían atravesado dos aldeas en ruinas y habían visto muchos cadáveres de nativos en los bosques, a donde se habían arrastrado para morir. Los que aún vivían, parecían agotados y apáticos, como si padecieran alguna enfermedad del espíritu y no del cuerpo. Se movían despacio y con una tristeza infinita. Les habían arrebatado el futuro.

- ¡Están muriendo! - repitió Ford -. ¿Sabéis lo que eso significa?

- Hummm... - volvió a terciar el bromista -. ¿No deberíamos venderles un seguro de vida?

Ford lo ignoró y se dirigió a la multitud entera.

- ¡No podéis entender - dijo - que han empezado a morir desde que nosotros llegamos aquí!

- En realidad - dijo la muchacha de los estudios de mercado -, eso está saliendo muy bien en el documental, y da ese toque conmovedor que es la impronta de una película verdaderamente buena. Es un productor muy comprometido.

- Debe de serlo - masculló Ford.

- Supongo - dijo la muchacha, volviéndose para dirigirse al Capitán, quien empezaba a asentir con la cabeza - que ahora querrá convencerle a usted, Capitán.

- ¡Ah! ¿De veras? - dijo, sobresaltándose un poco -. Es muy amable de su parte.

- El tiene una posición muy difícil, ¿sabes? La carga de la responsabilidad, la soledad del mando...

Durante un momento, el Capitán emitió una serie de interjecciones mientras pensaba en ello.

- Pues yo no exageraría mi posición ¿sabes? - dijo al cabo -, uno nunca está solo con un pato de goma.

Alzó el pato en alto y la multitud prorrumpió en vítores apreciativos.

Entretanto, el consejero de dirección estaba sentado en silencio absoluto, con las puntas de los dedos puestas sobre las sienes para indicar que estaba aguardando y que esperaría todo el día si era necesario.

En ese momento decidió que, después de todo, no iba a esperar todo el día, sino que fingiría que la última media hora no había pasado.

Se puso en pie.

- Si pudiéramos pasar un momento al tema de la política fiscal... - dijo brevemente.

- ¡Política fiscal! - gritó Ford Prefect -. ¡Política fiscal!

El consejero de dirección le lanzó una mirada que sólo un pez dípneo podría haber imitado.

- Política fiscal... - repitíó, eso es lo que he dicho.

- ¿Cómo podéis tener dinero - preguntó Ford -, si ninguno de vosotros produce nada? No crece de los árboles ¿sabéis?

- Si me permite continuar...

Ford asintió de mala gana.

- Gracias. Como hace unas semanas decidimos adoptar la hoja como moneda legal, todos somos inmensamente ricos.

Ford miró incrédulo a la multitud, que lanzó un murmullo apreciativo y empezó a acariciar ávidamente los fajos de hojas de que tenían rellenos los monos de correr.

- Pero también tenemos - prosiguió el consejero de dirección - un pequeño problema inflacionario debido al alto grado de disponibilidad de la hoja, lo que significa, según creo, que en la tasa actual se necesitan tres bosques efímeros para comprar una bagatela.

Murmullos de alarma recorrieron la multitud. El consejero de dirección los acalló con un gesto.

- De manera que, con el fin de solucionar ese problema - prosiguió - y revaluar la hoja de modo eficaz, estamos a punto de iniciar una campaña de defoliación general, y... hummm, quemaremos todos los bosques. Creo que todos estaréis de acuerdo en que es una medida sensata, dadas las circunstancias.

La multitud pareció un tanto indecisa durante unos momentos, hasta que alguien observó que eso incrementaría mucho el valor de las hojas que tenían en los bolsillos, y entonces empezaron a dar gritos de placer y, puestos en pie, dedicaron una ovación al consejero de dirección. Los contables esperaban que el otoño sería provechoso.

- Estáis todos locos - explicó Ford Prefect -. Estáis absolutamente chiflados - sugirió -. Sois un hatajo de chalados de remate - opinó.

La marea de opinión empezaba a volverse contra él. Lo que empezó como una diversión excelente, se había ahora deteriorado, según el punto de vista de la gente, convirtiéndose en una pura ofensa, y como ésta se dirigía principalmente a ellos, se habían molestado.

Al notar el cambio que había en el aire, la muchacha de los estudios de mercado se volvió hacía él.

- Tal vez sea pertinente - dijo - preguntarte qué has estado haciendo durante todos estos meses. Tú y ese otro intruso que no hemos visto desde el día que llegamos.

- Hemos estado de viaje - dijo Ford -. Lo intentamos y averiguamos algo acerca de este planeta.

- Ya - repuso la muchacha socarronamente -, eso no me parece muy productivo.

- ¿No? Pues tengo noticias para ti, encanto. Hemos descubierto el futuro de este planeta.

Ford esperó a que su anuncio surtiera efecto. No produjo ninguno. No sabían de qué hablaba.

Prosiguió:

- Me importa un par de riñones de dingo fétido lo que decidáis hacer en lo sucesivo. Quemad los bosques, cualquier cosa; no importará lo más mínimo. Vuestra historia futura ya ha sucedido. Tenéis dos millones de años, y eso es todo. Al final de ese tiempo vuestra raza se extinguirá, y en buena hora. ¡Recordadlo; dos millones de años!

La multitud, molesta, hizo comentarios en voz baja. Gente como ellos, que se había hecho rica de repente, no debería verse obligada a escuchar esa clase de tonterías. Si le dieran una o dos hojas a ese tipo, tal vez se marcharía.

No necesitaron molestarse. Ford ya salía del claro con aire majestuoso, deteniéndose únicamente para menear la cabeza hacia el Número Dos, que disparaba su Mat-O-Mata contra unos árboles cercanos.

Se volvió una vez.

- ¡Dos millones de años! - dijo, y lanzó una carcajada.

- Bueno - dijo el Capitán con una sonrisa tranquilizadora -, todavía tengo suficiente tiempo de darme unos baños más. ¿Puede alguien pasarme la esponja? Se me acaba de caer fuera.

A un kilómetro y medio hacia el interior del bosque, Arthur Dent estaba demasiado ocupado en su tarea para oír que se acercaba Ford Prefect.

Lo que hacía era bastante curioso, y se trataba de lo siguiente: en un trozo de peña ancho y plano había arañado la forma de un gran cuadrado, que subdividió en ciento sesenta y nueve cuadrados más pequeños, situando trece a cada lado.

Además, había reunido un montón de piedras planas más pequenas y dibujado la forma de una letra en cada una. Sentados ociosamente en torno a la roca, había dos supervivientes de los indígenas locales a quienes trataba de explicar los curiosos conceptos grabados en las piedras.

Hasta el momento no se habían portado bien. Habían tratado de comerse algunas, de enterrar otras y de tirar lejos el resto. Finalmente, Arthur había animado a uno de ellos a poner un par de piedras sobre el tablero que había grabado, cosa que era mucho menos de lo que había logrado el día anterior, junto con el rápido deterioro de la moral de aquellas criaturas, parecía haber un desgaste proporcional en su inteligencia.

Con el fin de despertar su interés, Arthur colocó una serie de letras en el tablero, y luego invitó a los nativos a que pusieran otras por su cuenta.

La cosa no marchaba bien.

Ford observaba calladamente junto a un árbol cercano.

- No - dijo Arthur a uno de los nativos que había desplazado unas letras en un acceso de abatimiento -. La Q vale diez, y comp!eta tres palabras; así... mira, ya te he explicado las reglas...; no, no, mira, por favor, suelta esa quijada...; muy bien, empezaremos de nuevo. Y esta vez trata de concentrarte.

Ford se apoyó en el árbol con el codo y se puso la mano en la cabeza.

- ¿Qué estás haciendo, Arthur? - preguntó con voz queda.

Arthur alzó la vista, sobresaltado. De pronto tuvo la impresión de que todo aquello podía parecer un tanto ridículo. Lo único que sabía es que había sido como un sueño para él cuando era niño. Pero entonces las cosas eran diferentes, o lo serían, mejor dicho.

- Intento enseñar a jugar a las letras a los trogloditas - contestó.

- No son trogloditas - corrigió Ford.

- Parecen trogloditas.

Ford lo dejó pasar.

- Ya veo - dijo.

- Es una labor muy difícil - prosiguió cansadamente Arthur -; lo único que saben articular es un gruñido, ignoran cómo se deletrea.

Suspiró y se recostó en su asiento.

- ¿Qué piensas conseguir con esto? - preguntó Ford.

- ¡Tenemos que animarlos para que evolucionen! ¡Para que se desarrollen! - exclamó Arthur, lleno de ira. Esperaba que el débil suspiro y luego la cólera contrarrestasen la creciente impresión de ridículo que estaba sufriendo. No fue así. Se puso en pie de un salto.

- ¿Te imaginas qué mundo sería el que resultara de esos... cretinos con quienes hemos venido? - preguntó.

- ¿Imaginarme? - dijo Ford, enarcando las cejas -. No necesitamos imaginárnoslo. Lo hemos visto.

- Pero... - Arthur movió los brazos en un gesto de impotencia.

- Lo hemos visto - repitió Ford -, no hay escapatoria.

Arthur dio una patada a una piedra.

- ¿Les has dicho lo que hemos descubierto? - preguntó.

- ¿Hummmm? - dijo Ford, sin enterarse del todo.

- Noruega - dijo Arthur -, la firma de Slartibartfast en el glaciar. ¿Se lo has dicho?

- ¿Para qué? - dijo Ford -. ¿Qué sentido tendría para ellos?

- ¿Sentido? - dijo Arthur -. ¿Sentido? Tú sabes perfecta mente lo que significa. ¡Significa que este planeta es la Tierra! ¡Es mi hogar! ¡Es donde he nacido!

- ¿He nacido? - repitió Ford.

- Bueno, donde naceré.

- Sí, dentro de dos millones de años. ¿Por qué no les dices eso? Ve a decirles: «Disculpadme, me gustaría indicar que dentro de dos millones de años naceré a unos kilómetros de aquí.» A ver qué dicen. Te perseguirán hasta que te subas a un árbol y luego le prenderán fuego.

Arthur asimiló aquello con profunda desdicha.

- Afróntalo - dijo Ford -, aquellos energúmenos son tus ancestros, y no estas pobres criaturas.

Se acercó a donde los simiescos seres revolvían los caracteres de piedra. Meneó la cabeza.

- Guarda el juego de las letras, Arthur - aconsejó -; no salvará a la humanidad, porque esta gente no va a constituir la raza humana. En estos momentos, la raza humana está sentada en torno a una roca al otro lado de esta colina, realizando documentales sobre sí misma.

Arthur dio un respingo.

- Ha de haber algo que podamos hacer - dijo.

Un tremendo sentimiento de desolación se apoderó de él ante la idea de que estaba en la Tierra; en la Tierra, que había perdido su futuro en una catástrofe horrible y arbitraria, y que ahora también parecía perder su pasado.

- No - dijo Ford -, no podemos hacer nada. Mira, esto no va a cambiar la historia de la Tierra, ésta es la historia de la Tierra. Te guste o no, tú desciendes de la raza de los golgafrinchanos. Dentro de dos millones de años serán destruidos por los vogones. La historia nunca se altera, ¿comprendes?; sino que sus partes encajan como piezas de un rompecabezas. La vida es una cosa muy rara, ¿verdad?

Cogió la letra Q y la arrojó hacia unos aligustres, donde dio a un conejito. El conejo salió aterrorizado y no se detuvo hasta encontrarse con un zorro, que se lo comió y se atraganto con uno de sus huesos, muriendo a la orilla de un arroyo que se lo llevó después con la corriente.

Durante las semanas siguientes, Ford Prefect se tragó el orgullo y entabló relaciones con una muchacha que había trabajado en una oficina de empleo en Golgafrinchan; el betelgeusiano se apenó muchísimo cuando la muchacha murió de repente a consecuencia de haber bebido agua en una charca contaminada por el cadáver del zorro. La única moraleja que puede extraerse de esta historia es que jamás debería arrojarse la letra Q a unos aligustres, pero lamentablemente hay veces en que es inevitable.

Como la mayoría de las cosas verdaderamente cruciales de la vida, esta cadena de acontecimientos resultaba completamente invisible para Ford Prefect y Arthur Dent, que miraban tristemente cómo uno de los nativos revolvía malhumorado las demás letras.

- Pobrecitos trogloditas - dijo Arthur.

- No son...

- ¿Qué?

- No importa - dijo Ford.

La desdichada criatura dejó escapar un alarido patético y empezó a dar golpes en la roca.

- Para ellos todo ha sido una pérdida de tiempo, ¿verdad? - dijo Arthur.

- Uh uh urghhhhh - murmuró el nativo, dando nuevos golpes en la roca.

- Los esterilizadores de teléfonos han destruido su evolucíón.

- ¡Urgh, grr grr, gruh! - insistió el nativo, sin parar de dar golpes en la roca.

- ¿Por qué no deja de dar golpes en la roca? - preguntó Arthur

- Probablemente quiere jugar otra vez - dijo Ford -; está señalando a las letras.

- A lo mejor vuelve a poner «crzgrdwldiwdc», el pobre hijoputa. No he parado de decirle que en «crzgrdwldiwdc» sólo hay una G.

El nativo empezó de nuevo a golpear la roca.

Miraron por encima de su hombro.

Los ojos se les salieron de las órbitas.

Entre el revoltijo de letras había catorce colocadas en línea recta.

Leyeron dos palabras.

Las palabras eran las siguientes:

«CUARENTA Y DOS.»

- Urrrurgh gruh guh - explicó el nativo. Con un gesto de ira, desperdigó las palabras y se fue a haraganear debajo de un árbol con su compañero.

Ford y Arthur lo observaron con fijeza. Luego se miraron el uno al otro.

- ¿Decían esas letras lo que me ha parecido que decían? - preguntaron los dos a la vez.

- Sí - contestaron ambos.

- Cuarenta y dos - dijo Arthur.

- Cuarenta y dos - dijo Ford.

Arthur se acercó corriendo a los dos nativos.

- ¿Qué estabas tratando de decirnos? - gritó -. ¿Qué significaba eso?

Uno de ellos rodó por el suelo, alzó las piernas, se las topó en el aire, dio otras vueltas más y se quedó dormido.

El otro se encaramó al árbol de un salto y arrojó castañas a Ford Prefect. Sea lo que fuere lo que tenían que decir, ya lo habían dicho.

- ¿Sabes lo que significa esto? - preguntó Ford.

- No del todo.

- Carenta y dos es el número que dio Pensamiento Profundo como Respuesta Última.

- Sí.

- Y la Tierra es el ordenador que Pensamiento Profundo proyectó y construyó para calcular la Pregunta de la Respuesta Ultima.

- Eso es lo que quieren que creamos.

- Y la vida orgánica formaba parte de la matriz del ordenador.

- Si tú lo dices...

- Lo digo yo. Eso significa que estos nativos, estas criaturas simiescas, forman parte integrante del programa del ordenador, y que nosotros y los golgafrinchanos no lo somos.

- Pero los trogloditas se están extinguiendo, y es evidente que los golgafrinchanos están dispuestos a sustituirlos.

- Exactamente. Así que, ya ves lo que significa.

- ¿Qué?

- Echa un vistazo - dijo Ford. Arthur miró en torno.

- Este planeta lo va a pasar muy jodido - dijo.

Ford se quedó perplejo durante un momento.

- Sin embargo, algo podrá sacarse de él - dijo al fin -, porque Marvin dijo que veía la pregunta grabada en las circunvoluciones de tu cerebro.

- Pero...

- Probablemente, la que no era; o una distorsión de la verdadera. Pero si la encontráramos, podría darnos una pista. Aunque no sé cómo lo haríamos.

Se desanimaron durante un rato. Arthur se sentó en el suelo y empezó a arrancar hierba, pero descubrió que no era una ocupación que le absorbiese mucha atención. La hierba no era algo en lo que pudiera creer; los árboles parecían absurdos; las onduladas colinas parecían descender a ninguna parte y el futuro era como un túnel por el que había que pasar a gatas.

Ford manipuló el Sub-Eta Sens-O-Mático, que no emitió sonido alguno. Suspiró y lo volvió a guardar.

Arthur cogió una de las letras de piedra de su juego casero. Era una M. Suspiró y volvió a dejaría en el tablero. La siguiente letra que alzó fue una I; luego, una E; y después, una R. Se leía: «MIER». A su lado puso otras dos letras; dio la casualidad de que eran la A y la D. Por una coincidencia curiosa, la palabra resultante se ajustaba perfectamente al estado de ánimo que en aquellos momentos sentía Arthur hacia las cosas. La miró fijamente durante un momento. No lo había hecho con deliberación, no era más que un producto del azar, Su cerebro echó a andar despacio, en primera velocidad.

- Ford - dijo de repente -. Mira, si esa Pregunta está grabada en mi cerebro pero no llega a mi conciencia, tal vez se encuentre en algún sitio de mi subconsciente.

- Sí, supongo que sí.

- Debe haber algún medio de sacar a la luz esa imagen inconsciente.

- ¿Ah, sí?

- Sí; introducir un elemento al azar que pueda configurar dicha imagen.

- ¿Cómo cuál?

- Sacar a ciegas de una bolsa caracteres del juego de las letras.

Ford se puso en pie de un salto.

- ¡Brillante idea! - exclamó.

Sacó la toalla del bolso y con unos nudos diestros la transformó en una bolsa.

- Es absolutamente demencial - comentó -, una completa idiotez. Pero lo haremos porque es una estupidez brillante. Vamos, vamos.

El sol se ocultó respetuosamente detrás de una nube. Cayeron unas gotas de lluvia, pequeñas y tristes.

Agruparon todas las letras restantes y las dejaron caer en la bolsa. Las removieron.

- Bien - dijo Ford -; cierra los ojos. Sácalas. Venga, venga, vamos.

Arthur cerró los ojos y metió la mano en la toalla llena de piedras. Descartó algunas, sacó seis y se las tendió a Ford, que las colocó en el suelo en el orden en que las había recibido.

- C - dijo Ford -, U, A, L, E, S... ¡Cuál es!

Parpadeó.

- ¡Me parece que da resultado! - exclamó.

Arthur le pasó otras seis.

- E, L, R, E, S, U... Elresu. Vaya, quizá no dé resultado - dijo Ford.

- Toma otras tres.

- U, L, T... Elresult... Me temo que no tiene sentido.

Arthur sacó otras tres de la bolsa. Ford las puso en su sitio. - A, D, O, el resultado... ¡El resultado! - gritó Ford -. ¡Da resultado! ¡Es asombroso, da resultado de verdad!

- Toma más - Arthur las sacaba febrilmente, tan rápido como podía.

- D, E - dijo Ford - M, U, L, T, I, P, L, I, C, A, R... Cuál es el resultado de multiplicar... S, E, I, S... seis... P, O, R, por... N, U, E, V, E... - Hizo una pausa -. Venga, ¿dónde está la siguiente?

- Pues no hay más - dijo Arthur -, ésas son lodas las que había.

Se recostó en su asiento, perplejo.

Volvió a meter la mano en la toalla - inudada, pero no quedaban letras.

- ¿Ya están todas?

- Sí.

Seis por nueve. Cuarenta y dos.

- Ya está, eso es todo lo que hay.

Salió el sol y resplandeció alegremente sobre ellos. Se oyó el canto de un pájaro. Una brisa cálida flotó entre los árboles, alzando la cabeza de las flores y llevando su fragancía a través del bosque. Un insecto pasó con un zumbido de camino a lo que hagan los insectos a última hora de la tarde. El rumor de voces melodiosas que se filtraba entre los árboles fue seguido poco después por la presencia de dos muchachas que se detuvieron sorprendidas a la vista de Ford Prefect y Arthur Dent, tendidos en el suelo, agonizando al parecer, pero que en realidad se desternillaban silenciosamente de risa.

- No, no os vayáis - gritó Ford Prefect, jadeante -. Estaremos con vosotras dentro de un momento.

- ¿Qué pasa? - preguntó una de las chicas. Era la más alta y delgada de las dos. En Golgafrinchan había sido funcionaría subalterna en una oficina de empleo, pero no le había gustado mucho.

Ford recobró la serenidad.

- Disculpadme - dijo -. Hola. Mi amigo y yo estábamos examinando, estudiando el sentido de la vida. Una actividad frívola.

- ¡Pero si eres tú! - exclamó la muchacha -. Vaya espectáculo que has dado esta tarde. Al principio estuviste muy divertido, pero luego nos empezaste a joder un poco.

- ¿Ah, sí? Claro.

- Sí. ¿A qué venía todo eso? - preguntó la otra chica, más baja que la otra, de cara redonda, que había sido directora artística de una compañía de publicidad de Golgafrinchan. Fueran las que fuesen las calamidades de su mundo, ella dormía profundamente todas las noches, agradecida por el hecho de que por la mañana no tendría que vérselas con un centenar de fotografías casi idénticas de tubos de pasta de dientes.

- ¿A qué? A nada. Nada es algo - dijo alegremente Ford Prefect -. Quedaos con nosotros. Yo me llamo Ford, y éste es Arthur. Estábamos a punto de no hacer absolutamente nada durante un rato, pero eso puede esperar.

Las chicas lo miraron recelosas.

- Yo me llamo Agda - dijo la más alta -, y ésta es Mella.

- Hola, Agda; hola, Mella - dijo Ford.

- ¿Sabes hablar? - preguntó Mella a Arthur.

- De cuando en cuando - dijo Arthur, sonriendo -, pero no tanto como Ford.

- Bien.

Hubo una breve pausa.

- ¿Qué querías decir - preguntó Agda - con eso de que sólo teníamos dos millones de años? No pude entender lo que decías.

- ¡Ah, eso! - dijo Ford -. No tiene importancia.

- No es más que el mundo será demolido para dar paso a una vía de circunvalación hiperespacial - dijo Arthur, encogiéndose de hombros -, pero para eso faltan dos millones de años, y de todos modos esas son las cosas que hacen los vogones.

- ¿Los vogones? - dijo Mella.

- Sí, tú no los conoces.

- ¿De dónde sacas esa idea?

- No importa, de verdad. No es más que un sueño del pasado; o del futuro.

Arthur sonrió y miró a otro lado.

- ¿No os preocupa el que no digáis nada sensato? - preguntó Agda.

- Mirad, olvidadlo - dijo Ford -; olvidadlo todo. Nada tiene importancia. Mirad, hace un día espléndido: disfrutadlo. El sol, la hierba de las colinas, el río que corre por el valle, los árboles incendiados.

- Aunque sólo sea un sueño, es una idea bastante horrible - manifestó Mella -: destruir un mundo sólo para hacer una via de circunvalación.

- Pues he oído cosas peores - dijo Ford -; he leído que a un planeta de la séptima dimensión lo utilizaron como bola en un billar intergaláctico. De un golpe, lo metieron directamente en un agujero negro. Murieron diez millones de personas.

- ¡Qué locura! - dijo Mella.

- Sí, además sólo marcó treinta puntos.

Agda y Mella intercambiaron miradas.

- Escuchad - dijo Agda -, esta noche hay una fiesta después de la reunión del comité. Podéis venir, si queréis.

- Sí, vale - dijo Ford.

- Me gustaría ir - dijo Arthur.

Muchas horas después, Arthur y Mella se sentaron a ver salir la luna sobre el débil resplandor rojo de los árboles.

- Esa historia de que el mundo será destruido... - empezó a decir Mella.

- Sí, dentro de dos millones de años.

- Lo dices como si creyeras que es verdad.

- Sí, me parece que lo es. Creo que lo presencié.

La muchacha meneó la cabeza, perpleja.

- Eres muy raro - dijo.

- No, soy muy corriente - dijo Arthur -, pero me han pasado cosas muy raras. Podría decirse que soy más diferenciado que diferente.

- ¿Y ese mundo de que habló tu amigo, el que metieron en un agujero negro?

- Ah, de eso no sé nada. Parece algo del libro.

- ¿De qué libro?

Arthur hizo una pausa.

- La Guía del autoestopista galáctico - dijo al cabo.

- ¿Qué es eso?

- Pues nada, algo que he tirado al río esta mañana. No creo que vaya a necesitarlo más - dijo Arthur Dent.

FIN